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Allí se dirigían Wolf y Jlínov. Entraron en el café de la plaza de la ciudad a tomar un tentempié, estudiaron largo rato el mapa del lugar e hicieron algunas preguntas al camarero. En la parte occidental del valle merecía atención, además de las ruinas y del restaurante, la villa de un fabricante de máquinas de escribir que se había arruinado en los últimos años. La villa se encontraba en la vertiente occidental y no se veía desde la ciudad. El fabricante vivía solo y no salía de casa.

66

La luna llena salió poco antes del amanecer. Lo que pareciera una confusa aglomeración de peñascos y rocas se perfiló nítidamente a la luz lunar, las derruidas bóvedas proyectaron aterciopeladas sombras, los restos de la muralla, cubierta de retorcidos arbolillos y tupidos zarzales, corrieron hacia abajo, hacia el barranco, y la torre cuadrada, la parte más vieja del castillo, construida por los normandos, revivió. En las tarjetas se la llamaba “Torre de los tormentos”.

Por la parte este llegaban a la torre unos arcos de ladrillo: por lo visto, en tiempos había allí una galería que la comunicaba con los apartamentos del castillo. De todo ello sólo quedaban los cimientos, piedras y dispersos capiteles de asperón. Junto a los fundamentos de la torre, bajo una bóveda de aljibe, que formaba como una especie de cascarón, se encontraba el “Esqueleto encadenado”.

Wolf, apoyados los codos en la reja, miró largamente el esqueleto y luego, volviéndose hacia Jlínov, dijo:

—Ahora mire aquí.

Abajo, en lo profundo, se extendía a la luz de la luna el valle, velado por la tenue gasa de la niebla. Argentadas escamas espejeaban en los claros de la fronda a los que asomaba el río. La ciudad parecía de juguete. No se veía ni una ventana iluminada. Más allá, a la izquierda, ardían centenares de luces en las fábricas de anilina. Las chimeneas despedían blancos penachos de humo y un rosado resplandor. Llegaban al monte los pitidos de las locomotoras y un confuso traqueteo.

—Tengo razón —dijo Wolf—, sólo desde esta meseta se puede proyectar el rayo. Mire, aquello son los almacenes de la materia prima, tras la muralla se encuentran, sin defensa alguna, los depósitos de los productos elaborados, y más allá se extienden los largos pabellones en que se produce a base de piritas, según el método ruso, ácido sulfúrico. Aquellas techumbres redondas que se ven un poco aparte son los talleres donde se fabrican la anilina y todas esas sustancias diabólicas que explotan a veces por propio capricho.

—Está bien, Wolf, si suponemos que Garin no emplaza el aparato hasta la noche del veintisiete, de todos modos debe haber indicios de sus preparativos.

—Hay que explorar las ruinas. Yo subiré a la torre, usted examine los muros y las bóvedas… En realidad no puede imaginarse un sitio más adecuado que ese donde está el esqueleto.

—A las siete nos veremos en el restaurante. Está bien.

67

A las siete de la mañana, Wolf y Jlínov tornaban leche en la terraza de madera del restaurante “El Esqueleto encadenado”. Las pesquisas que hicieran durante la noche resultaron infructuosas. Ambos callaban, la cabeza apoyada en las manos. En aquellos días se habían estudiado tan a fondo, que cada uno de ellos leía los pensamientos del otro. Jlínov, que se impresionaba más rápidamente y tenía menos confianza en sí mismo, repetía una y otra vez las reflexiones que los habían llevado de París a aquellos lugares, tan apacibles en apariencia. ¿En qué se basaba su convencimiento? En dos o tres líneas aparecidas en los periódicos.

—¿No estaremos haciendo el tonto, Wolf?

El alemán respondía:

—La inteligencia humana es limitada. Pero siempre vale más confiar en ella que dudar. Por una parte, si no encontramos nada y la diabólica empresa de Garin resulta una invención nuestra, podremos darnos por muy satisfechos. Hemos cumplido con nuestro deber.

El camarero les trajo huevos fritos y dos jarras de cerveza. Apareció el dueño, un gordinflón de rostro purpúreo.

—Buenos días, caballeros —saludó, y respirando fatigosamente, como un asmático, aguardó con aire preocupado a que los visitantes saciaran su apetito, después de lo cual agregó, extendiendo la mano hacia el valle, aún azuloso y brillante por el rocío:

—Llevo veinte años observando… Puedo decirles, señores míos, que la cosa toca a su fin… Fui testigo de la movilización. Las tropas marchaban por aquella carretera. Eran magníficas columnas alemanas. (El dueño del restaurante levantó sobre la cabeza, como impulsado por un muelle, su grueso índice.) Eran los Sigfridos de que hablaba Tácito: fuertes, imponentes, con cascos ornados de alas. Ober, dos jarras más para los señores… En el año catorce, los Sigfridos marchaban a la conquista del Universo. No les faltaban más que los escudos… Supongo que conocerán ustedes la vieja costumbre de los germanos de lanzar sus gritos de guerra aplicándose el escudo a la boca, para que su voz pareciera más terrible. Sí, yo vi entonces las posaderas de los soldados de caballería, que parecían fundidas con sus monturas… ¿Qué ocurrió, pregunto yo? ¿Es que ya no sabemos morir en sangriento combate? Yo vi como regresaban las tropas. ¡Los de caballería también esta vez parecían fundidos con las sillas, voto al diablo…! Los alemanes no fueron derrotados en el campo de batalla. Las espadas los atravesaron metidos en la cama, junto a sus chimeneas…

El dueño con sus ojos saltones miró a los visitantes, volvió la cabeza hacia las ruinas, y su rostro se puso color de ladrillo. Luego sacó lentamente del bolsillo un fajo de tarjetas postales, golpeó con ellas la palma de la otra mano y dijo:

—Ustedes han estado en la ciudad, y por eso les pregunto: ¿han visto algún alemán que pase de los cinco pies y medio? ¿Han oído ustedes, cuando esos proletarios regresan de la fábrica, que alguno de ellos haya tenido la audacia de decir en voz alta “Deutschland”? Pues bien, cuando beben cerveza, se desgañitan hablando del socialismo.

El dueño del restaurante arrojó con hábil movimiento sobre la mesa las tarjetas postales, que se esparcieron en abanico… En todas ellas podía verse al esqueleto: unas veces acompañado de un germano con alitas, y otras, de un soldado del año catorce con toda su impedimenta.

—Veinticinco pfenings, una, y dos marcos cincuenta pfenings, la docena —dijo el gordinflón con despectivo orgullo—. En ningún sitio podrán comprarlas más baratas, son buenas tarjetas hechas antes de la guerra, fotografías en colores. En los ojos del esqueleto se ha puesto papel de oro, eso produce una impresión inolvidable… ¿Creen ustedes que esos cobardes de los burgueses y esos proletarios de cinco pies y medio de altura compran mis tarjetas? ¡Ni hablar…! Como se están poniendo las cosas, voy a tener que fotografiar a Carlos Liebknecht al lado del esqueleto…

El dueño del restaurante, con todo el rostro congestionado, se echó a reír y dijo:

—¡Tendrán que esperar sentados…! Ober, meta en nuestros originales sobres una docena de tarjetas para cada caballero… Sí, sí, hay que adaptarse a los tiempos… Lew mostraré mi patente… El restaurante “El Esqueleto encadenado” venderá esto por centenares… En ello sigo el paso del siglo y no me aparto de mis principios.