Выбрать главу

—Utopía fascista, es bastante curioso —dijo Shelgá—. ¿Ha hablado a Rolling de todo eso?

—Lo interesante del caso es que no se trata de una utopía… Únicamente soy lógico… Está claro que a Rolling no le he dicho nada, porque no es más que una bestia… Verdad es que Rolling y todos los Rollings del mundo hacen a ciegas lo que he desarrollado creando un amplio y preciso programa. Pero lo hacen como bárbaros, pesada y lentamente. Confío en que mañana estaremos ya en la isla… Allí podrá ver que no hablo en broma…

—¿Y cómo va a empezar? ¿Acuñando monedas con su barbita?

—¡Vaya, le ha caído en gracia lo de la barbita! No. Empezaré por la defensa. Fortificaré la isla. Al mismo tiempo, me abriré paso, a una velocidad loca, hasta la capa olivínica. Mi primera amenaza al mundo será dar al traste con el valor del oro. Obtendré cuanto oro quiera. Después pasaré a la ofensiva. Estallará una guerra más terrible que la del catorce. Mi victoria está asegurada. Luego procederé a la selección de la gente que quede viva después de la contienda y de mi victoria, aniquilaré a los indeseables, y la raza elegida por mí empezará a vivir como corresponde a dioses, mientras los “operarios” trabajarán con todo empeño, tan satisfechos de su vida como los primeros habitantes del paraíso. Buen plan, ¿eh? ¿No le gusta?

Garin de nuevo soltó una risotada. Shelgá cerró los ojos para no verlo. La partida iniciada en la Avenida de los Sindicatos había tomado un giro muy serio. Shelgá, inmóvil en la litera, pensaba. Tenía en reserva una jugada peligrosa, la única que podía darle la victoria. En todo caso, lo más necio sería negarse en aquel momento a aceptar la propuesta de Garin. Shelgá sacó una cajetilla de cigarrillos. Garin lo observaba irónico.

—¿Se ha decidido?

—Sí.

—Magnífico. Le descubriré mis cartas. Lo necesito como el pedernal necesita de la yesca. Me rodean bestias obtusas, Shelgá, gente sin fantasía. Usted y yo podemos regañar, pero conseguiré que trabaje conmigo. Aunque sea en la primera mitad, cuando luchemos contra los Rolling… A propósito, guárdese de Rolling, es muy tozudo y, si ha resuelto matarle, lo matará.

—Hace mucho que me pregunto por qué no ha alimentado usted con él a los tiburones.

—Lo necesito como rehén… En todo caso, no figurará en la relación del “primer millar…”

Shelgá guardó silencio por un instante y luego preguntó muy tranquilo:

—¿No ha tenido usted la sífilis, Garin?

—Pues no, fíjese. Yo mismo he pensado a veces si no estoy algo chiflado… Incluso fui al médico. Únicamente, mi sistema nervioso es muy sensible. ¡Ea, vístase, vamos a cenar!

87

Los nubarrones se hundieron en el nordeste. El océano, azul, infinito, acariciaba la vista. Las blancas crestas de las olas brillaban como si fuesen de cristal. Los delfines, lustrosos y juguetones, corrían en pos de la estela del yate, alcanzándose unos a otros y dando volteretas en el agua. Gritaban con guturales voces grandes gaviotas, planeando sobre las velas. En la lejanía del océano aparecieron los contornos, azulillos como un espejismo, de una rocosa isla.

El vigía gritó: “¡Tierra!”. La gente que se encontraba en cubierta se estremeció. En aquella tierra le esperaba un porvenir ignoto. Parecía la isla una larga nube que yaciera en el horizonte. Las velas, infladas por el viento, llevaban hacia allí al “Arizona”.

Los marinos fregaban la cubierta, chapoteando en el agua con sus descalzos pies. El sol lucía deslumbrante, esparcidos sus dorados cabellos en los inmensos espacios, del cielo y del mar. Garin, pellizcándose la barba, trataba de ver a través del velo del futuro, qué envolvía la isla. ¡Oh, si pudiera saber…!

88

El otoñal ocaso ardía en lo lejos de Vasílievski Ostrov. Una luz purpúrea y sombría iluminaba las gabarras cargadas de leña, los remolcadores, las barcas pesqueras y los penachos de humo que se enredaban en las armazones metálicas de las grúas de los astilleros. Los cristales de los desiertos palacios llameaban como un incendio.

Un vapor se iba acercando desde el oeste por las aguas negruzcas, con rojos visos, del caudaloso Neva. El buque rugía, saludando a Leningrado y anunciando el fin de su viaje. Las luces de las portillas iluminaron las columnas del Instituto de Minas, la Escuela Naval y los rostros de la gente que paseaba por el muelle. El vapor fondeó junto a la aduana flotante, edificio rojo con columnas blancas. Empezó el habitual ajetreo del reconocimiento aduanero.

Arrimado a la borda se encontraba un pasajero de primera clase, moreno, pomuloso, que, según su pasaporte, pertenecía a la “Sociedad Geográfica Francesa”. El hombre contemplaba la ciudad envuelta en la vespertina niebla. El sol se reflejaba aún en la cúpula del templo de Isaac y en las doradas agujas del Almirantazgo y de la catedral de San Pedro y San Pablo. Parecía que la aguja de la catedral, hincada en el cielo, la había concebido Pedro I como una espada que se alzara amenazante en la frontera marítima de Rusia.

El hombre de rostro pomuloso estiró el cuello, mirando hacia la aguja de la catedral. Parecía profundamente impresionado, lleno de emoción, como un caminante que viera, después de muchos años de ausencia, el tejado del hogar paterno. En aquel instante, un solemne sonido partió de la fortaleza para arrastrarse por el oscuro Neva: en la catedral de San Pedro y San Pablo, donde se apagaba la luz reflejada en la fina aguja, el carillón tocaba “La Internacional” sobre las tumbas de los emperadores.

El hombre apretó con fuerza la barandilla, y algo parecido a un rugido escapó de su garganta. Luego se volvió de espaldas a la fortaleza.

En la aduana presentó un pasaporte a nombre de Arturo Levi y mientras duró el reconocimiento mantuvo gacha la cabeza, para ocultar el colérico brillo de sus ojos.

Después, con su manta de viaje al hombro y un maletín en la mano, bajó al muelle de Vasílievski Ostrov. Brillaban con otoñal fulgor las estrellas. El hombre se irguió, exhalando un suspiro largamente retenido. Miró las casas dormidas, el barco, en donde lucían dos fanales en los mástiles y ronroneaba quedamente la dínamo, y se encaminó hacia el puente.

Un hombre alto que vestía una blusa de lienzo se acercó lentamente al desconocido. Al pasar por su lado lo miró a la cara, balbuceó: “¡Dios mío!”, y luego preguntó:

—¿Alexandr Ivánovich Volshin? ¿Será posible?

El hombre que se había llamado en la aduana Arturo Levi dio un traspié, pero no volvió la cabeza y apretó el paso.

89

Iván Gúsiev vivía con Tarashkin, para quien era algo así como un hijo o un hermano menor. Tarashkin le enseñaba las primeras letras y la ciencia de la vida.

El chico era tan listo y aplicado que daba alegría enseñarle. Por las tardes tomaban té y comían unos bocadillos de salchichón con pan de centeno. Tarashkin metía la mano en el bolsillo para sacar los cigarrillos, pero se acordaba de que había dado a sus camaradas del club palabra de no fumar, carraspeaba, se alborotaba el pelo y decía:

—¿Sabes lo que es el capitalismo?

—No, Vasili Ivánovich, no lo sé.

—Te lo explicaré del modo más sencillo. Nueve personas trabajan y otra se lo quita todo. Los nueve hombres pasan hambre, y el otro come tanto que está a punto de reventar. Eso es el capitalismo, ¿comprendes?

—No, Vasili Ivánovich, no lo comprendo.

—¿Qué es lo que no comprendes?

—¿Por qué se lo dan?

—Los obliga, es un explotador…