Por fin, bajo la capa de gas líquido, se encuentra el núcleo de la tierra. Este núcleo, sólido, metálico, tiene una temperatura de unos 273 grados bajo cero, es decir, la temperatura del espacio cósmico.
El núcleo de la tierra lo constituyen pesados metales radiactivos. Conocemos dos de ellos, el uranio y el torio, que figuran a lo último en la tabla de Mendeléiev. Sin embargo, estos dos metales son producto de la desintegración de otro, el principal, un metal superpesado que hasta ahora desconocíamos.
He hallado huellas de ese metal en los gases de los volcanes. Se trata del metal M. Su peso es once veces superior al del platino. Posee una monstruosa fuerza radiactiva. Si se extrajera a la superficie de la tierra un kilogramo de ese metal, todo lo vivo perecería en varios kilómetros a la redonda, y todos los objetos a los que su irradiación alcanzara se harían luminiscentes.
Si tomamos en consideración que el peso específico del núcleo terrestre no pasa de ocho, como el del hierro —por ello se conjeturaba erróneamente que era de ese metal—, y que el metal M no puede hallarse en estado poroso, sometido en el núcleo, a una presión de un millón de atmósferas, se impone la siguiente conclusión.
El núcleo de la tierra es una esfera hueca, o una bomba, de metal M llena de helio cristalizado a consecuencia de la monstruosa presión.
He aquí una sección del globo terrestre:
El metal M, que compone el núcleo de la tierra, al desintegrarse incesantemente y convertirse en otros metales más ligeros, despide una monstruosa cantidad de calor. El núcleo de la tierra se calienta. Dentro de unos miles de millones de años, la tierra se calentará toda, estallará como una bomba, arderá, se convertirá en una esfera gaseosa con un diámetro igual a la órbita que la luna describe en torno a ella, lucirá como una pequeña estrella y después volverá de nuevo a enfriarse y contraerse hasta recobrar su tamaño actual. Entonces, la vida resurgirá en la tierra, pasarán miles de millones de años y aparecerá el hombre, empezará un vertiginoso desarrollo de la humanidad, la lucha por una estructura social más elevada.
La tierra de nuevo se calentará sin cesar, gracias a la desintegración atómica, para lucir de nuevo como una pequeña estrella.
Tal es el ciclo de la vida de la tierra, que se ha repelido y se repetirá incontables veces. La muerte no existe. Existe tan sólo la renovación eterna.
Esto es lo que leyó Garin en el diario de Mántsev.
99
Los bordes del pozo fueron revestidos de blindas de acero. Macizos cilindros de acero termorresistente se iban bajando a él a medida que alimentaba la profundidad. Llegaban ya a un lugar en que la temperatura del pozo subía a los trescientos grados. La temperatura se elevó repentinamente, de un salto, al llegar a los 5.000 metros de profundidad. En lo hondo del pozo perecieron los obreros que trabajaban en aquel turno y se fundieron dos hiperboloides.
Garin estaba descontento. El avance y el remache de los cilindros frenaban el trabajo. Como las paredes del pozo se recalentaban y tenían que refrigerarlas con aire comprimido, al enfriarse formaban ellas mismas una fuerte coraza. Las entibaban en diagonal, con vigas metálicas.
El diámetro de la mina no era muy grande: veinte metros. Había en su interior un complejo sistema de tubos de ventilación, entubaciones, cables, pozos de duroaluminio en cuyo interior se movían los cangilones, una explanada para los motores del elevador y plazoletas para las máquinas de aire líquido y los hiperboloides.
Todo —las jaulas de ascensión, los elevadores y las distintas máquinas— era accionado con electricidad. A los lados del pozo se abrían galerías para las máquinas y para que descansaran los obreros. A fin de descargar de trabajo el pozo principal. Garin abrió otro paralelo, de seis metros de diámetro. Este pozo comunicaba las galerías por medio de ascensores eléctricos, que se movían a la velocidad de un proyectil neumático.
El trabajo más importante, la perforación, se hacía combinando la acción de los rayos de los hiperboloides, del sistema refrigerante de aire líquido y de los elevadores que extraían la roca. Doce hiperboloides de construcción especial, alimentados por arcos voltaicos con carbones de chamonita, perforaban y fundían la roca; chorros de aire líquido la enfriaban instantáneamente. Fraccionándose en pequeñas partículas, la roca iba a parar a los cangilones de los elevadores. La ventilación se llevaba los residuos de la combustión y los vapores.
100
El palacio en la parte noreste de la Isla de Oro había sido levantado conforme a los fantásticos planes de madame Lamolle.
Era un enorme edificio de cristal, acero, piedra rojo oscuro y mármoles. Había en él quinientas salas y habitaciones. La fachada principal tenía dos grandes escalinatas de mármol que surgían del mar. Las olas rompían contra los peldaños y los zócalos de las escalinatas, en las que en lugar de estatuas o jarrones, había cuatro torreones de bronce que sostenían unos dorados globos con hiperboloides cargados, para defender la isla contra cualquier agresión desde el mar.
Las escalinatas llevaban a una terraza abierta, en la que había dos profundas entradas, con columnas cuadrangulares, conducentes al interior del palacio. La fachada, inclinada como en los edificios egipcios, parcamente ornada con altas y estrechas ventanas, y con plana techumbre, parecía grave y sombría. En cambio, las fachadas que daban al patio interior, a los arriates con rosales, verbena, orquídeas, lilas en flor, almendros y otros bellos árboles eran suntuosas y hasta coquetonas.
Dos grandes puertas de bronce llevaban al interior de la isla. Aquella casa era una fortaleza. A un lado de ella, sobre una roca, se alzaba una torre metálica enrejada de 150 metros, que comunicaba, por un pasadizo subterráneo, con el dormitorio de Garin. En lo alto de la torre había potentes hiperboloides. Un ascensor blindado llevaba a ellos desde abajo en unos segundos. A todos, comprendida madame Lamolle, les estaba prohibido, bajo pena de muerte, acercarse a la torre. Aquella era la primera ley de la Isla de Oro.
En el ala izquierda de la casa se encontraban los departamentos de madame Lamolle, y en la derecha, los de Garin y los de Rolling. Allí no vivía nadie más. La casa estaba destinada para la época en la que cualquier mortal consideraría la mayor de las dichas ser invitado a la Isla de Oro y ver el deslumbrante rostro de la soberana del mundo.
Madame Lamolle se preparaba para desempeñar su papel. Estaba agobiada de trabajo. Creaba la etiqueta de la mañana, de los paseos, de las grandes y pequeñas recepciones, de los almuerzos, cenas, bailes de máscaras y demás diversiones. Su temperamento de artista tenía donde explayarse. Le gustaba repetir que había nacido para el escenario del mundo. Fue nombrado maestro de ceremonias un emigrado ruso, famoso director de ballet. Habían concertado con él un contrato en Europa, otorgándole la orden de Oro de la “Divina Zoya”, que se llevaba con una cinta blanca cuajada de brillantes y le habían concedido el antiguo título ruso de postiélnichi (chelavier de lit).
Además de aquel reglamento interior, para los habitantes del palacio, Zoya creaba, con Garin, “los mandamientos del siglo de oro”, leyes de la futura humanidad. Pero todo aquello eran más bien proyectos e ideas en líneas generales, que posteriormente debían ser elaborados por los juristas. Garin tenía un trabajo espantoso, y Zoya se veía precisada a robarle unos minutos. Día y noche montaban guardia en el despacho de Zoya dos taquimecas.
Garin regresaba de la mina rendido, sucio, oliendo a tierra y a lubricantes. Comía apresuradamente, se dejaba caer, con los zapatos puestos, en el diván tapizado de raso y se envolvía en el humo de su pipa (la etiqueta no se extendía a él, y sus costumbres habían sido declaradas sagradas e inimitables). Zoya iba y venía por la alfombra y jugueteando con las enormes perlas de su collar, incitaba a Garin a la conversación. El necesitaba unos cuantos minutos de tranquilidad absoluta para que su cerebro pudiera empezar de nuevo a trabajar febrilmente. Al trazar sus planes no se mostraba ni malvado ni bondadoso, ni cruel ni caritativo. Lo único que le interesaba era que las soluciones dadas fueran ingeniosas. Su “frialdad” indignaba a Zoya. Sus grandes ojos se ponían oscuros, un estremecimiento recorría su vibrátil espalda y con voz baja, llena de odio, decía (en ruso para que no la entendieran las taquimecas):