Era ya medianoche. Entre los mástiles y las vergas titilaban las constelaciones. Las luces de la ciudad y de los barcos se reflejaban en el agua de la bahía, negra como el basalto. Aulló, para enmudecer al punto, la sirena de un pequeño remolcador. A lo lejos se mecieron unas aceitosas franjas de luz.
Rolling parecía absorto con su cigarro: lo olfateaba de vez en cuando y despedía el humo hacia donde se encontraba el capitán. Jansen, los brazos pegados al cuerpo, estaba plantado ante él con aire muy oficial.
—Madame Lamolle ha preferido quedarse en tierra —dijo Rolling—. Es un capricho, pero los americanos siempre respetamos la voluntad de las mujeres, incluso cuando se trata de una evidente locura.
El capitán se vio obligado a inclinar la cabeza, aprobando lo que decía el dueño. Rolling se llevó a los labios la mano izquierda y se chupó la piel.
—Yo me quedaré en el yate hasta que amanezca, aunque es posible que pase todo el día de mañana… No quisiera que mi permanencia aquí fuese mal interpretada… (Después de chuparse otra vez la piel, acercó la mano a la luz que salía por la abierta puerta del camarote.) Sí, como le digo…, no quisiera que fuese mal interpretado… (Jansen miró la mano del amo y vio en ella unos arañazos.) Voy a satisfacer su curiosidad: Espero en el yate a un señor. Él no sabe que estoy aquí. Debe llegar de un momento a otro. Ordene que se me avise, en cuanto lo tomen a bordo. Buenas noches.
A Jansen le ardía la cabeza. Se esforzaba por comprender lo que había pasado. Madame Lamolle se había quedado en tierra. ¿Por qué? Un capricho… ¿Y si lo estaba esperando a él? Aquellos sangrantes arañazos en la mano del amo… Algo había ocurrido… ¿Y si ella yacía en la cama degollada? ¿Y si la habían echado, metida en un saco, al fondo de la bahía? Los multimillonarios no se andaban con chiquitas.
A la hora de cenar, Jansen pidió un vaso de whisky puro para aclarar su cerebro. El segundo hablaba de la sensacional noticia que traían los periódicos: una monstruosa explosión en las fábricas alemanas de la compañía de anilinas había destruido la ciudad cercana y había costado la vida a más de dos mil personas.
El segundo decía:
—El patrón tiene una suerte loca. Con lo que le dé esa catástrofe podrá comprar a Alemania entera, con tripas y todo, con los Hohenzollern y los socialdemócratas. ¡Bebo a la salud del patrón!
Jansen se llevó los periódicos a su camarote y leyó atentamente la descripción del siniestro y distintas conjeturas, a cual más necia, acerca de sus causas. El nombre de Rolling figuraba en todas las columnas. En la sección de modas se indicaba que en la próxima temporada lo más chic sería gastar barba corrida y bombín alto en vez de sombrero de fieltro. En el Excelsior figuraba en primera plana una fotografía del “Arizona” y, en un óvalo, la encantadora cabecita de madame Lamolle. Mirándola, Jansen perdió su presencia de ánimo. Su inquietud iba en aumento.
A las dos de la madrugada, el capitán salió del camarote y vio a Rolling en la cubierta superior, acomodado en un sillón. Jansen volvió al camarote. Se quitó el uniforme y la ropa interior, se puso un ligero traje de lana fina y metió la gorra, los zapatos y la cartera en un saco de goma. La campana del barco dio las tres. Rolling seguía repantigado en el sillón. A las cuatro aún no se había movido de allí, pero su silueta, con la cabeza hundida en los hombros, parecía inanimada: Rolling dormía. Unos segundos más tarde, Jansen se deslizaba silencioso al agua por la cadena del ancla y nadaba hacia el muelle.
78
—Madame Zoya, no se moleste en vano, hemos cortado el teléfono y los timbres.
Zoya volvió a sentarse en el borde de la cama. Una sonrisa colérica y nerviosa crispaba sus labios. Stas Tyklinski, hundido en una butaca, en medio de la habitación, se atusaba el mostacho y contemplaba sus zapatos de charol. No se atrevía a fumar, pues Zoya se lo había prohibido categóricamente y Rolling le había ordenado, muy riguroso, que fuera cortés con la dama aquella.
El polaco quiso contar a Zoya sus aventuran amorosas en Varsovia y en París, pero ella le miró con tanto desprecio, que la lengua se le paralizó. No había más remedio que callar. Eran ya casi las cinco. Todos los intentos de Zoya para escapar, engañarlo o seducirlo habían sido infructuosos.
—De todos modos —dijo Zoya—, daré parte a la policía.
—La servidumbre del hotel ha sido comprada, le hemos dado mucho dinero.
—Saltaré el cristal de la ventana y gritaré cuando en la calle haya mucha gente.
—Eso también está previsto. Hemos pagado a un médico para que certifique que sufre usted ataques de nervios. Para el mundo exterior, madame, se encuentra usted, por así decirlo, en la situación de una mujer que ha tratado de engañar a su marido. Está usted fuera de la ley. Nadie la socorrerá ni la creerá. Estése quietecita.
Zoya hizo crujir sus dedos y dijo en ruso:
—¡Canalla! Polaco miserable. Lacayo. Cerdo.
Tyklinski infló las mejillas, erizando el bigote, pero, como se le había ordenado que no respondiese a los insultos, se limitó a gruñir.
—¡Ya sabemos cómo se expresan las mujeres cuando su cacareada belleza no surte efecto! La compadezco, madame. Pero tendremos que pasar un día o dos juntos, tête-á-tête. Mejor haría metiéndose en la cama y calmando sus nervios… Duerma, madame, duerma usted.
Con gran asombro de Tyklinski, esta vez Zoya le hizo caso. Se quitó los zapatitos, se tendió, ahuecó las almohadas y cerró los ojos.
Por entre las pestañas veía el grueso y enojado rostro de Tyklinski, que la observaba atento. Zoya bostezó una vez, otra, y puso la mano bajo su mejilla.
—Estoy cansada, sea lo que Dios quiera —dijo muy quedo y volvió a bostezar.
Tyklinski se repantigó en el sillón. Zoya respiraba acompasadamente. Al cabo de un rato, el polaco empezó a restregarse los ojos. Se levantó, dio unos pasos por la habitación y se apoyó en el marco de la puerta. Por lo visto, había resuelto montar la guardia de pie.
Tyklinski era tonto. Zoya le había sonsacado todo lo que deseaba saber y estaba esperando a que se durmiera. Se hacía difícil permanecer plantado junto a la puerta. Tyklinski examinó una vez más la cerradura y volvió a su sillón.
Un minuto después se le abría la boca, colgante la fláccida papada. Zoya se levantó sigilosa. Con rápido movimiento le sacó del bolsillo del chaleco la llave. Agarró los zapatos. Metió la llave en el ojo de la cerradura, pero esta chirrió inesperadamente.
Tyklinski gritó, como en una pesadilla: “¿Quién? ¿Qué?” Se levantó de un salto. Zoya abrió la puerta. El polaco la sujetó por los hombros. Ella le clavó inmediatamente los dientes en la mano, experimentando un verdadero deleite al desgarrarle la piel.
—¡Hija de perra, so puta! —vociferó en polaco Tyklinski.
De un rodillazo en la cintura, derribó a Zoya. Luego, al mismo tiempo que, empujando con el pie, la apartaba hacia dentro de la habitación, intentó cerrar la puerta. Pero algo lo impedía. Zoya vio que su cuello se ponía encendido por el esfuerzo.
—¿Quién hay ahí? —preguntó ronco Tyklinski. empujando con el hombro.
Pero sus pies resbalaban por el entarimado, y la puerta se iba abriendo poco a poco. El polaco se echó mano al bolsillo trasero del pantalón para sacar el revólver, pero, de pronto, salió disparado al centro de la habitación.
En el dintel de la puerta apareció Jansen. El mojado traje se pegaba a su musculoso cuerpo. Por un segundo miró a la cara a Tyklinski. Impetuosamente, como si cayera, se lanzó adelante. El golpe destinado a Rolling descargó sobre el polaco. Fue un doble golpe: un directo, con todo el peso del cuerpo, en el puente de la nariz y un terrible uppercut a la mandíbula. Tyklinski se desplomó en la alfombra sin decir ni pío, con el rostro magullado y sangrante.