—Es usted un jactancioso Garin, un hombre terrible. Comprendo que se pueda sentir el deseo de arrancarle la piel para ver cómo sufre por primera vez en su vida. ¿Será posible que no odie a nadie, que no quiera a nadie?
—A nadie más que a usted —respondió Garin sonriendo—. Pero tiene la cabecita llena de tonterías y delirios… Yo debo contar cada segundo. Esperaré a que su afán de grandeza se vea saciado. Sin embargo, en una cosa tiene usted razón, amor mío: soy demasiado academicista. Las ideas no fecundadas por el rocío de la vida se desvanecen en el espacio. El rocío de la vida es la pasión, y usted la posee en demasía.
Garin miró a Zoya. que se hallaba de pie ante él, pálida, inmóvil.
—Pasión y sangre. Es una vieja receta. Pero, ¿por qué arrancarme la piel a mí? Arránquesela a cualquier otro. Por lo visto, para su salud es muy necesario que moje usted el pañuelito en ese líquido.
—Son muchas las cosas que no puedo perdonar a la gente.
—¿Los sujetos achaparrados de dedos peludos?
—Sí. ¿Por qué me los recuerda usted?
—No puede perdonárselo a sí misma… La llamaban por teléfono ofreciéndole quinientos francos. ¿No es así? Zurciría usted apresuradamente sus medias de seda, y cortaba los hilos con esos dientes tan divinos cuando temía llegar tarde al restaurante. Luego, las noches de insomnio, cuando en el bolso no tenía más que unas monedas de cobre y pensaba espantada en lo que llegaría al día siguiente y quizás caería aún más bajo… La perruna nariz de Rolling, también pesa lo suyo…
Mirándole a la cara, los labios distendidos en larga sonrisa, Zoya dijo:
—Esta conversación tampoco la olvidaré hasta la muerte…
—Dios mío, ¡pero si acaba usted de tildarme de academicista!
—Si alguna vez tengo poder para ello, lo ahorcaré en la torre del hiperboloide…
Garin se levantó rápido, cogió a Zoya de los brazos, la sentó por la fuerza en sus rodillas y besó su cara, levantada hacia arriba, sus apretados labios. Las dos taquimecas, rubias, con el pelo rizado, indiferentes como muñecas, volvieron la cabeza.
—Tonta, tontuela, comprende que es así como te quiero… Tú eres para mí la única del mundo… Si no hubieras estado veinte veces a punto de morir en vagones llenos de piojos, si no te hubieran comprado como a una zorra, ¿acaso conocerías todo el valor de la audacia humana…? ¿Acaso sabrías pisar la alfombra con ese aire de vencedora…? ¿Acaso pondría yo a tus pies todo, mi propia vida…?
Zoya se soltó en silencio, se arregló el vestido moviendo los hombros, se retiró al centro de la habitación y desde allí miró a Garin con ojos preñados aún de odio. El dijo:
—¿Dónde quedamos?
Las taquimecas tomaban nota de sus pensamientos. Por la noche los pasaban a máquina y por la mañana se los llevaban a madame Lamolle a la cama.
Para que emitiera su opinión sobre algunas cuestiones especiales invitaban a Rolling. Vivía éste en soberbios apartamentos aún no terminados del todo. Únicamente salía de ellos para comer. Su voluntad y su orgullo habían sido quebrantados. En aquel medio año había desmejorado mucho. Temía a Garin. Evitaba quedarse a solas con Zoya. Nadie sabía (y a nadie le interesaba) qué hacía de su tiempo. En toda su vida no había leído libros. Al parecer, tampoco llevaba un diario. Decían que se había aficionado a coleccionar pipas. Una tarde, Zoya lo vio por la ventana sentado en el penúltimo peldaño de la escalera de mármol, junto al agua misma: abatida la cabeza, contemplaba el océano, del que cien millones de años antes saliera su antecesor, el hombre-reptil. Aquella piltrafa era todo lo que quedaba del gran rey de la industria química.
Ni la pérdida de trescientos millones de dólares, ni su cautiverio en la Isla de Oro, ni siquiera la traición de Zoya hubieran podido acabar con él. Veinticinco años atrás vendía betún en las calles. Sabía luchar y amaba la lucha. Cuánto esfuerzo, cuánta inteligencia y voluntad había tenido que aplicar para que la gente le pagara circulitos de oro. La guerra europea, la ruina de Europa, todo aquello había sido hecho para que el oro fluyera a las cajas de la “Anilin Rolling Company”.
Y hete aquí que el oro, el equivalente de la fuerza y la felicidad, lo iban a sacar de aquel pozo en cualquier cantidad, como si fuera arcilla, como si fuera fango, los cangilones del elevador. Fue entonces cuando Rolling se sintió colgando en el vacío y dejó de sentirse rey de la naturaleza, “homo sapiens”. Lo único que le quedaba era coleccionar pipas.
Sin embargo, todos los días, a instancias de Garin, dictaba por radio su voluntad a los directores de la “Anilin Rolling”. Estos daban respuestas muy vagas. Se hacía evidente que los directores no creían que Rolling se hubiera retirado por su propia voluntad a la Isla de Oro. Le preguntaban:
—¿Qué hacer para que regrese usted al continente?
Rolling respondía:
—El tratamiento de mi sistema nervioso marcha bien.
Por orden suya se recibieron cinco millones más de libras esterlinas. Dos semanas más tarde, cuando ordenó de nuevo que se abonara una suma idéntica, los agentes de Garin que presentaron el cheque de Rolling fueron detenidos. Fue aquella la primera señal del ataque del continente contra la Isla de Oro. Una flota de ocho barcos de guerra, que se encontraban en el océano, cerca de los 22° de latitud sur y 130° de longitud oeste, únicamente esperaba una orden para atacar la Isla de los Canallas.
101
Los seis mil obreros y empleados de la Isla de Oro habían sido reclutados en todos los confines del mundo. El primer ayudante de Garin, el ingeniero Cermak, que ostentaba el título de gobernador, había distribuido la mano de obra por nacionalidades, en quince colonias, separadas unas de otras por alambradas.
En cada colonia había barracas y templos construidos, dentro de las posibilidades, de acuerdo con los gustos de cada nacionalidad. Las conservas, los bizcochos, la mermelada y los toneles con col, arroz, medusas en escabeche, arenques, salchichas y demás se encargaban (a fábricas americanas) con etiquetas en la lengua de cada una de las nacionalidades.
Dos veces al mes se daba ropa de trabajo, conforme también al espíritu de cada nacionalidad, y una vez cada seis meses, trajes de fiesta nacionales: poddiovkas ysvitkas para los eslavos, blusas de seda cruda para los chinos, levitas y sombreros de copa para los alemanes, ropa interior de seda y zapatos de charol para los italianos, taparrabos con dientes de cocodrilo y cuentas de cristal para los negros, etc., etc.
A fin de justificar ante la población de la isla la existencia de las fronteras de alambre espinoso, el ingeniero Cermak tenía una plantilla de provocadores profesionales. Eran quince. Atizaban la enemistad entre las distintas nacionalidades: en los días de trabajo moderadamente, y en los domingos y fiestas de guardar, hasta que se llegaba a las manos.
La policía de la isla, formada por ex oficiales del ejército de Wrángel, con el uniforme de la Orden de Zoya —chaquetilla corta de paño blanco bordada en oro y pantalones de montar amarillo canario— mantenía el orden y no dejaba que unas nacionalidades exterminaran por completo a otras.