Saltaron la baja cerca, rodearon cautelosos el claro que se extendía tras los arbustos y salieron frente a la casa de Stufer. Se detuvieron y cambiaron una mirada, sin comprender lo que ocurría. En el jardín y en la casa reinaban la tranquilidad y el silencio más absolutos. En algunas de las ventanas se veía luz. La gran puerta que daba al jardín estaba abierta. Una suave luz se derramaba en los peldaños de piedra y sobre los enanos de cerámica, medio ocultos en la espesa hierba. En el último peldaño de la terracilla había sentado un gordinflón, tocando quedamente la flauta. A su lado veíase una damajuana. Era el hombre que por la mañana apareciera inopinadamente en el sendero cercano a la emisora y, al oír el disparo, diera la vuelta para huir, con vacilante trotecillo perruno, en dirección a la casa. El hombre reposaba plácidamente, como si nada hubiese ocurrido.
—Vamos —dijo muy bajo Jlínov—. Hay que enterarse.
Wolf gruñó:
—No puede ser que haya fallado el tiro.
Se acercaron a la terracilla. A mitad de camino, Jlínov dijo en voz no muy alta:
—Perdone la molestia… ¿No hay perros aquí?
Stufer bajó la flauta, volvió la cabeza y estiró el cuello, mirando con fijeza las dos vagas figuras.
—Cómo no voy a tenerlos —articuló lentamente—, los tengo, y muy furiosos.
Jlínov le explicó:
—Queríamos ver las ruinas del “Esqueleto encadenado” y nos hemos perdido… Permítanos descansar aquí.
Stufer, por toda respuesta, emitió un mugido inarticulado. Wolf y Jlínov hicieron una leve reverencia y se sentaron en los peldaños inferiores, ambos en guardia, todos los nervios en tensión. Stufer los miraba desde arriba.
—Cuando yo era rico —dijo el fabricante—, por la noche dejábamos sueltos en el jardín perros de presa. No me gustaban ni los sinvergüenzas ni los visitantes nocturnos. (Jlínov, rápido, oprimió el brazo a Wolf, como diciéndole: cállese). Los americanos me han arruinado, y mi jardín es hoy un camino que utilizan los ociosos, aunque en todas partes hay tablillas advirtiendo que se les impondrá una multa de mil marcos. Pero Alemania ha dejado de ser un país en el que se respeten las leyes y la propiedad. Al hombre que alquiló la villa le dije: cerque el jardín con alambre espinoso y ponga un guarda. No me hizo caso, y él mismo tiene la culpa de lo sucedido…
Wolf levantó una piedrecilla, la arrojó a la oscuridad y dijo:
—¿Ha ocurrido algo desagradable por causa de algún visitante nocturno?
—“Desagradable” es una palabra demasiado fuerte, lo que ha ocurrido es cómico. Ha sido esta mañana. En todo caso, mis intereses económicos no se han visto afectados, y yo pienso entregarme a mis entretenimientos.
El gordinflón se llevó la flauta a los labios y emitió algunos penetrantes sonidos.
—En fin de cuentas, ¿qué me importa a mí que viva en la villa o que esté de juerga en Colonia con alguna zorra? Me ha pagado hasta el último pfening… Nadie puede reprocharle nada. Pero ha resultado ser muy nervioso. Durante la guerra hubiera podido acostumbrarse a los disparos de revólver, ¡qué diablos! Hizo las maletas, y ¡abur…! En fin, ¡buen viaje!
—¿Se ha marchado del todo? —preguntó muy alto Jlínov.
Stufer se levantó, pero volvió a sentarse. A la luz que salía de la habitación pudo verse que una sonrisa dilataba su lustrosa mejilla. Su enorme tripa se estremeció.
—¡Así es! Me advirtió que dos caballeros preguntarían si se había marchado. ¡Se ha marchado, se ha marchado, señores míos! Si no lo creen, pasen y les mostraré sus habitaciones. Si son ustedes sus amigos, convénzanse, tengan la bondad… Están ustedes en su derecho, he cobrado por las habitaciones…
Stufer quiso levantarse, pero las piernas no lo sostenían. No hubo forma de sacarle nada de interés. Wolf y Jlínov regresaron a la ciudad. En todo el camino no cambiaron ni una palabra. Sólo al llegar al puente tendido sobre la negra agua, en la que se reflejaba un farol, Wolf se detuvo de pronto y exclamó, apretando los puños:
—¡Qué brujería es ésta! ¡Pero si yo he visto cómo saltaban esquirlas de su cráneo…!
71
Un hombre bajo y grueso, de pelo gris peinado con raya, que llevaba unas gafas de cristales azules para proteger sus ojos enfermos, se encontraba de pie junto a una estufa revestida de azulejos y, gacha la cabeza, escuchaba a Jlínov.
Al principio, Jlínov tomó asiento en el diván, después se acomodó en el poyo de la ventana y terminó yendo y viniendo por aquella pequeña sala de la Embajada soviética.
Hablaba de Garin y de Rolling. Aunque su relato era exacto y coherente, Jlínov se daba cuenta de lo increíble que resultaba aquel cúmulo de acontecimientos.
—Supongamos que Wolf y yo estemos equivocados… Magnífico, nos sentiríamos felices si nuestras conclusiones fueran erróneas. Sin embargo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que ocurra esa catástrofe. A nosotros, sólo debe interesarnos ese cincuenta por ciento. Usted, como embajador, puede persuadir, influir, abrir los ojos a la gente… Todo el asunto es terriblemente grave. El aparato existe. Shelgá lo ha tocado con sus propias manos. Hay que actuar inmediatamente, sin dilación. Dispone usted de un día, a lo sumo. Mañana por la noche se desencadenará la catástrofe. Wolf se ha quedado en K. Hace lo que puede para advertir a los obreros, a los sindicatos, a los habitantes de la ciudad, a la administración de las fábricas. Como es natural… como es natural, nadie lo cree… Incluso usted…
Sin levantar la mirada, el embajador guardó silencio.
—En la redacción de un periódico de aquí se han reído de nosotros hasta desternillarse… En el mejor de los casos, consideran que nos hemos vuelto locos.
Jlínov se apretó la cabeza con las manos; unos revueltos mechones asomaron entre los sucios dedos. Tenía las mejillas chupadas y el rostro polvoriento. Sus ojos, casi blancos, miraban fijos, como si contemplaran una visión de espanto. El embajador lo miró disimuladamente, por encima de las gafas, y preguntó:
—¿Por qué no se dirigieron a mí antes?
—No teníamos pruebas… Conjeturas, deducciones rayanas en el delirio, en la locura… A mí incluso ahora me parece todo, a veces, una pesadilla; me parece que despertaré y respiraré aliviado… Le aseguro que estoy en mi sano juicio. Durante ocho días, Wolf y yo no nos hemos quitado la ropa, no hemos dormido.
Después de unos minutos de silencio, el embajador dijo muy serio:
—Estoy seguro de que no es usted un embustero, camarada Jlínov. Lo más posible es que se hayan dejado dominar ustedes por una obsesión…
Viendo que Jlínov hacía un gesto desesperado, el embajador levantó rápidamente la mano y continuó:
—Sin embargo, me ha convencido eso del cincuenta por ciento. Haré todo lo que esté a mi alcance…
72
El 28 por la mañana podía verse en la plaza de K. unos grupos de ociosos que, desconcertados los unos y presa de temor los otros, discutían unas extrañas proclamas pegadas, con pan mascado, en las paredes de las casas que se alzaban en los cruces.
“Ni las autoridades, ni la administración de las fábricas, ni los sindicatos, nadie ha querido hacer caso de nuestro desesperado llamamiento. Una catástrofe —estamos seguros de ello— amenaza hoy a las fábricas, a la ciudad, a toda la población. Hemos intentado conjurarla, pero los canallas vendidos a los banqueros norteamericanos han resultado inapresables. ¡Salvaos, huid de la ciudad a la llanura! ¡Creednos en nombre de vuestra vida, en nombre de vuestros hijos, en nombre de Dios!”