La moneda bajaba en todas partes. Los impuestos subían. Crecían las deudas. Y a la santa ley, que ordenaba respetar los deberes y los derechos, la golpeaba en la frente la marca amarilla. ¡A pagar!
El dinero corría en arroyos, riachuelos y caudalosos ríos a los cofres fuertes de la “Anilin Rolling Company”. Sus directores se mezclaban en los asuntos internos de los países y en la política internacional. Formaban algo así como una orden de gobernantes secretos.
Garin recorría de un extremo a otro los Estados Unidos acompañado de dos secretarios, de ingenieros, de taquimecas y de toda una jauría de recaderos. Trabajaba veinte horas diarias. Nunca preguntaba el precio de las cosas, nunca regateaba.
MacLinney lo observaba con inquietud y asombro. No comprendía para qué se compraba y cargaba en el yate todo aquello, ni por qué se derrochaban tan insensatamente los millones de Rolling. Un secretario de Garin, una de las taquimecas y dos recaderos eran agentes de MacLinney. Diariamente le enviaban a Nueva York detallados informes, mas, pese a ello, era difícil comprender el fin de aquel torbellino de compras, pedidos y contratos.
A comienzos de septiembre, el “Arizona” reapareció en el Canal de Panamá. Tomó a bordo a Garin, salió al Pacífico y desapareció en dirección sudoeste.
Dos semanas más tarde zarpaban en la misma dirección, con su carga, diez buques mercantes con órdenes en sobres lacrados.
85
El océano aparecía inquieto. El “Arizona” había izado todas las velas menos las gavias. El fino casco del yate —cascarón con velas infladas por el viento, con silbantes obenques— ya se ocultaba, basta la misma punta de los mástiles, entre las olas, ya se alzaba sobre sus crestas, sacudiéndose la espuma.
Quitaron el toldo. Afirmaron las escotillas. Subieron a la cubierta las lanchas y las sujetaron. Los sacos de arena dispuestos a lo largo de ambas bordas fueron atados con alambres. En el castillo y en la toldilla habían montado dos torres enrejadas con unas cámaras redondas, como calderas, en las plataformas superiores. Aquellas torres, tapadas con lonas, comunicaban al “Arizona” el extraño aspecto de un buque medio de recreo medio de guerra.
En el punto de mando, adonde únicamente alcanzaban las salpicaduras de las olas, se encontraban Garin y Shelgá. Vestían gruesos chubasqueros. A Shelgá ya le habían quitado la escayola, pero únicamente podía servirse de la mano para sostener la caja de cerillas y el tenedor.
—Aquí tiene el océano —dijo Garin— y una frágil barquichuela, un cristalito del genio y la voluntad del hombre… Volamos como si nada, camarada Shelgá… Luchamos… ¡Y fíjese qué olas…! ¡Mire, son como montañas…!
Una ola enorme avanzaba por la parte de babor. Su cresta aumentaba, bullente y aterradora. Bajo ella se combaba más y más una superficie verde botella, veteada de espuma. La cresta se iba enrollando. El “Arizona” se inclinaba del lado de estribor. El viento aullaba salvaje entre las velas, sacando de la sima el yate. Casi volcado, al descubierto, hasta la quilla, su rojo fondo, atravesó oblicuamente la combada superficie de la ola, se alzó hasta la cresta y se ocultó en la rumorosa espuma. Desaparecieron la cubierta, las lanchas y el castillo, se hundió, casi hasta la cúspide, la enrejada torre que se alzaba en él. El agua bullía alrededor del puente de mando.
—¡Precioso! —gritó Garin.
El “Arizona” se enderezó, el agua abandonó la cubierta, chasquearon los foques, y el yate voló hacia abajo por el plano inclinado de la ola.
—Así es el hombre, camarada Shelgá, así es el hombre en el océano humano de la vida… Yo le tengo un gran cariño a este barquito… ¿Acaso no nos parecemos…? Los dos tenemos el pecho lleno de viento… ¿eh?
Shelgá se encogió de hombros, por toda respuesta. No iba a ponerse a discutir con aquel sujeto, enamorado hasta la locura de sí mismo… Que se embriagara, creyéndose un superhombre. No era casual que él y Rolling se hubieran encontrado: aun siendo enemigos mortales, no podían vivir el uno sin el otro. El rey de la industria química engendraba en sus entrañas a aquel individuo de cerebro inflamado por ideas criminales, y éste, a su vez, fecundaba con su monstruosa fantasía la árida mente de Rolling. ¡Así reventaran ambos!
En efecto, era difícil comprender por qué hasta entonces Rolling no había sido pasto de los tiburones. Había cumplido lo suyo: Garin no había recibido mil millones de dólares, verdad era, pero ya tenía trescientos. Podía terminar con su enemigo. Pero no, algo aún más fuerte que el dinero unía a aquellos dos hombres.
Shelgá tampoco comprendía porque a él no lo habían tirado por la borda en el Pacífico. En Nápoles. Garin necesitaba de él como tercera persona y como testigo. Si Garin se hubiera presentado sólo en el “Arizona”, hubiera podido sufrir contratiempos muy desagradables. Pero eliminar de golpe a dos era para Rolling mucho más difícil. Todo aquello estaba claro. Garin había ganado la partida.
¿Qué utilidad podía reportarle ya Shelgá? Cuando se encontraban en el Caribe, aún tenían con él ciertas preocupaciones, pero allí en el Pacífico nadie lo vigilaba y hacía lo que se le antojaba. Shelgá estudiaba a la gente. Escuchaba. Y empezó a creer que había una salida a su espantosa situación.
Aquella travesía del océano parecía un viaje de placer. Los desayunos, los almuerzos y las cenas eran fastuosos. Se sentaban a la mesa, Garin, madame Lamolle, Rolling, el capitán Jansen, el segundo de a bordo, Shelgá, el ingeniero checo Cermak, hombre enclenque, enfermucho, de ojos pálidos, mirada fija y rala barba, primer ayudante de Garin, y el químico alemán Scheffer, su segundo ayudante, joven huesudo y tímido, que poco atrás se moría de hambre en San Francisco.
En aquella peregrina sociedad de enemigos mortales, asesinos, bandidos, aventureros y sabios hambrientos, todos de frac, con flores en el ojal, Shelgá, vestido de la misma guisa, callaba, muy tranquilo, y comía y bebía como un verdadero gourmet.
A su derecha, tenía al hombre que le había metido en el cuerpo cuatro balazos, a su izquierda, al asesino de tres mil personas, y enfrente, a una belleza, con el demonio metido en el cuerpo, que no tenía igual en el mundo.
Después de la cena, Scheffer, se sentaba al piano, y madame Lamolle bailaba con Jansen. Habitualmente, Rolling se quedaba allí mirando a la pareja. Los demás, subían a la sala de fumar. Shelgá salía a cubierta a saborear su pipa. Nadie lo retenía ni paraba atención en él. Los días transcurrían monótonamente.
El tosco océano no tenía fin. Las olas se agitaban lo mismo que millones de años antes.
Aquel día, Garin, faltando a su costumbre, salió en pos de Shelgá al puente de mando y se puso a hablar con él amistosamente, como si nada hubiera ocurrido desde el día en que conversaran en Leningrado, sentados en un banco de la Avenida de los Sindicatos. Shelgá se puso en guardia. Garin expresaba su admiración por el yate, por su propia persona, por el océano, pero era evidente que no había entablado la conversación para hablar de todo aquello. Riendo, se sacudió de la barba unas salpicaduras y dijo:
—Quiero hacerle una propuesta, Shelgá.
—Le escucho.
—¿Recuerda que acordamos jugar con honradez?
—Sí.
—A propósito… ¡Ay, ay…! ¿Fue un auxiliar suyo quien disparó contra mí escondido entre los arbustos? Un pelillo más cerca, y me hubiera destrozado el cráneo.