La policía adivinaba quién había escrito las proclamas y buscaba a Wolf, pero éste había desaparecido. Al mediodía las autoridades municipales publicaron unos bandos en los que advertían no se huyera de la ciudad en ningún caso y prevenían contra el pánico, pues, por lo visto, una banda de granujas pensaba saquear aquella noche las casas abandonadas.
“Ciudadanos, os engañan. Tened sentido común. Los granujas serán descubiertos y detenidos hoy mismo y se procederá con ellos con todo el rigor de la ley”.
Aquello hizo efecto: el inquietante enigma resultó por demás sencillo. Los ociosos se tranquilizaron en seguida, y bromeaban: “Lo tenían bien pensado. Los zorros esos hubieran saqueado esta noche a discreción las tiendas y las casas. ¡Ja, ja! Y los tontos de nosotros hubiéramos pasado toda la noche, temblando de miedo, en la llanura”.
Llegó la tarde, una tarde como miles de otras, que encendió las ventanas de la ciudad con la luz del ocaso. Se tranquilizaron los pájaros en los árboles. En las húmedas orillas del río croaron las ranas. El reloj de la iglesia de ladrillo tocó el Wacht am Rhein para hacer rabiar a los cochinos franceses, y luego dio las ocho. La luz fluía apacible por las ventanas de los bares, y los parroquianos, sin apresurarse, bañaban sus mostachos en espuma de cerveza. Se tranquilizó también el dueño del restaurante “El esqueleto encadenado”: dio unas vueltas por la vacía terraza, maldijo al gobierno, a los socialistas y a los judíos, ordenó cerrar los postigos y, en bicicleta, bajó a la ciudad a pasar la noche con su amante.
A aquella misma hora, un automóvil con los faros apagados rodaba veloz, casi en silencio, por un abrupto camino abierto en la vertiente occidental de los cerros. Acababa de anochecer. Las estrellas brillaban aún débilmente, y tras los montes se extendía un frío resplandor: salía la luna. En la llanura se encendían, ya aquí, ya allá, luces amarillentas. Sólo en las fábricas seguía bullendo la vida.
Wolf y Jlínov estaban sentados al borde del barranco, donde terminaban las ruinas del castillo. Habían registrado una vez más todos los escondrijos, habían subido a la cuadrada torre, sin hallar en ninguna parte el menor indicio de los preparativos de Garin. Por un instante, se les antojó que a lo lejos pasaba un automóvil. Aguzaron el oído y la vista. En la noche, tranquila, flotaba la fragancia de la antigua quietud de la Tierra. El movimiento de las capas del aire traía, de vez en cuando, la humedad de las flores que crecían al pie de las colinas.
—He consultado el mapa —dijo Jlínov—; si bajamos en dirección oeste, cruzaremos el ferrocarril en el apeadero donde se detiene el tren correo a las cinco treinta. No creo que allí haya también policía.
Wolf respondió:
—¡Qué ridícula y neciamente ha concluido esto! Ha pasado muy poco tiempo desde que el hombre dejó de andar a cuatro pies, aún gravitan demasiado sobre él millones de siglos de animalidad e ignorancia. La masa humana es terrible cuando no la guía un gran ideal. No se puede dejar a los hombres sin dirigentes. Sienten el deseo de andar otra vez a cuatro pies.
—¿Qué le pasa, Wolf…?
—Estoy cansado —Wolf se había sentado en un montón de piedras, apoyado en los puños su cuadrado mentón—. ¿Acaso pudo usted imaginarse por un instante que el día veintiocho nos buscarían como si fuéramos unos granujas, unos bandidos? ¡Si hubiera usted visto cómo se miraban las autoridades cuando me esforzaba en convencerlas…! ¡Pero qué idiota soy! Lo malo es que tenían razón. Nunca sabrán lo que les amenazaba…
—Si no hubiera sido por su disparo, Wolf…
—¡Diablos…! Si no hubiera fallado el tiro… Estoy dispuesto a pasar diez años en presidio con tal de demostrar a esos idiotas…
La voz de Wolf resonaba con fuerza en las ruinas. A treinta pasos de ellos, Garin avanzaba sigiloso, al favor de la sombra de un muro casi derruido, del mismo modo que el cazador repta furtivo hacia el lugar donde cantan los urogallos. Garin distinguía nítidamente las siluetas de los dos hombres al borde del barranco y oía cada una de sus palabras. El espacio despejado entre el final del muro y la torre lo cruzó a rastras. Allí donde la abovedada cueva del “Esqueleto encadenado” se unía al pie de la torre, había restos de una columna de asperón. Garin se ocultó tras ella. Se oyó un ruido como de piedras movidas y un chirrido análogo al que pudiera producir una herrumbrosa plancha de hierro. Wolf se levantó de un salto, preguntando:
—¿Ha oído usted?
Jlínov miró hacia el montón de piedras junto al que Garin penetrara en el sótano. Corrieron allí. Dieron la vuelta a la torre.
—Aquí hay zorros —dijo Wolf.
—No, ha sido más bien el grito de un pájaro nocturno.
—Vámonos de aquí. Empezamos ya a sufrir alucinaciones…
Cuando se acercaban a la empinada trocha que llevaba de las ruinas al camino abierto en los cerros, oyeron otro ruido: como si algo hubiera caído y rodado. Wolf se estremeció. Estuvieron largo rato escuchando, contenida la respiración. Parecía que el propio silencio zumbaba en los oídos. “Duermo, duermo”, decía breve y tiernamente, ya lejos, ya cerca, muy bajo, un invisible chotacabras.
—Vamos.
—Sí, estamos haciendo el tonto.
Esta vez se alejaron decididamente, sin volver la cabeza, pendiente abajo. Esto salvó la vida a uno de ellos.
73
Wolf no estaba del todo equivocado cuando dijo haber visto que del cráneo de Garin saltaron unas esquirlas. Cuando Garin dejó por unos segundos de hablar ante el micrófono y extendió la mano para coger el cigarro, que humeaba en el borde de la mesa, el auricular de ebonita que apretaba al oído para controlar su voz durante la emisión saltó repentinamente hecho añicos. Al mismo tiempo, oyó un seco disparo y sintió un agudo dolor en la parte izquierda del cráneo. Inmediatamente cayó al suelo sobre un costado, se tendió de bruces y quedó inmóvil. Luego percibió los chillidos de Stufer y unas pisadas que se alejaban corriendo.
Unas dos horas más tarde, cuando se precipitaba en el coche a Colonia, se preguntó: “¿Quién habrá sido, Rolling o Shelgá?” La conversación de aquellos dos hombres al borde del barranco le descubrió el acertijo. Shelgá era un águila. Pero ¡caramba!, no estaba bien recurrir a golpes prohibidos…
Garin apartó el cascote de columna, que tapaba la herrumbrosa plancha, se metió bajo tierra y, alumbrándose con una linterna de bolsillo, llegó por unos destruidos peldaños al “saco de piedra”, a la celda abierta en el muro de la torre levantada por los normandos. Era una sorda mazmorra de dos pasos y medio de largo y otro tanto de ancho. En la pared se conservaban unas argollas de bronce y cadenas. Junto al muro opuesto veíase la máquina, descansando en burdos caballetes de madera. Al pie había cuatro botes de hojalata con dinamita. Ante el cañón de la máquina, el muro mostraba un orificio que el “Esqueleto encadenado” tapaba por afuera.
Garin apagó la linterna, apartó a un lado el cañón y, metiendo la mano en el orificio, derribó el esqueleto. La calavera rodó por el suelo. El orificio dejaba ver las luces de las fábricas. Garin tenía buena vista. Distinguió hasta las diminutas figuras humanas que se movían entre los pabellones. Todo su cuerpo temblaba. Apretaba con fuerza los dientes. No suponía que pudiera serle tan difícil afrontar el instante aquel. De nuevo enfiló hacia el orificio el cañón de la máquina. Quitó la tapa trasera y examinó las bujías de carbón. Todo aquello lo tenía preparado desde hacía una semana. La segunda máquina y el viejo modelo estaban abajo, en el bosque, donde había ocultado el automóvil.
Garin cerró la tapa y descansó la mano en la manivela de la magneto que encendía automáticamente las bujías de carbón. Temblaba de pies a cabeza. No era remordimiento de conciencia (¡de qué conciencia podía hablarse después de la guerra mundial!), ni miedo (no podía tenerlo un hombre tan frívolo), ni compasión hacia la gente condenada a morir (estaba demasiado lejos), lo que la hacía sentir ya frío, ya calor. Comprendía con una nitidez horripilante que bastaba con que diese una vuelta a aquella manivela para convertirse en un enemigo de la humanidad. Lo que experimentaba era la sensación, puramente estética, de la importancia del momento.