Выбрать главу

Zoya bajó a la lancha. Jansen se sentó al timón, los remos hendieron el agua, y el muelle de Santa Lucía voló al encuentro: casas con escaleras exteriores, ropa y trapos tendidos en cuerdas, estrechas callejas que subían, escalonándose, hacia la montaña, niños medio desnudos, mujeres a la puerta de sus casas, cabras de rojizo pelo, puestos de venta de ostras junto al agua misma y redes de pescar extendidas sobre el granito.

En cuanto la lancha rozó el verdoso zampeado del atracadero, de arriba, por los peldaños, se precipitó un tropel de golfillos, de vendedores de corales y broches y de mozos de hotel. Haciendo restallar sus látigos gritaban aurigas entronizados en los pescantes de coches de dos caballos; unos niños medio desnudos daban volatines y pedían con voz chillona unas monedas de cobre a la bella forastera.

—Al “Splendid” —dijo Zoya, montando con Jansen en un coche de alquiler.

76

Zoya preguntó al portero del hotel si había correspondencia para madame Lamolle. Le entregaron un radiotelefonograma sin firma: “Espere hasta el sábado por la tarde”. Zoya se encogió de hombros, pidió que le reservaran habitaciones y se fue con Jansen a recorrer la ciudad. El marino le propuso ir a un museo.

Zoya deslizaba su aburrida mirada por las beldades del Renacimiento, inmóviles por los siglos de los siglos. Iban cargadas de rígido brocado, no se cortaban el pelo, por lo visto no se bañaban todos los días y se ufanaban de sus hombros y caderas, tan exuberantes que darían vergüenza a cualquier verdulera de París. Aún infundían mayor tedio las cabezas de mármol de los emperadores, las caras de verdoso bronce, que deberían estar sepultas… Hastiaba también la infantil pornografía de los frescos de Pompeya. Sí, en los tiempos de la antigua Roma y del Renacimiento tenían mal gusto. No percibían el cosquilleante sabor del cinismo. Se contentaban bebiendo vino bautizado, se besaban calmosamente con virtuosas mujeres de opulentas carnes y se enorgullecían de sus músculos y de su valentía. Llenos de respeto arrastraban en pos suyo los siglos idos. No sabían lo que era hacer doscientos kilómetros por hora en un coche de carreras, ni, con la ayuda del automóvil, del aeroplano, de la electricidad, del teléfono, de la radio, del ascensor, del modisto y del talonario de cheques (con un cheque se podía recibir en quince minutos más oro que valía toda la Roma antigua), exprimirle a cada minuto de la vida hasta la última gota de placer.

—Jansen —dijo Zoya al capitán, que la seguía a medio paso de distancia, erguido, broncíneo, todo de blanco, muy planchado y dispuesto a cualquier locura—. Jansen, estamos perdiendo el tiempo, yo me aburro.

Fueron a un restaurante. Entre plato y plato, Zoya se levantaba, y descansando en los hombros de Jansen su desnudo y torneado brazo, bailaba con expresión ausente, entornados los ojos. Había hecho “furor” y todos se fijaban en ella. El baile despertaba el apetito y la sed. Al capitán le temblaban las aletas de la nariz, y no apartaba la vista del plato por temor a que el brillo de sus ojos lo delatara. Ahora sabía cómo eran las amantes de los millonarios. Su mano nunca había palpado en el baile una espalda tan tersa, tan larga, tan vibrátil, y su nariz jamás había aspirado una fragancia como la de aquella piel y aquella esencia. ¿Y su voz? Tan cantarina, tan burlona… ¡Qué inteligente era…! ¡Qué elegante…!

Cuando salieron del restaurante, Jansen preguntó:

—¿Dónde me ordena que pase esta noche, en el yate o en el hotel?

Zoya le lanzó una mirada rápida y extraña, y volvió la cabeza inmediatamente, sin contestar.

77

El vino y el baile habían embriagado a Zoya. ¡Oh, la, la! ¡como si tuviera que dar cuenta a alguien!”. Al trasponer la puerta del hotel, se apoyó en el pétreo brazo de Jansen. En la negra cara napolitana del portero apareció una asquerosa sonrisa cuando les entregaba la llave. Zoya preguntó recelosa:

—¿Hay alguna novedad?

—¡Oh, ninguna, señora!

Zoya dijo a Jansen:

—¡Vaya a la sala de fumar, encienda un cigarrillo, y si no está cansado de charlar conmigo, le telefonearé…!

Zoya se alejó graciosa como un hada por la roja alfombra de la escalera. Jansen quedó abajo. Al llegar al recodo, ella volvió la cabeza y sonrió. Jansen, tambaleándose como si estuviera borracho, se dirigió a la sala de fumar y se sentó junto al teléfono. Encendió un cigarrillo, porque así lo había ordenado ella. Recostándose en su asiento, se imaginó:

…Ha entrado en la habitación… Se ha quitado el sombrero y su abrigo blanco de lanilla. Sin precipitarse, con movimientos perezosos y ligeramente torpes, como los de una niña, ha empezado a desnudarse… El vestido ha caído al suelo, y ella ha pasado por encima de él. Se ha detenido ante el espejo… Tentadora, contempla con sus grandes pupilas la imagen reflejada en el cristal… No se apresura; no, así son las mujeres… ¡Oh, el capitán Jansen sabe esperar…! Su teléfono descansa en la mesita de noche… Por consiguiente, Jansen la verá en la cama… Ella se incorpora sobre un codo, tiende la mano hacia el aparato…

Pero el teléfono no sonaba. Jansen cerró los ojos, para no ver el maldito aparato… ¡Puf!, no estaba bien eso de enamorarse como un colegial…! ¿Y si de pronto ella cambiaba de parecer? Jansen se levantó de un salto. Ante él se encontraba Rolling. Toda la sangre del capitán afluyó a su rostro.

—Capitán Jansen —dijo Rolling con voz chirriante—. Le agradezco su atención por madame Lamolle, pero hoy ya no le necesita más. Le invito a que se reintegre al cumplimiento de sus funciones…

—A sus órdenes —articuló con dificultad Jansen.

Rolling había cambiado mucho en el último mes: su color era terroso, tenía los ojos muy hundidos y una negruzca pelambre cubría sus mejillas. Llevaba una gruesa chaqueta con los bolsillos muy prominentes, atiborrados de billetes y de talonarios de cheques…, “Si le diera con la izquierda en la sien y con la derecha un buen cross en la mandíbula, le sacaría el alma del cuerpo a este sapo… se dijo Jansen, y sus puños de hierro se crisparon, movidos por el odio. Si en aquel instante hubiera estado allí Zoya, habría bastado una mirada suya para que de Rolling sólo quedase un saco de huesos.

—Dentro de una hora estaré en el “Arizona” —dijo imperioso Rolling, frunciendo el ceño.

Jansen tomó la gorra de la mesa, se la caló hasta las cejas y salió. De un salto montó en un coche de alquiler:

“¡Al muelle!” Le pareció que cada transeúnte sonreía burlón, mirándolo: “¿Qué —parecía decirle— te han soltado un par de bofetadas?” Jansen largó al cochero un puñado de monedas de cobre y saltó a la lancha: “Remad, hijos de perra”. Subió rápido la pasarela y gritó al segundo: “¡La cubierta parece un establo!” Luego se encerró con llave en su camarote y, sin quitarse la gorra, se desplomó en la cama. Rugía quedamente.

A la hora exacta se oyó al marinero de guardia, a quien respondió desde el agua una voz débil. Crujió la pasarela. El segundo gritó con voz alegre y sonora:

—¡Todos a cubierta!

Había llegado el amo. La única forma de salvar los restos del amor propio era recibir a Rolling como si en la orilla no hubiese ocurrido nada. Jansen salió muy digno y tranquilo al puente de mando. Rolling subió allí y, después de escuchar el parte de Jansen, dándole cuenta de que el yate se encontraba en excelente estado, estrechó la mano al capitán. Las formalidades oficiales habían sido cumplidas. Pequeñajo, con trazas de paleto, vistiendo un oscuro y grueso traje que era un insulto a la elegancia del “Arizona” y al bello firmamento de Nápoles, Rolling encendió un cigarro puro.