Quitó la mano de la máquina y la hundió en el bolsillo, buscando un cigarro. Su excitado cerebro apreció aquel movimiento de la mano: “Das largas, te deleitas, estás loco…”
Garin hizo funcionar la magneto. En la máquina crepitó la llama. El ingeniero hizo girar lentamente el tornillo micrométrico.
74
Jlínov fue quien primero vio la extraña mancha de luz que apareciera en lo alto del cielo.
—Mire, otra —dijo en voz baja.
Wolf y Jlínov se detuvieron a mitad del camino, al borde del barranco, y miraban hacia arriba, levantada la cabeza. Más abajo de la primera mancha de fuego, sobre las siluetas de los árboles, se encendió otra y, despidiendo chispas como una bengala moribunda, empezó a descender…
—Son pájaros que arden —balbuceó Wolf—, mire. Sobre el bosque, destacando en la clara franja del cielo, volaba precipitadamente, moviendo extrañamente las alas un chotacabras, quizás el que antes gritara: “Duermo, duermo”. El ave se inflamó, dio una vuelta y cayó como una piedra.
—Tropiezan con el cable.
—¿Con qué cable?
—¿Acaso no lo ve usted, Wolf?
Jlínov señaló hacia un hilo luminoso, recto como una aguja. Partía de arriba, de las ruinas, en dirección a las fábricas. Su camino lo marcaban las hojas que ardían y los cuerpecillos abrasados de las avecitas. El hilo lucía ya con gran claridad, pues gran parte de él cortaba el negro muro de los pinos.
—¡Desciende! —gritó Wolf, y no pudo decir nada más.
Ambos comprendieron que hilo era aquél. Petrificados, no podían hacer otra cosa que seguir con la mirada su dirección. El primer golpe lo descargó el rayo sobre una chimenea, que vaciló, se partió por la mitad y se vino abajo. Pero aquello estaba muy lejos y no se oyó el estruendo de la caída.
Casi inmediatamente, a la izquierda de la chimenea se elevó una nube de vapor por encima del tejado de un largo edificio y, tomando un tinte rosado, se mezcló con el negro humo. Más a la izquierda había un pabellón de cinco pisos. Repentinamente se apagaron las luces en todas las ventanas. De arriba abajo corrió por toda la fachada un ziz-zag de fuego, otro, otro…
Jlínov gritó horrorizado… El edificio se derrumbó. y espesas nubes de humo envolvieron su esqueleto.
Wolf y Jlínov, salieron de su estupor, corrieron de nuevo montaña arriba, hacia las ruinas del castillo. Cruzando el serpeante camino, trepaban la empinada ladera cubierta de matorrales y bosque. Caían, resbalaban, rugían, blasfemaban, uno en ruso y el otro en alemán. Y de pronto llegó hasta ellos un sonido sordo, como si la tierra hubiera lanzado un suspiro.
Volvieron la cabeza. Desde allí se veía toda la fábrica, que se extendía a varios kilómetros. La mitad de los edificios ardían como casitas de cartón. Abajo, junto a la misma ciudad, brotó, como un hongo, una columna de humo gris amarillento. El rayo del hiperboloide danzaba frenético entre aquel caos de ruinas, buscando su objetivo principaclass="underline" los almacenes de explosivos. El resplandor del incendio cubría medio cielo. Nubes de humo y haces de chispas —amarillos, parduscos y argentados— se elevaban por encima de las montañas.
—¡Ay, hemos hecho tarde! —gritó Wolf.
Se veía cómo por las blancas cintas de las carreteras se arrastraba desde la ciudad una masa viva. La franja del río, que reflejaba todo el inmenso incendio, parecía picada de viruelas, por la gran fusión de puntitos negros. Era la población, que intentaba salvarse, huyendo hacia la llanura.
—¡Hemos hecho tarde, hemos hecho tarde! —gritaba Wolf, y por su barbilla corrían, mezclándose, sangre y espumarajos.
Ya era tarde para salvarse. El herboso campo entre la ciudad y la fábrica, cubierto de largas filas de techumbres de teja, se levantó repentinamente. La tierra pareció hincharse. Aquello fue lo primero que vieron los ojos. Al instante, de debajo del suelo salieron furiosas, por las grietas, enormes llamas. Un segundo después surgía de ellas una columna de fuego y de gas. La intensidad de su resplandor era algo inconcebible. El cielo pareció volar hacia arriba sobre toda la llanura. Una luz verde rosada inundó el espacio. En ella, como en los eclipses de sol, se pudo ver con toda nitidez cada ramita, cada matojo de hierba, los riscos y dos petrificados y pálidos rostros humanos.
Sonó una explosión. Retumbó el espació. Rugió la tierra al abrir sus fauces. Se estremecieron los montes. Un huracán sacudió y dobló los árboles. Volaron piedras y ascuas. Las nubes de humo cubrieron también la llanura.
Todo se puso oscuro, y en medio de las tinieblas retumbó una explosión más terrible todavía que la primera. Una sombría luz del color de la herrumbre y turbia como el pus saturó el aire, lleno de humo.
El viento, las piedras y las ramas desgajadas derribaron a Jlínov y a Wolf, haciéndoles rodar pendiente abajo.
75
—Capitán Jansen, quisiera bajar a tierra.
—A sus órdenes.
—Quisiera que me acompañase usted.
Jansen se sonrojó de placer. Al minuto, una lancha de seis remos se descolgaba del “Arizona”, posándose en la transparente agua. Tres marinos de bronceada piel se deslizaron por las maromas a los bancos de la lancha. Levantaron los remos y quedaron inmóviles.
Jansen esperaba junto a la pasarela. Zoya remoloneaba, mirando distraída los contornos, oscilantes en el caldeado aire, de Nápoles, que ascendía formando tenazas: miraba los rojos muros y torres de la antigua fortaleza y la cima del Vesubio, que despedía perezosamente su humo. No hacía ni un pelillo de viento, y el mar parecía un espejo.
Multitud de barcas surcaban perezosas la bahía. Una de ellas la impulsaba, con un remo en popa, un viejo muy alto que parecía un dibujo de Miguel Ángel. Su blanca barba caía sobre una oscura capa toda desgarrada y llena de remiendos; sus grises rizos, alborotados, semejaban una corona. El anciano llevaba terciado un zurrón.
Era Peppo, un pordiosero a quien todo el mundo conocía.
Peppo salía a pedir limosna en una barca de su propiedad. La víspera, Zoya le había arrojado desde el “Arizona” un billete de cien dólares. El mendigo de nuevo se dirigía al yate. Peppo era el último romántico de la vieja Italia, amado por los dioses y las musas. Todo aquello se había marchado para no volver. Nadie lloraba ya contemplando con feliz mirada las viejas piedras. Habían perecido en los campos de batalla los pintores que daban a Peppo una sonora moneda de oro para que posase, en Pompeya, entre las ruinas de la casa de Cecilio Jucundus. El mundo era muy aburrido.
Moviendo lentamente el remo, Peppo deslizó la barca a lo largo del casco del “Arizona”, verdoso por los reflejos del mar, levantó su cara arrugada y de tupidas cejas, bella como una medalla, y tendió la mano, pidiendo una ofrenda. Zoya, doblándose sobre la borda, le preguntó en italiano:
—Adivina, Peppo, ¿pares o nones?
—Pares, signora.
Zoya echó a la barca del viejo un fajo de flamantes billetes.
—Muchas gracias, bella signora —pronunció Peppo con el empaque de un rey.
No había por qué demorar más. Zoya se había dicho que si el viejo mendigo llegaba en su barca y respondía “pares”, todo marcharía bien.
Sin embargo, la acometían angustiosos presentimientos: ¿y si en el hotel “Splendid” la estaba esperando la policía? Pero una voz imperiosa sonaba en sus oídos: “…Si precia la vida de su amigo…” No había otra alternativa.