—¡El mercurio tiene un matiz dorado! ¡Aquí hay un 90% de oro de ley!
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Como si fuera petróleo, el oro brotaba de la tierra. Suspendieron los trabajos de avance. El “topo de hierro” fue desmontado y lo sacaron a la superficie. Quitaron las entubaciones metálicas temporales del pozo. En su lugar, hundieron en él, hasta el fondo mismo, unos macizos cilindros de acero con todo un sistema de tuberías de refrigeración.
Bastaba con regular la temperatura para que la amalgama de mercurio y oro, empujada por los caldeados gases, se elevara a cualquier altura del pozo. Garin calculó que en cuanto los cilindros de acero llegaran al fondo, la amalgama ascendería hasta la boca misma y se podría extraer desde la superficie.
Se tendió apresuradamente, en dirección noreste, una conducción de mercurio. En el ala izquierda del castillo, al pie de la torre del gran hiperboloide, construyeron hornos, con crisoles de cerámica, para evaporar el oro.
Garin proyectaba obtener diariamente, en el primer período, unas ciento sesenta toneladas de oro, es decir, unos cien millones de dólares por día.
Se envió al “Arizona” la orden de que regresara a la isla. Madame Lamolle respondió lanzando al éter un radiograma de felicitación y declarando a todos, a todos, a todos, que cesaba sus correrías por el Pacífico.
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Poco antes de la apertura de la conferencia de Washington arribaron al puerto de San Francisco cinco buques de gran tonelaje. Izaron tranquilamente la bandera holandesa y atracaron entre miles de otros mercantes que se encontraban en la amplia bahía, llena de humo y bañada por el sol del estío.
Los capitanes bajaron a tierra. Toda la documentación estaba en regla. En los barcos se secaban al sol los calzoncillos de los marineros. Fregaban la cubierta. A los funcionarios de aduanas les causó cierto asombro la carga de aquellos buques con la bandera holandesa. Pero les explicaron que aquellos lingotes de metal amarillo, de cinco kilos de peso cada uno, eran de oro y habían sido llevados a América para venderlos.
A los funcionarios les hizo gracia la broma y se rieron.
—¿A cómo venden el oro? ¡Je, je!
—Al precio de coste —respondieron los segundos de a bordo.
En los cinco barcos se sostenía, palabra por palabra, la misma conversación.
—¿Y cuanto piden?
—Dos dólares y medio por kilo.
—¡Barato lo venden ustedes!
—Lo vendemos barato porque la mercancía abunda —respondieron los segundos, chupando sus pipas.
Los aduaneros escribieron en sus libros: “Carga: lingotes de metal amarillo, declarados como oro”. Y se marcharon riendo. Pero la cosa no era como para reírse.
Dos días después, en las secciones de anuncios de los periódicos, en carteles blancos y amarillos pegados en los postes, y escrito con tiza en las aceras, podía leerse por todo San Francisco:
“El ingeniero Piotr Garin, considerando terminada la guerra por la independencia de la Isla de Oro y muy apenado ante las pérdidas sufridas por el enemigo, ofrece con todo su respeto a los habitantes de los Estados Unidos, como comienzo de unas relaciones comerciales pacíficas, cinco barcos cargados de oro de ley. Vendemos lingotes de oro de cinco kilogramos a razón de dos dólares y medio el kilogramo. Quienes lo deseen, pueden adquirirlo en los estancos, ferreterías, lecherías, kioscos de periódicos, puestos de limpiabotas, etc., etc. Ruego se convenzan de la legitimidad del oro, del que dispongo en cantidad ilimitada. Con todo respeto, Garin”.
Naturalmente, nadie creyó aquel absurdo anuncio. La mayoría de los intermediarios ocultaron los lingotes. Sin embargo, la ciudad empezó a hablar de Piotr Garin, legendario pirata y bandido, que de nuevo alteraba la quietud de la gente honrada. Los periódicos de la tarde pedían que se linchara a Pierre Harry. A las seis de la tarde, multitudes de ociosos se congregaron en el puerto y, en mitines relámpagos, aprobaron la resolución de hundir los barcos de Garin y ahorcar en los faroles a las tripulaciones. La policía se vio en dificultades para contener al gentío.
Mientras tanto, las autoridades portuarias efectuaban una investigación. La documentación de los cinco barcos estaba en regla, y las naves no podían ser secuestradas, ya que pertenecían a una conocida compañía naviera holandesa. Sin embargo, las autoridades prohibieron que se comerciase con aquellos lingotes, que tanto excitaban a la población. Pero ninguno de los funcionarios se opuso cuando le metieron en los bolsillos de los pantalones dos lingotes. Comprobaban el oro hincándole el diente. ¡Sí, por su color y por su peso era oro, oro de ley, dijérase lo que se dijese! Por eso dejaron pendiente la cuestión, y echaron tierra al asunto por el momento.
Unos marinos muy poco locuaces llevaron a las redacciones de los treinta y dos diarios que se publicaban en la ciudad sendos sacos abarrotados de aquellos enigmáticos lingotes. Al dejarlos allí, sólo dijeron: “Es un regalo”. Los redactores se indignaron. En las treinta y dos redacciones se armó un revuelo inenarrable. Invitaron a unos joyeros para comprobar si aquello era efectivamente oro. Se proponían medidas sangrientas contra la desfachatez de Pierre Harry. Pero los lingotes desaparecieron, sin que se supiera cómo, de las treinta y dos redacciones.
Aquella noche, alguien arrojó lingotes de oro por las calles de la ciudad. A las nueve de la mañana, en las peluquerías y estancos colgaron el anuncio: “Aquí se vende oro de ley a dos dólares y medio el kilogramo”.
La población se estremeció.
Lo peor del caso era que nadie comprendía por qué vendían el oro a dos dólares y medio el kilogramo. Pero, no comprarlo, hubiera sido una estupidez. En la ciudad se armó un revuelto infernal. Miles de personas se apiñaban en el puerto, ante los barcos, y gritaban: “¡Lingotes, lingotes, lingotes!” El oro lo vendían en las mismas pasarelas. Aquel día pararon los tranvías y el ferrocarril subterráneo. En las oficinas y en las instituciones oficiales reinaba el caos: los funcionarios, en vez de ocuparse de su trabajo, corrían de estanco en estanco, implorando que les vendieran un lingotito. Los almacenes y los comercios no funcionaban, los encargados y dependientes habían huido, y los rateros y atracadores eran los dueños de la ciudad.
Circuló el rumor de que habían traído el oro en cantidad limitada y ya no arribarían más barcos con lingotes.
Al tercer día, en todos los confines de América empezó la fiebre del oro. Los ferrocarriles de las líneas del Pacífico llevaban al oeste multitudes de buscadores de la felicidad, emocionados, llenos de desconcierto, de dudas, todos ellos exaltados a más no poder. Los trenes se tomaban al asalto. Aquella oleada de estupidez humana era una expresión de enorme desconcierto.
Con retraso, como siempre suele ocurrir, el gobierno de Washington dio la orden siguiente: “Acordonar con tropas de policía los buques cargados, según se dice, de oro. Detener a los oficiales y marineros y precintar las escotillas”. La orden fue cumplida.
Las enfurecidas multitudes que habían acudido en busca de la dicha desde los confines del país, abandonando sus asuntos y su trabajo para llenar los calurosos muelles de San Francisco, en los que todo lo comestible había sido destruido, como por una nube de langosta, aquellas enloquecidas multitudes rompieron el cordón de la policía y peleaban como fieras rabiosas, con revólveres, cuchillos y dientes: echaron al agua a un montón de policías, pusieron en libertad a las tripulaciones de los barcos fletados por Garin y, pistola en mano, hicieron cola para comprar oro.
De la Isla de Oro llegaron tres barcos más. Las grúas descargaban los lingotes en el muelle y los amontonaban en pilas. Aquello infundía un espanto irresistible. La gente temblaba, mirando desde las colas los tesoros que fulgían sobre el empedrado.