Выбрать главу

Susurraron las hojas y el mirlo se alarmó. Shelgá miraba el entarimado, sobre el que caía la débil luz que penetraba por la ventana; en él debía aparecer la sombra del hombre.

“No disparará —se dijo Shelgá—, hay que esperar alguna porquería al estilo del fosgeno…” En el entarimado empezó a alzarse la sombra de una cabeza con el sombrero profundamente calado. Shelgá levantó el brazo, para que el golpe fuera más rotundo. La sombra creció hasta los hombros y levantó, abiertos, los dedos…

—Shelgá, camarada Shelgá —musitó en ruso la sombra—, soy yo, no tema…

Shelgá esperaba todo, menos aquellas palabras, menos aquella voz. No pudo evitar un grito. Con ello delató su presencia, y el hombre aquel se metió de un salto en la habitación y, para protegerse de un posible golpe, alzó ambas manos. Era Garin.

—Como me suponía, esperaba usted que lo atacasen —dijo precipitadamente el ingeniero—. Esta noche debían matarlo. A mí eso no me conviene. No puede imaginarse lo que arriesgo, pero debo salvarlo. Vamos, ahí tengo mi automóvil.

Shelgá se apartó de la pared.

Garin sonrió alegre, al ver el brazo escayolado presto a golpear.

—Oiga Shelgá, le juro que no tengo la culpa. ¿Recuerda nuestro convenio de Leningrado? Yo juego con toda honradez. La desagradable broma de Fontainebleau se la debe usted exclusivamente a ese canalla de Rolling. Puede creerme. Vamos, cada segundo es precioso…

Shelgá dijo:

—Está bien, usted se me lleva de aquí, pero ¿y después?

—Lo esconderé… Por poco tiempo, no tema. Hasta que Rolling me dé la mitad… ¿Lee usted los periódicos? Rolling tiene más suerte que un ahorcado, pero no puede jugar sin trampas. ¿Cuánto quiere usted, Shelgá? Diga la primera cifra que se le ocurra. ¿Diez, veinte, cincuenta millones? Le extenderé un recibo…

Garin hablaba en voz baja, precipitadamente, lo mismo que si estuviera delirando, y todos los músculos de su rostro temblaban.

—No sea tonto, Shelgá, ¿es usted un hombre de principios…? Le propongo que actuemos juntos contra Rolling… ¡Ea…, vamos!

Shelgá se negó, moviendo obstinado la cabeza.

—No quiero; no iré con usted.

—De todos modos, lo matarán.

—Ya veremos.

—Las enfermeras, los guardianes, la administración, todos se han vendido a Rolling. A usted lo estrangularán. Lo sé de buena tinta… No pasará de esta noche… ¿Ha advertido usted a la embajada? Bueno, ¿y qué…? El embajador pedirá explicaciones, y el gobierno francés, en el mejor de los casos, presentará sus excusas… Eso no hace que las cosas mejoren para usted. Rolling necesita suprimir al único testigo… No consentirá que transponga usted el umbral de la embajada soviética…

—Le he dicho que no voy con usted… No quiero…

Garin, tomando aliento, miró hacia la ventana.

—Está bien. En tal caso, me lo llevaré en contra de su voluntad.

Al decir estas palabras, el ingeniero dio un paso atrás y hundió la mano en el bolsillo del abrigo.

—¿En contra de mi voluntad? ¿Y cómo se las va a arreglar?

—Pues así…

Garin sacó rápido del bolsillo una careta antigás con un corto cilindro y se la aplicó precipitadamente a la boca; a Shelgá no le dio tiempo de gritar: un chorro de aceitoso líquido golpeó su rostro… Lo último que vio fue la mano de Garin, apretando una pera de goma… Un aromático y dulzón estupefaciente adormeció a Shelgá.

59

—¿Hay alguna novedad?

—Sí. Buenos días, Wolf.

—Vengo directamente de la estación y traigo más hambre que en el año 1918.

—Parece usted muy satisfecho, Wolf. ¿Se ha enterado de muchas cosas?

—Alguna cosilla hemos sabido… ¿Vamos a hablar aquí?

—Sí, pero rápido.

Wolf se sentó al lado de Jlínov en el banco de granito al pie de la estatua ecuestre de Enrique IV, de espaldas a las negras torres de la Conserjería. Abajo, allí donde la Cité terminaba en un puntiagudo cabo, se inclinaba sóbrelas aguas un sauce llorón. En tiempos se retorcían allí, asándose en las hogueras, los caballeros de la Orden de los Templarios. Lejos, tras decenas de puentes que al agua reflejaba, se ponía el sol, envuelto en un sucio resplandor anaranjado. En los malecones y las gabarras metálicas cargadas de arena podían verse, armados de cañas de pescar, a algunos franceses, buenos burgueses arruinados por la inflación, por Rolling y por la guerra mundial. En la orilla izquierda, en el parapeto de granito del malecón, con sus puestos extendiéndose hasta el edificio del ministerio de Negocios Extranjeros, se aburrían, al sol de la tarde, los libreros de viejo y su mercancía que ya nadie necesitaba en aquella ciudad.

Allí, acababa sus días el viejo París. Ante los puestos de libros, junto al malecón, ante las jaulas con pajarillos, ante los abatidos pescadores, deambulaban personas de avanzada edad, ojos escleróticos, bigotes que les tapaban la boca, capa de ancho vuelo y viejo sombrero de paja… En tiempos, aquélla era su ciudad… Allí, en la Conserjería, bramaba Dantón como un toro arrastrado al matadero. A la derecha, tras la techumbre de pizarra del Louvre, donde envueltos en una turbia niebla se extendían los jardines de las Tullerías, tuvieron lugar ardorosas jornadas, cuando a lo largo de la calle de Rivoli silbaba la metralla del general Galliffet. ¡Oh, cuanto oro poseía antes Francia! Cada piedra, si se sabía escuchar, hablaba de un gran pasado. Pero, el diablo sabía por qué, resultó de pronto que el dueño de la ciudad era un monstruo venido de allende el océano, Rolling, y al buen burgués ya no le quedaba otra cosa que pescar con caña, abatida la cabeza… ¡Ay, ay, ay! ¡Oh, la, la!

Encendiendo su pipa, cargada de fuerte tabaco. Wolf dijo:

—Las cosas están así. La compañía alemana productora de anilina es la única que no quiere, por nada del mundo, ponerse de acuerdo con los americanos. El gobierno ha concedido a la compañía un subsidio de veintiocho millones de marcos. Actualmente, Rolling aplica todos sus esfuerzos para hundir la anilina alemana.

—¿Juega a la baja? —preguntó Jlínov.

—Para el 28 de este mes vende acciones de la compañía de anilina por sumas colosales.

—Esas noticias son muy importantes, Wolf.

—Sí, hemos encontrado la pista. Por lo visto, Rolling está seguro de su juego, aunque las acciones no han bajado ni en un pfening y hoy estamos ya a veinte… ¿Comprende usted en qué cifra sus esperanzas?

—¿Quiere usted decir que lo tienen todo preparado?

—Supongo que ya han montado la máquina. ¿Dónde se encuentran las fábricas de la compañía de anilina?

—En el valle del Rhin, cerca de N. Si Rolling aplasta a la compañía de anilina, será dueño y señor de toda la industria europea. Nosotros no podemos consentir esa catástrofe. Nuestro deber es salvar la anilina alemana. (Jlínov se encogió de hombros, pero se calló.) Comprendo que no se puede remediar lo irremediable. Nosotros dos no tenemos fuerza suficiente para rechazar la embestida de América. Pero, ¿quién sabe?, la historia gasta a veces bromas inesperadas.

—¿Algo así como las revoluciones?

—Supongamos que sí.

Jlínov miró a su interlocutor con cierta sorpresa. Los amarillos ojos de Wolf, muy abiertos, expresaban viva cólera.

—Los burgueses, Wolf, no harán nada por salvar a Europa.

—Ya lo sé.

—¿Qué me dice?

—En este viaje he visto muchas cosas… Los burgueses —los franceses, los alemanes, los ingleses, los italianos— venden criminal, ciega y cínicamente el Viejo Mundo. El fin de la cultura ha sido una subasta… Sí, una subasta pública.

Wolf, todo sofocado, continuó:

—Me he dirigido a las autoridades, he hecho alusión al peligro, he pedido que me ayudaran a dar con Garin… Les he dicho palabras terribles… Se han reído en mis barbas… ¡Al diablo…! Yo no soy de los que retroceden.