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—Como puede obligarlos. Son nueve, y el otro, uno…

—Está armado, y los otros, no…

—Las armas siempre se pueden quitar, Vasili Ivánovich. Esos nueve hombres, por lo visto, son unos pasmarotes…

Boquiabierto, Tarashkin miraba admirado al chico.

—Tienes razón, amiguito… Hablas como un bolchevique… En la Rusia Soviética lo hemos hecho así: quitamos las armas a los explotadores, los expulsamos del país, y ahora los diez hombres trabajan y no pasan hambre…

—Todos estamos a punto de reventar…

—No, amiguito, nosotros no reventarnos de tanto comer, somos personas, y no cerdos… La grasa debemos transformarla en energía mental.

—¿Qué quiere decir eso?

—Eso quiere decir que en el plazo más breve debemos ser el pueblo más inteligente y culto de la tierra… ¿Comprendes? ¡Hala, vamos a repasar la aritmética…!

—Vamos —accedía Iván, sacando el cuaderno y un lápiz.

—El lápiz tinta no se debe chupar, eso está feo…, ¿comprendes?

Así pasaban las veladas, hasta muy entrada la noche, cuando empezaban a pegárseles los párpados.

90

A la entrada del club náutico había un hombre de pronunciados pómulos, muy bien vestido, hurgando en el suelo con su bastón. El hombre levantó la cabeza y miró de modo tan extraño a Tarashkin y a Iván que el remero se puso en guardia y el chico se arrimó a él. Dijo el desconocido:

—Estoy esperándoles desde esta mañana. ¿Se llama el chico Iván Gúsiev?

—¿Y qué le importa a usted? —inquirió Tarashkin, soltando un bufido.

—Perdone, pero la educación nunca está de sobra, camarada. Me llamo Arturo Levi.

El hombre sacó una tarjeta de visita y la puso a Tarashkin ante las narices.

—Trabajo en la Embajada soviética en París. ¿Eso no le basta, camarada?

Tarashkin emitió un gruñido ininteligible. Arturo Levi sacó de su cartera la fotografía que Garin había quitado a Shelgá.

—¿Puede usted confirmar si esta foto ha sido sacada al chico?

Tarashkin tuvo que decir que sí. Iván quiso escapar, pero Arturo Levi lo sujetó con fuerza por el hombro.

—La fotografía me la ha entregado Shelgá. Se me ha confiado la misión secreta de llevar al chico a un determinado lugar. Si ofrecen resistencia, tendré que detenerlo. ¿Piensa usted acatar lo ordenado?

—Presente su credencial —dijo Tarashkin. Arturo Levi mostró su credencial, extendida en un papel con el membrete de la Embajada soviética en París y con todas las firmas y sellos de rigor. Tarashkin la examinó largo rato y, luego, lanzando un suspiro, la dobló en cuatro.

—En fin, ¿quién sabe?, parece que todo está en regla. Pero, ¿no podría ir otro en lugar suyo? El chico tiene que estudiar…

Arturo Levi sonrió, mostrando una fuerte dentadura:

—No tema. Conmigo, el chico no estará mal…

91

Tarashkin dijo a Iván que le escribiera por el camino. Su inquietud se calmó un tanto cuando recibió una tarjeta postal enviada desde Cheliabinsk. Decía así:

“Querido cantarada Tarashkin: Gracias al trabajo, viajamos bien, en primera clase. La comida es buena, y el trato, también. Arturo Artúrovich me compró en Moscú un gorro, una chaqueta guateada nueva y unas botas. Lo malo es que me muero de aburrimiento: Arturo Artúrovich calla todo el día. Le comunico de pasada que en la estación de Samara me encontré con un vagabundo, viejo amigo mío. Perdone, pero le he dado su dirección y seguramente irá a verle, así que espérelo”.

92

Alexandr Ivánovich Volshin llegó a la U.R.S.S. con un pasaporte a nombre de Arturo Levi y con papeles de la Sociedad Geográfica Francesa. Toda su documentación estaba en regla (ello costó a Garin su buen trabajo), y lo único falsificado eran el mandato y su credencial de empleado de la embajada. Pero aquellos papeles, Volshin únicamente los mostró a Tarashkin. Oficialmente, Arturo Levi había llegado para investigar la actividad de los volcanes de Kamchatka.

A mediados de septiembre. Volshin salió con Iván para Vladivostok. Los cajones con herramientas y otros objetos necesarios para la expedición ya habían llegado por mar, desde San Francisco. Arturo Levi tenía prisa. Reunió en el transcurso de unos días a la gente necesaria, y el 28 de septiembre la expedición partió de Vladivostok para Petropávlovsk, a bordo de un buque soviético. El viaje fue muy duro. El viento norte arrastraba nubes que arrojaban su carga de nieve en las plomizas aguas del mar de Ojotsk. El buque crujía pesadamente, surcando el terrible desierto acuático. Tardaron once días en llegar a Petropávlovsk. Descargaron los cajones y los caballos, y al día siguiente ya estaban en camino, por bosques y montes, por trochas y cauces de arroyuelos, por pantanos y selvas casi inextricables.

Guiaba la expedición Iván, que tenía buena memoria y el olfato de un sabueso. Arturo Levi se apresuraba: se ponían en camino al amanecer y marchaban hasta que anochecía, sin hacer alto alguno. Los caballos estaban rendidos, y la gente empezaba a gruñir. Arturo Levi era implacable y no se compadecía de nadie, pero pagaba bien.

Se estropeó el tiempo. Rumoreaban sombrías las copas de los cedros, a veces se oía el pesado crujido de un árbol secular al abatirse o el estruendo de un alud en las montañas. Unos peñascos desprendidos mataron a dos caballos; otros dos animales se hundieron con su carga en un cenagal.

Habitualmente, Iván marchaba delante, subiendo a los cerros y trepando a los árboles para otear desde allí lugares que sólo él conocía. Un buen día. Iván gritó, meciéndose en la rama de un cedro:

—¡Ahí está! ¡Arturo Artúrovich, ahí está…!

En una roca cortada a pico, que pendía sobre un riacho montañoso, veíase la imagen, casi borrada por el tiempo, de un guerrero con gorro cónico y con un arco y una flecha en las manos…

—De aquí hay que ir en dirección este, siguiendo la flecha, hasta la Piedra del Diablo; el campamento está muy cerca de allí —gritó Iván.

Hicieron un alto. Revisaron la impedimenta. Encendieron una gran hoguera. La gente, rendida, no tardó en dormirse. En la oscuridad, mezclándose al rumorear de los cedros, se oían unas lejanas y apagadas explosiones; la tierra se estremecía. Cuando la hoguera se estaba ya extinguiendo, apareció en oriente, bajo las nubes, un vivo resplandor, como si un gigante soplara unas ascuas entre las montañas y su sombrío arrebol temblequeara bajo las nubes…

Apenas despuntó el día, Arturo Levi, la mano descansando en la funda del máuser, despertó a la gente, empujándola con la puntera de la bota. No dejó que encendieran fuego ni que prepararan té. “¡Adelante, adelante…!” Los hombres, muertos de cansancio, echaron a andar por un bosque inextricable, salpicado de cantos rodados. Los árboles alcanzaban allí una altura extraordinaria. Los helechos eran más grandes que los caballos. Todo el mundo tenía los pies sangrantes. Tuvieron que abandonar dos bestias más. Arturo Levi cerraba la marcha, la mano siempre puesta en la funda de la pistola. Parecía que, de un momento a otro, la gente se iba a detener para no moverse del sitio aunque la mataran…

El viento arrastró la sonora voz de Iván:

—¡Aquí, aquí, cantaradas! ¡Ahí se ve la Piedra del Diablo…!

Era una mole enorme, con la forma de una cabeza humana, envuelta en nubes de vapor. Al pie de ella brotaba de la tierra, pulsante, un chorro de agua termal. Desde tiempos inmemoriales, los hombres, que dejaban señales de su camino en las rocas, se bañaban en aquel manantial para restablecer sus fuerzas. Era aquella el “agua de la vida” que en los cuentos traía el cuervo, un agua rica en sales radiactivas.