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—Es un niño vagabundo —respondió Shelgá sin titubear comprendiendo, pese al dolor de cabeza, que Garin iba a tratar de lo principal para él, de lo que lo había llevado a la bodega.

—La fotografía está fechada en el dorso el doce del mes pasado, ¿fotografió usted al chico la víspera de su partida…? ¿Trajo la foto para mostrármela a mí? ¿No la enseñó a nadie en Leningrado?

—No —dijo entre dientes Shelgá.

—¿Qué han hecho del chico? Vaya, vaya, no me había dado cuenta, incluso apuntó usted su nombre: Iván Gúsiev. ¿Lo fotografió en la terraza del club náutico? Conozco el sitio… ¿Y qué le contó el chico? ¿Mántsev está vivo?

—Sí, está vivo.

—¿Ha encontrado lo que buscaban?

—Parece que sí.

—¿Ve usted? Yo siempre tuve fe en Mántsev. Garin no se equivocó.

Shelgá tenía estructurada la cabeza de tal modo, que no podía mentir, primero porque le repugnaba, y segundo porque en el juego y en la lucha consideraba indigna la mentira. Unos instantes después, Garin conocía la historia de la aparición de Iván y todo lo que el chico dijo de los trabajos de Mántsev.

—Así. pues, —concluyó Garin, y se levantó, frotándose satisfecho las manos— si salimos de aquí en automóvil el 29 por la noche, nos llevaremos el modelo del aparato y lo ocultaremos donde usted diga… En fin, ¿le basta con esa garantía? ¿Está de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿No intentará matarme?

—Por el momento, no.

—Voy a ordenar que lo pasen a usted arriba, aquí hay demasiada humedad. Repóngase, coma y beba cuanto le plazca.

Garin, campechano, elegante, hizo un guiño y salió de la bodega.

63

—¿Cómo se llama usted?

—Soy el capitán Alexandr Ivánovich Volshin, del regimiento del general Kúlnev, respondió el oficial de pronunciados pómulos, poniéndose firme ante Garin.

—¿De qué vive usted?

—Trabajo de jornalero para el general Subbotin, criando conejos. Me paga veinte sous al día y la comida. Antes era chofer y ganaba bien, pero los de mi regimiento me persuadieron para que los representase en el congreso de los monárquicos. En la primera sesión me acaloré y le di en los hocicos al coronel Sherstobítov, partidario del príncipe Kiril. Me quitaron el mandato y me quedé sin trabajo.

—Yo le ofrezco un trabajo peligroso. El sueldo será elevado. ¿Acepta?

—A sus órdenes.

—Irá usted a París. Allí le darán una recomendación. Lo incluirán en plantilla. Con documentos y una credencial saldrá usted para Leningrado… Allí buscará al chiquillo que ve en esta fotografía…

64

Pasaron cinco días. Nada alteró la quietud de la pequeña ciudad de K. sita en un verde y húmedo valle próximo al Rhin, cerca de las célebres fábricas de anilina.

En las sinuosas callejas de estrechas aceras golpeteaban alegremente por las mañanas las suelas de madera de los escolares, se oían los grávidos pasos de los obreros y se veía a las mujeres que llevaban los cochecitos de los niños a la sombra de los tilos, hacia el río… Un barbero con chaleco de piqué salía de la peluquería para dejar junto a la pared una escalerilla de tijera. El aprendiz se subía a ella y limpiaba la bacía de cobre, ya deslumbrante, y la blanca cola de caballo. En el café lavaban los ventanales. Traqueteaba un carro de enormes ruedas, cargado de barriles de cerveza vacíos.

Era una vieja ciudad, muy barrida y aseada, silenciosa en las horas en que el sol calentaba las jibosas piedras del pavimento y animada por calmosas voces al atardecer, cuando obreros y obreras regresaban de las fábricas, se encendían las luces de los cafés y un viejo farolero, con corta capa cuya edad Dios sabría, recorría las calles, arrastrando sus suelas de madera, para encender los faroles.

De las puertas del mercado salían con sus cestos las mujeres de los obreros y las señoras de la pequeña burguesía. Antes llevaban en los cestos aves, verdura y fruta dignas de las naturalezas muertas de Snyders. Ahora, en los cestos sólo había unas cuantas patatas, un manojo de cebolletas, nabos y un poco de pan gris.

Era extraño. Alemania había enriquecido fabulosamente en el transcurso de cuatro siglos. Sus hijos conocieron grandes glorias. En los ojos azules de los alemanes brillaba la luz de grandes esperanzas. ¡Cuánta cerveza no había corrido por las alzadas barbas rubias! ¡Cuántos billones de kilovatios de energía humana no se habrían gastado…!

Pero todo había sido en vano. En las pequeñas cocinas no había más que un manojo de cebolletas sobre el banco de azulejos, y en los ojos hambrientos de las mujeres, una vieja nostalgia.

Wolf y Jlínov, el calzado polvoriento, la chaqueta al brazo, la frente cubierta de sudor, cruzaron el jiboso puente y se dirigieron hacia K. por una carretera bordeada de tilos.

El sol se ponía tras los bajos montes. En la dorada luz vespertina seguían despidiendo humo las chimeneas de las fábricas. Los pabellones, las chimeneas, las vías del ferrocarril y las techumbres de los depósitos llegaban, por las laderas de los cerros, hasta la ciudad misma.

—Allí es, estoy seguro —dijo Wolf, señalando con el dedo unos riscos que el ocaso teñía de rojo—. Si hubiera que escoger un punto de donde bombardear las fábricas, yo no elegiría otro.

—Está bien, está bien, pero sólo quedan tres días Wolf…

—¿Y qué? Del sur no amenaza ningún peligro. Está demasiado lejos. Los sectores norte y este los hemos explorado hasta la última piedra. Con tres días tenemos suficiente.

Jlínov se volvió hacia los boscosos cerros que, separados por negras sombras, azuleaban en el norte. Allí, Wolf y él habían explorado durante cinco días con sus noches cada hoyo en el que pudiera ocultarse un chalet o una barraca con las ventanas orientadas a las fábricas.

Durante cinco días no se habían quitado la ropa, durmiendo de cualquier modo y en cualquier sitio en las horas más oscuras de la nuche. Habían caminado tanto que los pies no les dolían ya. Por pedregosos caminos y senderos, a campo traviesa, cruzando barrancos y saltando tapias, habían recorrido en torno a la ciudad, por los montes, casi cien kilómetros. Pero en ninguna parte habían descubierto el menor indicio de la presencia de Garin. A sus preguntas, los campesinos, los granjeros, los criados de los chalets y los guardabosques respondían, encogiéndose de hombros:

—En todo el contorno no hay ningún forastero, y a la gente de aquí la conocemos a toda.

65

Quedaba por recorrer el sector occidental, el más duro. Según el mapa había allí una senda que llevaba a la pedregosa meseta en que se encontraban las famosas ruinas del castillo del “Esqueleto encadenado”, al lado del cual, como era de rigor, se encontraba el restaurante “El esqueleto encadenado”.

En las ruinas mostraban efectivamente los restos de un subterráneo y, tras una reja de hierro, aparecía, sentado, un enorme esqueleto con herrumbrosos grilletes. Su imagen vendíase en todas partes reproducida en tarjetas postales, cortapapeles y jarras de cerveza. Incluso podía uno fotografiarse por veinte pfenings al lado del esqueleto y enviar la foto a los amigos o a la novia. Los domingos eran muchos los habitantes de la ciudad que iban a descansar a las ruinas y el restaurante hacía buen negocio. También visitaban el lugar turistas extranjeros.

Pero después de la guerra, el interés por el famoso esqueleto decayó. Los habitantes de la ciudad estaban anémicos y les daba pereza escalar en los días de fiesta la empinada montaña: preferían acomodarse, con sus bocadillos y medias botellas de cerveza lejos de los recuerdos históricos, a la sombra de los tilos que enmarcaban el río. El dueño del restaurante “El esqueleto encadenado” ya no podía cuidar con toda meticulosidad las ruinas. Durante semanas enteras, el medieval esqueleto podía, sin que nadie le estorbase, contemplar con las vacías órbitas de su calavera el valle esmeraldino donde, un día fatal, el señor del castillo lo derribó de la silla. El esqueleto contemplaba las iglesias con agujas y con gallos en las veletas y las chimeneas de las fábricas donde se producían, para todo el mundo, gases venenosos, tetrilo y otros demoníacos productos que quitaban a la población el deseo de recordar la historia, de comprar tarjetas postales con la imagen del esqueleto y, quizás, de vivir.