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Jansen se volvió hacía madame Lamolle. Todos sus músculos vibraban.

—A sus órdenes, madame Lamolle.

—Jansen, al yate cuanto antes.

—A sus órdenes.

Como aquella misma noche en el restaurante, Zoya descansó el brazo en los hombros de Jansen. Sin besarlo, acercó la boca hasta casi tocar los labios del capitán, y musitó:

—La lucha sólo ha empezado, Jansen. Lo más peligroso está aún por venir.

—A sus órdenes.

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—¡De prisa, más de prisa, cochero…! La escucho, madame Lamolle… Así, pues… mientras yo esperaba en el fumadero…

—Subí a la habitación. Me quité el sombrero y el abrigo…

—Ya lo sé.

—¿De dónde?

La mano de Jansen tembló, descansando sobre la espalda de Zoya. Ella respondió con un movimiento zalamero.

—No me di cuenta de que el armario que tapaba la puerta de la habitación vecina, había sido movido de su sitio. Antes de que pudiera acercarme al espejo, se abrió la puerta y vi ante mi a Rolling… Yo sabía que la víspera se encontraba en París. Sabía también que el solo pensamiento de volar en avión lo horrorizaba… Si había venido era porque se trataba verdaderamente de una cuestión de vida o muerte… Ahora comprendo lo que proyecta… Pero entonces no lo vi claro porque la cólera nubló mi razón. Quería engañarme, tenderme una trampa… No sé yo misma lo que le dije… Se tapó los oídos y salió…

—Bajó a la sala de fumar y me ordenó que regresara al yate…

—Sí… ¡Qué tonta soy…! La culpa fue del baile, el vino y demás tonterías… Sí, sí, querido amigo, cuando se quiere luchar hay que dejarse de tonterías… Volvió a los dos o tres minutos. Le pedí explicaciones… Con una insolencia que nunca había empleado conmigo, me dijo: “No tengo por qué darle explicaciones; permanecerá en esta habitación hasta que yo la deje salir…” Le di una mano de bofetadas…

—¡Es usted toda una mujer! —exclamó Jansen con admiración.

—No, querido amigo, esa fue la segunda tontería que hice. ¡Pero qué cobarde…! Aguantó cuatro bofetadas… Los labios le temblaban… Quiso parar mi mano, pero le costó caro… Por fin cometí la tontería número tres: me eché a llorar…

—¡Oh, canalla, canalla…!

—…Espere, Jansen… Por idiosincrasia, Rolling no puede soportar las lágrimas, eso lo pone malo… Hubiera preferido cuarenta bofetadas más… Entonces llamo al polaco, que esperaba tras la puerta. Lo tenían todo convenido. El polaco se acomodó en una butaca. Rolling me dijo: “En caso extremo, Tyklinski tiene orden de disparar”. Y se marchó. Yo la emprendí con el polaco. Una hora después tenía ya claro, en todos sus detalles, el pérfido plan de Rolling. Jansen, querido, está en juego mi felicidad… Si usted no me ayuda, estoy perdida… ¡Dele prisa al cochero, dele prisa…!

El coche entró en el puerto, desierto a hora tan temprana —no había amanecido aún— y se detuvo junto a la escalera de granito, al pie de la cual crujían y chirriaban unas lanchas, meciéndose en la negra y grasienta agua.

Poco después, Jansen, llevando en brazos su preciosa carga, subió silencioso al “Arizona” por una escala de cuerda que pendía de la popa.

80

Rolling se despertó a causa del matinal frescor. La cubierta aparecía mojada. Habían empalidecido ya los fanales de los mástiles. El puerto y la ciudad se hallaban aún sumidos en la sombra, pero el humo sobre el Vesubio tenía ya un tinte rosado.

Rolling examinó las luces del puerto y las siluetas de los barcos. Se acercó al marinero de guardia y se plantó a su lado. Soltó un resoplido. Luego subió al puesto de mando. Inmediatamente salió de su camarote Jansen, fresco, limpio, muy planchado. Le dio los buenos días. Rolling soltó un resoplido un poco más cortés que el dirigido al marinero de guardia.

El rey de la industria química guardó silencio largo rato, dando vueltas en sus dedos a un botón de la chaqueta. Era aquella una fea costumbre que Zoya había querido quitarle. A Rolling todo le importaba ya un bledo. Además, estaba seguro de que en la próxima temporada sería moda en París retorcer los botones. Los sastres idearían incluso unos botones especiales para tal fin.

Rolling preguntó con voz seca:

—Los ahogados, ¿salen a flote?

—Cuando no se les ata un peso —respondió tranquilo Jansen.

—Lo que yo pregunto es si se considera que uno se ha ahogado cuando se lo traga el mar.

—Suele ocurrir que un movimiento en falso, las olas, o cualquier otra eventualidad hagan que la gente se hunda. Todo eso se considera del mismo modo. Por lo común, las autoridades no meten en ello sus narices.

Rolling se encogió de hombros.

—Eso es todo lo que quería saber acerca de los ahogados. Voy a mi camarote. Si se acerca una lancha, no digan, lo repito una vez más, que estoy aquí. Tomen a bordo al hombre que venga en ella y avísenme.

Rolling se alejó. Jansen volvió a entrar en su camarote, donde, tras unas cortinas azules bien corridas, Zoya dormía en la litera del capitán.

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Entre las ocho y las nueve, se acercó al “Arizona” una barca. Iba en ella un alegre y haraposo tipo, que, dejando de remar, gritó:

—¡Aló…! ¿Es este yate el “Arizona”?

—Supongamos que sea así —respondió un marino danés, inclinándose sobre la falsa borda.

—¿Se encuentra a bordo un tal Rolling?

—Supongamos que sí.

El tipo de la barca sonrió, mostrando una magnífica dentadura.

—Ahí va eso.

El hombre arrojó hábilmente a la cubierta una carta y, chasqueando la lengua, dijo:

—¡Oye, marinero, atún en salmuera, échame un cigarro!

Mientras el danés pensaba qué tirarle a la cabeza, el otro se había apartado ya y, bailoteando y haciendo muecas, movido por la irreducible alegría de vivir en aquella calurosa mañana, cantaba a voz en cuello.

El marino llevó la carta al capitán. (Así lo había ordenado éste.)

Jansen descorrió la cortina y se inclinó sobre la dormida Zoya. Ella abrió los ojos, llenos aún de sueño.

—¿Está él aquí?

Jansen le dio la carta. Zoya leyó:

“He sido brutalmente herido. Sea misericordioso. He peleado como un león defendiendo sus intereses, pero ha ocurrido lo imposible: madame Zoya ha escapado. Me hincó de rodillas…”

Zoya hizo pedazos la carta sin acabar de leerla.

—Ahora podemos esperarlo tranquilamente. (Zoya miró a Jansen y le tendió la mano.) Jansen, querido, debemos ponernos de acuerdo. Usted me gusta. Yo lo necesito. Por consiguiente, lo inevitable debe ocurrir…

Zoya exhaló un ahogado suspiro y continuó:

—Presiento que me proporcionará usted muchos quebraderos de cabeza. En la vida, querido amigo, el amor, los celos, la fidelidad son cosas superfinas… Yo únicamente admito la atracción de los sexos. Eso es como un elemento de la naturaleza. Yo soy tan libre de entregarme como usted lo es de poseerme, recuérdelo, Jansen. Concertemos un acuerdo: o perezco o seré la dueña del mundo. (Jansen apretó los labios, y a Zoya le gusto aquel gesto.) Usted será un instrumento de mi voluntad. Olvide por un momento que tiene delante a una mujer. Soy una fantaseadora. Soy una aventurera, ¿comprende? Quiero que todo sea mío. (Zoya describió un círculo con las manos.) El hombre, el único hombre que puede darme eso debe llegar de un momento a otro al “Arizona”. Yo lo espero, y Rolling lo espera también…

Jansen levantó un dedo y volvió la cabeza. Zoya corrió las cortinas. Jansen salió al puente de mando. Allí se encontraba, aferrado a la barandilla, Rolling. Un odio feroz crispaba su rostro: con los labios torcidos y muy apretados, escrutaba la bahía, velada aún por una tenue neblina.