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La puerta estaba abierta de par en par, con el cerrojo arrancado. Cuando los milicianos entraron, de la bodega llegó una voz apagada, que gritaba:

—¡Abran la escotilla de la cocina, abran la escotilla, camaradas…!

Junto a la pared de la cocina había amontonados mesas, cajones y pesados sacos. Los apartaron precipitadamente y abrieron la bodega.

De ella salió, como alma que lleva el diablo, Shelgá, cubierto de telarañas y polvo, los ojos errantes, como si estuviera loco.

—¡Vengan aquí, vivo! —gritó, desapareciendo tras de la puerta—. ¡Enciendan inmediatamente una luz!

En la habitación en que se encontraba la cama metálica vieron en el suelo, a la luz de las linternas, dos cápsulas de revólver, una gorra de terciopelo marrón y repugnantes huellas de una fétida vomitera.

—¡Cuidado! —vociferó Shelgá—. ¡No respiren, salgan de aquí, eso es la muerte!

Retrocediendo y empujando a los milicianos hacia la puerta, Shelgá miraba con espanto y repugnancia un tubo metálico, del tamaño de un dedo, que aparecía tirado en el suelo.

12

Como todos los grandes hombres de negocios, Rolling, el rey de la industria química, tenía sus oficinas en un local donde su secretario “filtraba” a los visitantes, determinando su peso e importancia, leía sus pensamientos y, con una cortesía monstruosa, respondía a todas las preguntas. Una taquimeca hacía cristalizar en palabras las ideas de Rolling, que (si se tomaba su media aritmética anual y se multiplicaba por su equivalente monetario) encerraban un valor aproximado a cincuenta mil dólares por segundo. Las uñas de almendra de cuatro mecanógrafas recorrían sin cesar las teclas de cuatro “Underwoods”. A la primera llamada de Rolling surgía ante él, cual por arte de magia, la figura de un botones, como una materialización de la voluntad del magnate.

La oficina de Rolling en el bulevar Malesherbes era un local sombrío y adusto. Paredes revestidas de damasco oscuro, alfombras oscuras en el piso y oscuros muebles tapizados de cuero. En oscuras mesas con cristales veíanse catálogos de cubiertas marrón y prospectos de fábricas de productos químicos. Unos cuantos herrumbrosos proyectiles de gas y un mortero recogidos en los campos de batalla decoraban la chimenea.

Tras las altas y oscuras puertas de nogal de su despacho, rodeado de diagramas, cartogramas y fotografías, se encontraba Rolling, el rey de la industria química. Los visitantes ya “filtrados” entraban en la antesala pisando silenciosamente las alfombras, se sentaban en sillas tapizadas de cuero y miraban, nerviosos, las puertas de nogal. Tras ellas, en el despacho del rey, hasta el aire era incalculablemente valioso, pues lo impregnaban pensamientos cuyo valor se cifraba en cincuenta mil dólares por segundo.

¿Qué corazón humano podía seguir latiendo acompasadamente cuando en medio de aquel respetable silencio se movía de pronto en la antesala la dorada y maciza manecilla de la puerta de nogal —representaba una garra sosteniendo un globo— y aparecía bajo el dintel un homúnculo terriblemente hosco, con chaqueta gris oscuro y una barbilla conocida en todo el mundo cubriendo sus mejillas, aquel cuasi superhombre de rostro apergaminado y enfermizo que recordaba una marca conocida en todo el mundo: un círculo amarillo con cuatro barras negras… Entreabriendo la puerta, el rey perforaba con la mirada al visitante y decía con marcado acento norteamericano: “¡Tenga la bondad!”

13

Con un lápiz de oro entre el pulgar y el índice, el secretario preguntó con su monstruosa cortesía:

—¿Sería tan amable de decirme su apellido?

—Soy el general Subbotin, emigrado ruso…

El interrogado se encogió de hombros con enojo y pasó por su gris bigote un estrujado pañuelo.

Sonriendo lo mismo que si la conversación versara, cordial, sobre los temas mas agradables, el secretario deslizó rápidamente su lápiz por el bloc y preguntó, muy cauto:

—¿Cuál es el fin, monsieur Subbotin, de su posible conversación con mister Rolling?

—Se trata de un asunto extraordinario, muy importante.

—¿Quizás yo lo recoja resumido para informar a mister Rolling?

—El fin, ¿sabe usted?, es muy simple, darle a conocer un plan… Encierra interés para él y para nosotros…

—Se trata de un plan de lucha química contra los bolcheviques, ¿no? —preguntó el secretario.

—Exacto… De eso quiero hablar con mister Rolling.

—Me temo —le interrumpió con encantadora cortesía el secretario, adoptando incluso una expresión compungida—, me temo que mister Rolling tenga ya muchos planes semejantes que examinar. En el transcurso de una semana, sólo los rusos han presentado a la oficina ciento veinticuatro planes de lucha química contra los bolcheviques. Tenemos ya, para su examen, un magnífico plan de ataque aeroquímico simultáneo a Jarkov, Moscú y Petrogrado. El autor disloca muy ingeniosamente las fuerzas en las plazas de armas que representan los estados vecinos. Es muy interesante. El autor incluye además el cálculo exacto: seis mil ochocientas cincuenta toneladas de gas mostaza para el exterminio completo de los habitantes de esas tres capitales.

Congestionado el rostro, el general Subbotin interrumpió al secretario:

—¿A qué aguardan ustedes, mister…?, ¿cuál es su apellido? Mi plan no es peor, ¡pero ese también me parece magnífico! ¡Hay que actuar! ¡Hay que pasar de las palabras a los hechos…! ¿Qué estamos esperando?

—Mi querido general, lo que pasa es que el señor Rolling no ve hasta ahora el equivalente de sus gastos.

—¿El equivalente? ¿A qué se refiere usted?

—Lanzar con aviones seis mil ochocientas cincuenta toneladas de gas mostaza no es para el señor Rolling nada difícil, pero ello requiere ciertos gastos. La guerra cuesta dinero, ¿no es cierto? En los planes que le han presentado hasta ahora, mister Rolling no ve más que gastos. Desgraciadamente, en esos planes no se habla del equivalente, es decir, de los ingresos que puede proporcionar a mister Rolling la lucha contra los bolcheviques.

—Está claro, claro como el agua… Ingresos… colosales ingresos obtendrá quien devuelva a Rusia sus legítimos gobernantes, quien haga retornar el país al orden de cosas legítimo y normal. ¡La persona que haga eso sacará montañas de oro!

El general clavó una mirada de águila en el secretario y concluyó:

—¡Ya veo! Así, pues, ¿hay que indicar también ese equivalente?

—Con toda exactitud, con cifras; a la izquierda el pasivo, a la derecha el activo y después una raya y una diferencia con el signo mas, que pueda interesar a mister Rolling.

—¡Ya veo! —el general lanzó un resoplido, se caló hasta las cejas su polvoriento sombrero, rápido, se dirigió hasta la puerta.

14

Apenas si había salido el general, cuando se ojo en la entrada la voz airada del botones y luego otra expresando el deseo de que el chico se fuera al diablo, y ante el secretario apareció Semiónov, el abrigo desabrochado, el sombrero y el bastón en la mano, un mordido cigarro puro en un ángulo de la boca.

—Buenos días, amigazo —dijo apresuradamente Semiónov al secretario y dejó sobre la mesa el sombrero y el bastón—. Necesito ver al rey inmediatamente.

El lapicero de oro del secretario quedó suspendido en el aire.

—Mister Rolling está hoy extraordinariamente ocupado.

—¡Tonterías, amigazo…! En mi coche espera una persona recién llegada de Varsovia… Dígale a Rolling que venimos para tratar el asunto de Garin.

El secretario arqueó las cejas y desapareció tras la puerta de nogal. Al instante asomó la cabeza y dijo con tierno susurro: “Monsieur Semiónov, tenga la bondad de pasar”. El secretario hizo girar la manecilla de la puerta, la garra sosteniendo un globo.