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Para Jansen era una prueba muy dura aquella belicosa decisión de madame Lamolle de alojarse con él en un mismo camarote. Desde el punto de vista de la lucha, era acertado. Iban a saquear barcos, quizás a la muerte. No cabía duda de que, si los atrapaban, los colgarían juntos en un mismo palo. Aquello, lejos de inquietar al capitán, lo llenaba de entusiasmo. Era un súbdito de madame, Lamolle, la reina de Isla de Oro. Además, estaba enamorado de ella.

Por más que trataba de explicárselo, el amor se le antojaba a Jansen algo muy oscuro. Había conocido en su vida a muchas chicas de los cabarets de los puertos y a no menos damas opulentas, en los trasatlánticos, que, por aburrimiento y curiosidad, anudaban sus brazos al cuello del marino. De algunas se había olvidado, como de las aburridas páginas de un libro insulso y vacío; a otras le agradaba recordarlas en las horas tranquilas de la guardia, paseando por el puente de mando a la tibia luz de las estrellas.

Allí en Nápoles, cuando Jansen esperaba en la sala para fumar la llamada telefónica de madame Lamolle, había aún algo que le recordaba sus antiguas aventuras amorosas. Pero lo que debió ocurrir entonces, después de la cena y el baile, no se había producido. Medio año había transcurrido desde entonces, pero a Jansen lo extrañaba aún el mero recuerdo: ¿sería posible que su mano hubiera oprimido durante el baile, estando él en su sano juicio, la espalda de madame Lamolle? ¿Sería posible que tan sólo contados minutos, la mitad de un cigarrillo, lo hubieran separado de una dicha inconcebible? Ahora, al oír su voz en el extremo opuesto del yate, temblaba lentamente, como si en él, en su interior, se desencadenara una apacible tempestad. Cuando veía en cubierta, sentada en un sillón de mimbre, a la reina de la Isla de Oro, con los ojos errando por la línea que unía el mar y el cielo, su alma sentía una nostálgica añoranza, que su razón no alcanzaba a comprender, tan fuerte eran su fidelidad y su amor.

Quizás la causa de ello fueran los vikingos, los piratas antecesores de Jansen, que se alejaban de las costas de su patria en rojas embarcaciones de popa muy levantada y proa en forma de cresta de gallo, con escudos colgados a lo largo de las bordas y una recta vela en un mástil de fresno. Junto al mástil aquel, Jansen el antepasado cantaba al azul océano, a los negros nubarrones, a la doncella de cabellos de oro, a la lejana doncella que lo esperaba a la orilla del mar, avizorando la lejanía. Pasaban los años, y sus ojos eran tan azules como el mar, tan sombríos como los nubarrones de tormenta. La nostalgia del pobre Jansen procedía de la profundidad de los siglos.

De pie en el camarote, que olía a piel y a esencia, miraba, desesperado y extático a la vez, el rostro querido, a su amor. Temía que Zoya se despertara. Se acercó de puntillas al diván y se acostó. Cerró los ojos. Las olas rumoreaban. Rumoreaba el océano. El antepasado cantaba su antigua canción de la herniosa doncella. Jansen cruzó las manos tras la nuca, y el sueño y la dicha lo envolvieron.

107

—¡Capitán…! (Llamaron a la puerta.) ¡Capitán!

—¡Jansen!

La alarmada voz de madame Lamolle atravesó como una aguja su cerebro. Jansen se levantó de un salto, saliendo con mirada insensata de la bruma de los sueños. Madame Lamolle se ponía apresuradamente las medias. Su camisa resbaló, dejando al descubierto un hombro.

—¡Alarma! —dijo madame Lamolle—. Y usted duerme…

Llamaron otra vez a la puerta, y la voz del segundo dijo:

—Capitán, luces a babor.

Jansen abrió la puerta. El aire húmedo llenó sus pulmones. Tosiendo, Jansen salió al puente de mando. La oscuridad era impenetrable. Lejos, a babor, dos luces se mecían sobre las olas.

Sin apartar de ellas la mirada, Jansen buscó el pito que colgaba sobre su pecho. Dio la señal. Los contramaestres respondieron. Jansen gritó con voz clara y distinta:

—¡Zafarrancho! ¡Todos a cubierta! ¡Recoger las velas!

Sonaron pitos y voces de mando. Desde el castillo y la toldilla salieron en tropel los marineros. Treparon como gatos por los mástiles y se mecieron en las vergas. Chirriaron las roldanas. Levantando la cabeza, un contramaestre maldecía todo lo humano y lo divino. Las velas cayeron. Jansen mandó:

—¡Estribor! ¡Avante, a toda máquina! ¡Fuera luces!

Impulsado tan sólo por los motores, el “Arizona” viró bruscamente. La cresta de una ola saltó la borda de estribor y se arrastró por la cubierta. Se apagaron las luces. En medio de una oscuridad absoluta, el casco del yate trepidó, desarrollando su máxima velocidad.

Las luces descubiertas se acercaban rápidamente de allende el horizonte. Pronto apareció la silueta de un buque que despedía mucho humo: era un paquebote de dos chimeneas.

Madame Lamolle salió al puente de mando. Llevaba en la cabeza una boina de punto con una borlita, y en el cuello, una bufanda de lana de Angora, ondulante a su espalda. Jansen le ofreció los prismáticos. Ella los aplicó a sus ojos, pero, como el buque cabeceaba mucho, tuvo que apoyar la mano que sostenía los prismáticos en el hombro de Jansen. El capitán sintió cómo latía el corazón de Zoya bajo su tupido jersey.

—¡Al ataque! —dijo Zoya y, acercando la cara miró firmemente a Jansen a los ojos.

El “Arizona” fue descubierto cuando se hallaba ya a quinientos metros del paquebote. En la cabina del timonel del buque agitaron un fanal; después rugió bronca una sirena. El “Arizona”, sin encender las luces ni responder a las señales, volaba perpendicularmente hacia el iluminado barco. El paquebote aminoró la marcha y trató de virar para eludir el choque…

Una semana después, el corresponsal del New York Herald describía como sigue el inaudito suceso.

“…Serían las cinco menos cuarto cuando nos despertó el alarmante rugir de la sirena. Los pasajeros nos volcamos a cubierta. Al salir de los iluminados camarotes, la noche nos pareció negra como la tinta. Advertimos la alarma que reinaba en el puente de mando y, con los prismáticos.

Escrutábamos la oscuridad. Nadie sabía a ciencia cierta qué había ocurrido. Nuestro buque amenguó la marcha. Y de pronto vimos que… hacia nosotros avanzaba rápido un barco de forma inusitada. Estrecho y largo, con tres altos mástiles, parecido a un rápido clíper, llevaba a proa y a popa dos extrañas torres metálicas. Alguien gritó en broma que era el “Buque fantasma…” Por un minuto, todos fuimos presa del pánico. El enigmático barco se detuvo a unos cien metros de nosotros, y una voz imperiosa gritó en inglés con la bocina:

—“¡Alto las máquinas! ¡Apagar las calderas!”

Nuestro capitán respondió:

—“Antes de cumplir la orden, debemos saber quién la da”.

Del buque respondieron:

“Lo ordena la reina de la Isla de Oro”.

Quedamos estupefactos: ¿Qué era aquello, una broma, una nueva travesura de Pierre Harry?

El capitán dijo: “Ofrezco a la reina un camarote vacío y un suculento desayuno si está hambrienta”.

Estas palabras eran del foxtrot El pobrecito Harry. En cubierta todos soltamos la carcajada. Inmediatamente, en la torre de proa del buque misterioso apareció un rayo. Era fino como una aguja de hacer media, de una blancura cegadora, y se acercaba desde la torre sin ensancharse. En aquel instante a nadie le pasó por la cabeza que estaba viendo la más terrible arma entre las ideadas por la humanidad. Todos nos sentíamos de excelente humor.

El rayo describió un rizo en el aire y cayó sobre la proa de nuestro paquebote. Oyóse un horroroso hervor, y una llama verdosa brotó en el acero cortado. Un marinero que se encontraba en la toldilla lanzó un espantoso alarido. La obra muerta de proa se hundió en el mar. El rayo se elevó, tembló en lo alto y, volviendo a descender, pasó paralelo sobre nosotros. Con gran estrépito cayeron sobre la cubierta las puntas de ambos mástiles. Horrorizados, los pasajeros corrieron hacia las escalas. El capitán resultó herido.