Sin esperar respuesta, el hombrón metió a Iván en la barquilla.
El capitán gritó desde arriba:
—¿Qué, nos vamos?
Artur Levi lo miró indeciso.
—¿Está todo preparado para salir?
—Sí.
Levi volvió otra vez la cabeza en dirección a la Piedra del Diablo, donde en tupida cortina caía, arremolinándose, la nieve que vertían las oscuras nubes. En fin de cuentas, lo principal era que las fórmulas estuviesen a bordo.
—¡Vamos! —dijo Levi, saltando a la escalera de aluminio—. ¡Muchachos, cortar las amarras…!
Levi abrió la jibosa portezuela y entró en la barquilla. Arriba empezaron a cortar la maroma que sujetaba la nave aérea al mástil. Ruidosos, empezaron a funcionar los motores. Giraron las hélices.
En aquel instante, impelido por la ventisca, Mántsev apareció entre los remolinos de nieve. El viento alborotaba su gris cabellera. Sus manos, extendidas, parecían querer apresar la silueta del dirigible, que empezaba a elevarse…
—¡Alto…! ¡Alto…! —gritó Mántsev con voz ronca. Cuando la escalerilla de aluminio de la barquilla se hallaba ya a un metro del suelo, Mántsev se aferró al peldaño inferior. Unos cuantos hombres lo agarraron del faldón del abrigo, para que se soltara. Mántsev se los sacudió de encima a patadas. El fondo metálico de la nave se mecía. Tableteaban los motores, gruñían las hélices. El dirigible cobraba altura, acercándose a las arremolinadas nubes.
Mántsev se había aferrado como una garrapata al peldaño inferior de la escalerilla. Ascendía rápidamente… De abajo se veían sus abiertas piernas y el faldón del abrigo, agitado por el viento, volando al cielo.
Los hombres que quedaron en el claro no vieron ya si llegó muy lejos ni a qué altura se desprendió.
97
Asomando por la ventanilla del dirigible, madame Lamolle, se llevó los prismáticos a los ojos. La nave aérea apenas si se movía, describiendo un círculo en el radiante cielo.
Mil metros más abajo se extendía el océano, infinito, trasparente, verdiazul. En medio de las aguas veíase una isla de forma irregular. Desde arriba parecía África en miniatura. Por el sur, el este y el noreste negreaban cerca de ella, como esparcidos descuidadamente en el mar, rocosos islotes y cadenas de escollos con encajes de espuma. Por la parte oeste, el océano no mostraba mancha alguna.
Allí, en el profundo golfo, no lejos del festón de arena de la costa, veíanse buques mercantes. Zoya contó veinticuatro. Todos ellos parecían escarabajillos dormidos en el agua.
Cortaban la isla los hilitos de las carreteras, que convergían en la parte rocosa del noreste, donde relumbraban unas techumbres de cristal. Allí estaban terminando de construir el palacio, que, en tres terrazas, descendía hasta las aguas de una pequeña y arenosa bahía.
En la parte Sur de la isla aparecían construcciones que semejaban desde arriba un mecano infantil todo revuelto:
Vigas, grúas metálicas, rieles, vagonetas. Giraban decenas de aeromotores. Despedían humo las chimeneas de las centrales eléctricas y de bombas de agua.
En medio de todo aquello negreaba el circular agujero de una mina. De ella a la orilla se movían anchos transportadores metálicos, que se llevaban la roca extraída, y más allá se adentraban en el mar, como si fueran gusanos, los rojos pontones de las dragas. Sobre el pozo de la mina flotaba constantemente una nubécula de vapor.
En la mina se trabajaba en seis turnos día y noche. Garin perforaba la coraza de granito de la corteza terrestre. La audacia de aquel hombre rayaba en la locura. Madame Lamolle miraba la nubécula, y los prismáticos temblaban en su mano, dorada por el sol.
A lo largo de la baja orilla del golfo se extendían rectas hileras de las techumbres de los almacenes y de las viviendas. Los hombres que se movían por los caminos parecían desde arriba hormigas. Rodaban automóviles y motocicletas. En el centro de la isla azuleaba un lago del que partía hacia el sur un serpeante río. A ambas orillas del mismo se extendían campos y huertos. Toda la vertiente oriental semejaba un tapiz esmeralda. Allí, en grandes cercados, pacían los rebaños. En la parte noreste, ante el palacio, ponían una nota de color, entre las rocas, arriates de caprichosos contornos y grupos de árboles.
Hacía seis meses era aquello un desierto con espinosos matojos, piedras grises por la sal del mar y raquíticos arbustos. Los barcos habían descargado en la isla miles de toneladas de abonos químicos, plantas y árboles, y los hombres habían abierto pozos artesianos.
Desde lo alto de la barquilla contemplaba Zoya aquel pedazo de tierra perdido en el océano, aquella isla floreciente, deslumbrante, bañada por la nívea espuma de la resaca. Admiraba aquello con la sensación de la mujer que tiene en sus manos una joya.
98
En el mundo hubo siete maravillas. La memoria del género humano guardó hasta nuestros días el recuerdo de tres: el templo de Diana en Efeso, los jardines de Babilonia y el coloso de Rodas. El recuerdo de las restantes se hundió en el fondo del Atlántico.
Madame Lamolle repetía todos los días que la mina de la Isla de Oro debía ser considerada la octava maravilla. A la hora de cenar, en una sala del palacio, recién terminada, con enormes ventanales abiertos al tenue soplo del océano, madame Lamolle levantaba su copa, diciendo:
—¡Por la maravilla, por el genio, por la audacia!
Toda la alta sociedad de la isla se levantaba para aclamar a madame Lamolle y a Garin. Todos estaban entregados a un trabajo febril y gestaban planes a cual más fantástico. No importaba que allá en los continentes vociferaran diciendo que se infringían las leyes. ¡Al cuerno! Allí zumbaba día y noche la mina, se deslizaban ruidosos los cangilones de los elevadores, adentrándose más y más hacia las inagotables reservas de oro. Los placeres auríferos de Siberia, los cañones de California y los desiertos nevados de Klondike eran una futileza, algo sin importancia. En la isla, el oro se hallaba bajo los pies, en cualquier lugar, con tal de que se penetrase a través del granito y del hirviente olivinio.
En los diarios del desventurado Mántsev encontró Garin la siguiente anotación:
En la presente época, es decir, después del cuarto período, el glacial, al desarrollarse con extraordinaria rapidez una raza de animales privada de pelo, capaz de desplazarse sobre las extremidades traseras y dotada de una cavidad bucal capaz, por su construcción, de pronunciar distintos sonidos, el globo terrestre ofrece el cuadro que doy a continuación.
Su corteza, de granito y dioritas, tiene un espesor de cinco a veinticinco kilómetros. La corteza está cubierta de sedimentos marinos, capas de vegetación muerta (carbón) y animales desaparecidos (petróleo). La corteza yace sobre la segunda capa del globo terrestre, la capa olivínica, compuesta de metales en fusión.
En algunos lugares, por ejemplo en ciertas zonas del Pacífico, la capa olivínica se encuentra cerca de la superficie de la tierra, a una profundidad de cinco kilómetros.
El espesor de la capa de metales en fusión es hoy día de más de cien kilómetros y aumenta un kilómetro cada cien mil años.
En la capa olivínica hay que distinguir tres estratos: el más cercano a la corteza terrestre lo componen escorias, las lavas que vomitan los volcanes; el segundo está formado de olivinio, hierro y níquel, es decir, de lo que se componen los meteoritos que caen en forma de estrellas fugaces a la tierra en las noches de otoño; el estrato inferior, por último, lo integran oro, platino, circonio plomo y mercurio.
Los tres estratos de la capa olivínica descansan, como sobre una almohada, en una capa de helio, condensado hasta alcanzar el estado líquido, debido a la desintegración atómica.