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Los obreros cobraban salarios enormes en comparación con lo que se pagaba en el continente. Algunos mandaban el dinero a casa aprovechando los viajes de los barcos y otros lo guardaban en la caja de ahorros. No había donde gastar el dinero, pues solo los días, de fiesta estaban abiertos en un solitario desfiladero de la costa sureste de la isla las tabernas y el Luna Park. Allí funcionaban también quince casas de trato, montadas de acuerdo con el gusto de cada nacionalidad.

Los obreros sabían con qué fin se abría aquella gigantesca mina. Garin anunció a todos que, cuando terminara el contrato, daría a cada uno tanto oro como pudiera llevarse a cuestas. Por eso todos en la isla miraban con emoción la cinta de acero que llevaba la roca de las entrañas de la tierra al océano, por eso todos se sentían embriagados por el amarillento humo que salía de la boca del pozo.

102

—Señores, ha llegado el momento más crítico de nuestro trabajo. Yo lo esperaba y me he preparado, pero ello, claro está, no hace menor el peligro. Estamos bloqueados. Se acaba de recibir un radiograma: dos barcos nuestros, cargados de vigas de perfiles especiales para entubar la mina, de conservas y de carne congelada, han sido detenidos por un crucero americano, y la carga, confiscada. Eso quiere decir que ha empezado la guerra. Debemos esperar que sea declarada oficialmente de un momento a otro. Uno de mis fines más inmediatos es la guerra. Pero comienza antes de lo que yo quisiera. En el continente se han puesto demasiado nerviosos. Yo adivino su plan: nos temen y tratarán de rendirnos por hambre. Debo informarles que en la isla hay víveres para dos semanas, sin contar el ganado vivo. En esos catorce días debemos romper el bloqueo y traer conservas. La tarea es difícil, pero se puede cumplir. Además, mis agentes han sido detenidos al presentar, para su pago, cheques firmados por Rolling. Nuestra caja está vacía. Hemos gastado hasta el último céntimo, trescientos cincuenta millones de dólares. Dentro de una semana debemos pagar a los obreros, y, si lo hacemos con cheques, se amotinarán y paralizarán el funcionamiento del hiperboloide. Por consiguiente, nos vemos obligados a conseguir dinero en el transcurso de siete días.

La reunión se celebraba al caer la tarde en el despacho de Garin, que aún no había sido terminado del todo. Asistían Cermak, el ingeniero Scheffer, Zoya, Shelgá y Rolling. Garin, como siempre que había peligro y tenía que poner en tensión el cerebro, hablaba sonriendo, balanceándose sobre los tacones, las manos hundidas en los bolsillos. Zoya presidía, empuñando un martillito. Cermak, bajo, nervioso, con los ojos congestionados, tosió, para aclararse la garganta, y dijo:

—La segunda ley de la Isla de Oro reza así: nadie debe intentar conocer el secreto del hiperboloide. Quien se atreva a tocar, aunque solo sea, la cubierta del hiperboloide, será condenado a muerte.

—Sí —dijo Garin—, eso dice la ley.

—Para cumplir con éxito las tareas que usted ha señalado, deben funcionar simultáneamente tres hiperboloides, por lo menos: uno para conseguir el dinero, otro para romper el bloqueo y otro para defender la isla. Deberá usted hacer una exclusión de la ley para dos ayudantes.

Siguió una pausa. Los hombres miraban el humo de sus cigarros. Rolling, pensativo, olfateaba su pipa. Zoya volvió la cabeza hacia Garin. El dijo:

—Está bien. (Hizo un gesto frívolo.) Pueden publicarlo. La segunda ley no se extiende a dos habitantes de la isla: a madame Lamolle y a…

Inclinándose con gesto alegre sobre la mesa y dando una palmada en el hombro a Shelgá, Garin añadió:

—Y a él. Shelgá es la segunda persona a la que confío el secreto del aparato…

—Se ha equivocado, camarada —respondió Shelgá, quitando de su hombro la mano de Garin—, yo me niego.

—¿Por qué razón?

—No estoy obligado a dar explicaciones. Piénselo y lo adivinará.

—Le encomiendo a usted que destruya la flota americana.

—La comisión es bien simpática, huelga decirlo, pero no puedo.

—¿Por qué, voto al diablo?

—¿Por qué? Porque ése es un camino resbaladizo…

—Cuidado, Shelgá…

—Ya lo tengo…

Garin mostró los dientes, y su barbita púsose enhiesta. Se contuvo. Preguntó, sin alzar la voz:

—¿Maquina usted algo?

—Yo, Piotr Petróvich, obro a las claras. No oculto nada.

Aquella breve conversación fue mantenida en ruso. Nadie, aparte de Zoya, entendió palabra. Shelgá volvió a ponerse a dibujar garabatos en una hoja de papel. Garin dijo:

—Así, pues, mi ayudante, en lo que se refiere a los hiperboloides, será una sola persona: madame Lamolle. Si está de acuerdo, señora mía, el “Arizona” tiene, las calderas encendidas, mañana puede zarpar…

—¿Qué debo hacer en el océano? —preguntó Zoya.

—Saquear todos los buques en las líneas de la compañía Transpacífico. Dentro de una semana debemos pagar a los obreros.

103

Hacia las veintitrés horas, el buque insignia de la escuadra de la flota americana advirtió un cuerpo extraño sobre la constelación de la Cruz de! Sur.

Los rayos de los reflectores, azulencos como la cola de un cometa, se deslizaron por la bóveda celeste y se detuvieron en aquel cuerpo extraño. Este se iluminó. Centenares de catalejos enfocaron la barquilla metálica, los transparentes círculos de las hélices y, en el casco del dirigible, las letras P. y H.

Parpadearon las señales luminosas en los navíos. Del buque insignia despegaron cuatro hidroplanos y, rugiendo, cobraron altura hacía las estrellas. La escuadra, aumentando su velocidad, navegaba en columna.

El zumbido de los aviones se iba haciendo cada vez menos denso, más débil. De pronto, la nave aérea hacia la que se elevaban desapareció del campo visual. Sin dar crédito a sus ojos, muchos oficiales pasaron sus pañuelos por los cristales de los catalejos. El dirigible se desvaneció en el oscuro cielo, sin que los reflectores pudieran encontrarlo.

Por fin se oyó, débil, el tableteo de una ametralladora: lo habían encontrado. El tableteo se interrumpió. Del cielo, dando vueltas, cayó verticalmente una brillante mosca. Los hombres que observaban con los catalejos lanzaron una exclamación de sorpresa: caía un hidroplano, que las negras olas se tragaron. ¿Qué habría ocurrido?

Las ametralladoras volvieron a tabletear —tac-tac-tac— en el cielo, pero esta vez también enmudecieron al poco; uno tras otro, atravesaron los rayos de los proyectores tres aviones y, en barrena, se hundieron en el océano. Bailotearon las señales luminosas del buque insignia. Le respondieron luces esparcidas hasta el mismo horizonte: ¿qué habría ocurrido?

Después todos vieron muy cerca una negra y desgarrada nube que avanzaba contra el viento, hacia la columna de buques. Era el dirigible, que descendía envuelto en una cortina de humo. El buque insignia dio la señaclass="underline" “Cuidado, gas. Cuidado, gas”. Dispararon, rugientes, los antiaéreos. Un segundo después estallaban sobre cubierta, sobre los puentes y las torres blindadas, unas bombas de gas.

La primera víctima fue el almirante, guapo mozo de veintiocho años que, por orgullo, no había querido ponerse la careta antigás. Llevándose las manos a la garganta, cayó de espaldas, el rostro hinchado y violáceo. En unos segundos quedaron intoxicados todos los que se encontraban en cubierta: las caretas antigás fueron de muy poca utilidad. Sobre el buque insignia habían arrojado un gas desconocido.

El mando pasó al vicealmirante. Los cruceros viraron a estribor y sus antiaéreos abrieron fuego. Tres descargas estremecieron la noche. Tres relámpagos, salidos de los cañones, tiñeron del color de la sangre el océano. Tres enjambres de diablos de acero, aullantes sus ciegas cabezas, volaron quién sabe a dónde y, al estallar, iluminaron el estrellado cielo.