Después despegaron de los cruceros seis hidroplanos, todas las tripulaciones con caretas antigás. Era evidente que los primeros cuatro aparatos habían perecido al tropezar con la envenenada cortina de humo de la nave aérea. Estaba en juego el honor de la marina de guerra americana. En los cruceros apagaron las luces. Quedaron solas las estrellas.
En la oscuridad se oía el chocar de las olas contra los cascos de acero de los buques; en lo alto zumbaban los aeroplanos.
Por fin… tac-tac-tac: de la argentada vía láctea llegó el tableteo de las ametralladoras. Luego pareció como si allí arriba hubieran descorchado unas botellas de champagne. Había empezado el ataque con granadas. En el cenit se encendió con luz negruzca una humeante nube: de ella salió, apuntando abajo su obtusa nariz, el cigarro puro de acero. En su parte superior danzaban unas llamas. El dirigible descendía oblicuamente, dejando en pos una estela luminosa, y, por fin, todo él envuelto en fuego, cayó más allá del horizonte.
Media hora después, uno de los hidroplanos informaba de que había volado sobre el dirigible en llamas y ametrallado a todos los que se encontraban vivos dentro y cerca de él.
La victoria le costó cara a la escuadra americana: habían perecido cuatro aviones con la tripulación. Habían muerto a consecuencia de los gases veintiocho oficiales, comprendido el almirante, y ciento treinta y dos marineros. Lo peor del caso era que aquellos magníficos cruceros con tan poderosa artillería se habían visto impotentes como pingüinos: el enemigo los atacaba desde arriba, a discreción, con un gas desconocido. Había que tomarse el desquite y demostrar la fuerza de la artillería de los buques. Diciendo más o menos eso, el vicealmirante mandó aquella misma noche a Washington un parte en el que daba cuenta del combate naval e insistía en que se debía cañonear la Isla de los Canallas. A las veinticuatro horas, el Ministro de Marina contestó: “Poner rumbo a la isla indicada y hundirla en el océano”.
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—¿Que, les parece? —preguntó desafiante Garin, dejando sobre la mesa los auriculares de la radio. (A la reunión asistían los mismos, descontada madame Lamolle.)— ¿Qué me dicen, señores míos…? Puedo felicitarles… El bloqueo ha terminado… La flota americana tiene orden de cañonear la isla.
Rolling se estremeció, se levantó del sillón, la pipa le cayó de la boca, y sus cenicientos labios temblaron, como si quisiera hablar y no pudiese.
—¿Qué le pasa, viejo? —inquirió Garin—. ¿Tanto lo emociona la proximidad de la flota patria? ¿Arde en deseos de colgarme de un mástil? ¿O es que le acobarda la perspectiva del cañoneo…? Naturalmente sería estúpido que un proyectil americano lo hiciera trizas. ¿O es que, voto al diablo, siente usted remordimientos de conciencia…? En fin de cuentas, luchamos con su dinero.
Garin soltó una breve y seca carcajada y se volvió de espaldas al anciano. Rolling. sin decir nada, se dejó caer en su silla y se tapó con manos temblorosas su gris rostro.
—Sí, señores míos…, sin riesgo únicamente se puede percibir un tres por ciento por cada dólar. Nosotros arriesgamos ahora mucho. Nuestro dirigible de exploración ha cumplido excelentemente su tarea… Pongámonos en pie para honrar la memoria de los doce caídos, comprendido Alexandr Ivánovich Volshin, comandante de la nave. El dirigible ha podido comunicarnos con detalle la composición de la escuadra. Son ocho cruceros modernos, con cuatro torres blindadas de tres cañones cada una. Después del combate deben quedarles todavía doce hidroplanos, por lo menos. Además, cuentan con cruceros menores, torpederos y submarinos. Si consideramos que el golpe de cada proyectil equivale a setenta y cinco millones de kilogramos de fuerza viva, una andanada de toda la escuadra sobre la isla será igual, en números redondos, a mil millones de kilogramos de fuerza viva.
—Tanto mejor, tanto mejor —balbuceó, por fin, Rolling.
—Deje de gimotear, abuelito, es una vergüenza… He olvidado de decirles, señores, que debemos dar las gracias a mister Rolling por habernos ofrecido amablemente un invento muy moderno todavía secreto: el gas llamado “Cruz negra”. Gracias a él, nuestros pilotos han derribado cuatro hidroplanos y dejado fuera de combate al buque insignia.
—¡No, yo no le he ofrecido amablemente el gas “Cruz negra”, mister Garin! —aulló Rolling con voz ronca Usted me amenazó, revólver en mano, y me arrancó la orden de que enviaran a la isla unos bidones de ese gas.
Respirando con dificultad, Rolling abandonó, tambaleante, el despacho. Garin pasó a exponer el plan de defensa de la isla. El ataque de la escuadra debía esperarse a los dos días.
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El “Arizona” izó la bandera pirata.
Ello no quiere decir que realmente ondeara en el buque la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas, romántica enseña de los filibusteros. Ese emblema ya no se veía más que en las botellitas de sublimado corrosivo.
En rigor, en el “Arizona” no se izó bandera alguna. Las dos torres metálicas con los hiperboloides lo distinguían ya demasiado bien de todos los demás buques del mundo. Mandaba el yate Jansen, subordinado a madame Lamolle.
El suntuoso camarote de Zoya, con dormitorio, cuarto de baño, tocador y salón estaba cerrado con llave. Zoya se alojaba arriba, en el camarote del capitán, junto con Jansen. Todo el lujo de antes —el toldo de seda azul, los tapices, los cojines y las butacas— había sido retirado. La tripulación, enrolada en Marsella, había sido armada de colts y carabinas. Se había anunciado a los hombres el fin de la salida al mar y prometido un premio por cada buque capturado.
Todo el espacio libre lo llenaban en el yate bidones de gasolina y de agua dulce. Impulsado por el viento, con todo el velamen izado y con sus maravillosos motores Rolls Royce desarrollando su máxima velocidad, el “Arizona” volaba como un albatros, saltando de ola en ola, por el agitado océano.
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—El viento es casi huracanado, capitán.
—Recoger los velachos. A sus órdenes, capitán.
—Revelar la guardia a cada hora. Poner un vigía en la gavia.
—A sus órdenes, capitán.
—En cuanto vean luces, despiértenme inmediatamente.
Jansen entornó los ojos, escrutando el oscuro desierto del océano. La luna aún no había salido. Una tenue neblina velaba las estrellas. En aquellos cinco días de navegación rumbo noroeste, el capitán, entusiasmado, sentía un agradable temblor en todo su cuerpo. En fin, ¿no habían sido piratas sus bisabuelos? Jansen se despidió del segundo con una leve inclinación y entró en el camarote.
Apenas traspuso el umbral, sus músculos experimentaron el conocido choque, como si un tóxico lo privara de sus fuerzas. Permaneció inmóvil bajo el globo mate de la lámpara empotrada en el techo. El bajo y confortable camarote del capitán, revestido de cuero y de madera pulida, aquel adusto refugio del marino solitario, lo saturaba la presencia de una mujer joven.
Ante todo olía allí a perfume. ¡Mil diablos…! La capitana de los piratas se echaba tanta esencia que hasta un muerto abriría los ojos. Sobre el respaldo de una silla había dejado negligentemente su falda de franela y un jersey amarillo dorado. En el suelo, sobre la alfombra, veíanse sus medias, con las ligas. Una de las medias parecía guardar la forma de su pierna.
Madame Lamolle dormía en la litera del capitán. (Aquellos cinco días Jansen se acostaba, sin desnudarse, en el pequeño diván tapizado de cuero.) Zoya yacía de costado. Tenía los labios entreabiertos. Su rostro, ligeramente curtido por el viento del mar, parecía tranquilo, como el de una niña inocente. En uno de sus brazos, desnudo, descansaba su cabeza. ¡Pirata!