Выбрать главу

—Wolf, ¿de qué se ha enterado usted en el valle del Rhin?

—Me he enterado… El gobierno alemán ha hecho grandes pedidos militares a la compañía de anilina. En las fábricas de la compañía, el proceso de producción se encuentra en la etapa más peligrosa. En los talleres están elaborando hoy día casi quinientas toneladas de tetrilo.

Jlínov se levantó rápidamente. El bastón en que se apoyaba se dobló. Volvió a sentarse.

—En los periódicos ha aparecido un suelto hablando de la necesidad de alejar lo más posible de las malditas fábricas las colonias obreras. En la compañía de anilinas trabajan más de cincuenta mil obreros… El periódico que publicó el suelto ese fue multado… Ahí veo la mano de Rolling…

—¡Wolf, no podemos perder ni un solo día!

—He encargado dos billetes para hoy, para el tren de las once.

—¿Vamos a N?

—Creo que sólo allí podremos dar con la pista de Garin.

—Ahora mire lo que he conseguido yo —dijo Jlínov sacando del bolsillo unos recortes de periódico—. Hace tres días estuve con Shelgá… Me hizo partícipe de sus deducciones: Rolling y Garin debían comunicarse…

—Naturalmente. Todos los días.

—¿Por correo? ¿Por telégrafo? ¿Qué piensa usted, Wolf?

—En ningún caso. Esa gente no deja huellas escritas.

—En tal caso, ¿quizás por radio?

—Como que van a gritar para que los oiga toda Europa… No…

—¿A través de intermediarios?

—No… Veo que Shelgá es un águila. ¡Vengan los recortes…!

Wolf dispuso los recortes sobre sus rodillas y leyó atentamente lo subrayado con lápiz rojo:

“Centre toda su atención en la anilina”. “Empiezo”. “He encontrado un buen sitio”.

—“He encontrado un buen sitio” —barbotó Wolf—. Este periódico es de la ciudad de E, cerca de N… “Estoy preocupado, fije el día”. “Cuente treinta y cinco a partir del día del acuerdo”. Sólo pueden ser ellos. La noche de la firma del acuerdo en Fontainebleau fue el 23 del mes pasado. Añada treinta y cinco y obtendremos el 28 de este mes, el día fijado para la venta de las acciones de la anilina…

—Siga, siga, Wolf…

—“¿Qué medidas ha tornado usted?” Eso lo pregunta Garin desde K. Al día siguiente aparece en un periódico de París la respuesta de Rolling: “El yate está preparado. Llegará a los dos días. Se le comunicará por radio”. Aquí, hace cuatro días, Rolling pregunta: “¿No se verá la luz?”. Garin responde: “En torno todo está desierto. La distancia es de cinco kilómetros”.

—En otras palabras, el aparato lo han montado en los montes: proyectar el rayo a una distancia de cinco kilómetros sólo se puede desde una altura. Oiga, Jlínov, tenemos el tiempo más que contado. Si tomamos como radio cinco kilómetros y como centro las fábricas, habremos de explorar un área de treinta y cinco kilómetros de circunferencia, por lo menos. ¿Hay alguna indicación más?

—No. Me disponía a telefonearle a Shelgá. Debe tener los recortes de ayer y de hoy.

Wolf se levantó. Pudo apreciarse que los músculos se ponían en tensión bajo su ropa.

Jlínov propuso telefonear desde un cercano café de la margen izquierda. Wolf cruzó el puente con tanta rapidez que un viejete con pescuezo de polluelo, que vestía una vieja y mugrienta chaqueta, impregnada, quizás, de solitarias lágrimas por aquellos que se llevó la guerra, y un polvoriento sombrero, sacudió la cabeza y miró largamente a los extranjeros que se alejaban corriendo:

—¡Oh, estos extranjeros! Cuando tienen dinero en el bolsillo, empujan y corren como si estuvieran en su casa… ¡Oh…! ¡Qué salvajes!

En el café, de pie ante el mostrador revestido de cinc, Wolf bebía agua de Seltz. Tras el cristal de la cabina telefónica veía la espalda de Jlínov: sus hombros se encogieron, y pareció como si todo él quisiera meterse en el auricular. Luego salió de la cabina con el semblante tranquilo, pero blanco como una pared.

—Del hospital me han contestado que Shelgá desapareció anoche. Se han tomado todas las medidas para localizar su paradero… Creo que lo han asesinado.

60

Crepitaba la ramiza en el hogar, ahumado en el transcurso de dos siglos, con grandes y herrumbrosos ganchos para las salchichas y los perniles y con dos santos de piedra a los lados. En una de las imágenes colgaba el sombrero gris de Garin y en la otra una mugrienta gorra de oficial. Tras la mesa, iluminados tan sólo por el fuego de la chimenea, había cuatro hombres. Ante ellos veíase un botellón revestido de mimbre y unos vasos llenos de vino.

Dos de los hombres vestían como gente de la ciudad. Uno de ellos era pomuloso, fuerte, con corto y áspero pelo; el otro tenía una cara muy alargada y de expresión feroz. El tercero era el general Subbotin, dueño de la granja en cuya cocina se celebrada el conciliábulo. Vestía el general una sucia camisa de lienzo con las mangas subidas. La piel de su rasurada cabeza estaba en incesante movimiento, y el vino ponía purpúrea su gruesa cara de erizado bigote.

El cuarto, Garin, llevaba un traje de turismo. Pasando distraídamente el dedo por el borde del vaso, dijo:

—Todo eso está muy bien… Pero yo insisto en que a mi prisionero, aunque es bolchevique, no se le cause el menor daño. Denle de comer tres veces al día, con vino, verduras y fruta… Dentro de una semana me lo llevaré… ¿A que distancia se encuentra la frontera belga…?

—En coche, a tres cuartos de hora de aquí —respondió, inclinándose precipitadamente hacia la mesa, el hombre de la cara alargada.

—Todo quedará en secreto… Comprendo, señor general y señores oficiales (Garin sonrió irónico), que ustedes, como aristócratas, como personas fieles sin reservas a la memoria de nuestro mártir emperador, actúan hoy movidos por consideraciones superiores, puramente ideológicas… De no ser así, no hubiera recurrido a ustedes…

—Sí, de eso huelga hablar, aquí todos somos gente de sociedad —terció el general con su ronca voz, moviendo la piel de su cráneo.

—Las condiciones, repito, son las siguientes: por la pensión completa del prisionero les pagaré mil francos diarios. ¿De acuerdo?

El general volvió sus congestionados ojos hacia sus compañeros. El oficial de pómulos salientes mostró su blanca dentadura, y el de la cara larga bajó los ojos.

—¡Ah, me olvidaba! —dijo Garin—. Perdonen, señores, aquí tienen un adelanto…

El ingeniero sacó un puñado de billetes de mil francos del bolsillo en que llevaba el revólver y los dejó caer sobre la mesa, en un charco de vino.

—Tengan la bondad…

El general carraspeó, se acercó los billetes, los examinó, los limpió luego de vino, restregándolos contra su vientre, y se puso a contarlos, resoplante su nariz de velludas ventanas. Sus compañeros se acercaron a él, brillantes de codicia los ojos.

Garin se levantó y dijo:

—Traigan al prisionero.

61

Shelgá tenía los ojos vendados con un pañuelo. Echado sobre los hombros llevaba un abrigo de cuero, de los usados por los automovilistas. Sintió el calor del hogar, y las piernas le temblaron. Garin le acercó un taburete, Shelgá se sentó al instante, dejando caer sobre las rodillas la mano escayolada.

El general y los dos oficiales lo miraban con ojos siniestros, y parecía que a la menor señal harían trizas al hombre aquel. Pero Garin no dio señal alguna. Palmoteando a Shelgá en la rodilla, dijo muy campechano:

—Aquí no pasará usted ninguna necesidad. Se encuentra entre personas decentes, a las que se ha pagado bien. Dentro de unos días lo pondré en libertad. Camarada Shelgá, déme palabra de que no intentará fugarse, escandalizar y atraer la atención de la policía.