Jansen examinaba de reojo el lujoso dormitorio, recién terminado. Respondió, la gorra sobre las rodillas:
—Al despedirnos, Garin me dijo que no se preocupara usted, madame Lamolle. No se aparta ni un paso de su plan. Echando el oro por los suelos, ha ganado la batalla. La semana que viene, el Senado lo proclamará dictador. Entonces elevará el precio del oro.
—¿De qué modo? No comprendo eso.
—Editará una ley prohibiendo la importación y la venta del oro. Dentro de un mes. el metal recobrará su antiguo precio. No hemos vendido tanto como parece. Más ha sido el ruido que las nueces.
—¿Y la mina?
—La mina será destruida.
Madame Lamolle frunció el ceño. Encendió un cigarrillo y dijo:
—No comprendo nada.
—La cantidad de oro debe ser limitada, pues de otro modo perderá el tufo del sudor humano. Como es natural, antes de destruir la mina, se extraerá lo necesario para que Garin posea más del cincuenta por ciento de todo el oro del mundo. Así, si baja su precio, lo hará tan sólo en unos cuantos centavos por dólar.
—Perfecto… Pero ¿cuánto asignan para mi palacio, para mis caprichos? Yo necesito mucho, muchísimo.
—Garin le ruega que haga usted el presupuesto. Se promulgará una ley concediéndole todo lo que pida…
—¿Acaso sé yo cuánto necesito…? ¡Qué estúpido resulta todo…! En primer lugar, donde hoy se encuentran las colonias obreras, los talleres y los almacenes se construirán teatros, hoteles y circos. Será la ciudad de las maravillas… Puentes como los que se ven en los antiguos dibujos chinos unirán la isla con los bancos y los escollos. Allí edificaré casetas de baños, pabellones para juegos, puertos para los balandros y los hidroplanos. En el sur de la isla alzaremos un enorme edificio que se vea en muchas millas a la redonda: “La casa donde reposan los genios”. Saquearé todos los museos de Europa. Reuniré todo lo que ha creado la humanidad. La cabeza, querido, me da vueltas de tantos planes. Hasta en sueños veo escalinatas de mármol que se pierden en las nubes, fiestas, bailes de máscaras…
Jansen se irguió, sin levantarse, en la elegante silla con adornos de oro:
—Madame Lamolle…
—Espere —cortó impaciente Zoya—, dentro de tres semanas llegará aquí mi corte. A toda esa jauría hay que alimentarla, vestirla y distraerla. Quiero hacer venir de Europa a dos o tres reyes auténticos y a una docena de príncipes de sangre. Traeremos en dirigible al Papa de Roma. Quiero ser ungida y coronada con todas las de la ley, para que dejen de componer vulgares foxtrots acerca de mi persona…
—Madame Lamolle —dijo implorante Jansen—, no la he visto a usted en todo un mes. Aprovechemos la ocasión y, ahora que usted puede, hagámonos a la mar. El “Arizona” acaba de ser retocado. Quisiera verme de nuevo con usted en el puente de mando, bajo las estrellas.
Zoya lo miró con expresión tierna. Sonriendo apenas, tendió la mano. Jansen aplicó a ella los labios y permaneció inclinado largo rato.
—No sé, Jansen, no sé —dijo Zoya, pasando la otra mano por la nuca del marino—, a veces me parece que la felicidad se encierra únicamente en su busca… y en los recuerdos… Pero eso es en los momentos de cansancio… Alguna vez volveré a usted, Jansen… Sé que me esperará con paciencia… Recuerde… Recuerde el Mediterráneo, el día azul en que lo nombré comendador de la orden de la “Divina Zoya…” (Zoya rió y oprimió la nuca del capitán.) Y si no vuelvo, Jansen, ¿acaso soñar en mí, echarme de menos, no es una dicha? ¡Ay, amigo mío, nadie sabe que la Isla de Oro es un sueño que tuve un día en el Mediterráneo: me dormí en cubierta y vi unas escalinatas que salían del mar, y palacios, palacios, uno sobre otro, formando terrazas, a cual más precioso… Y multitud de personas bellas, de súbditos míos, míos, ¿comprende? No, no conoceré la quietud mientras no acabe de construir la ciudad con que soñé aquel día. Sé, fiel amigo, que usted me ofrece su persona, el puente de mando y el desierto del mar a cambio de mi loco delirio. Usted no conoce a las mujeres, Jansen… Somos frívolas, derrochadoras… Eché como si fueran guantes sucios los miles de millones de Rolling porque, de todos modos, no me hubieran salvado de la vejez, del agostamiento… Corrí en pos de un mendigo, de Garin… La cabeza me dio vueltas al oír sus locos sueños. Pero no lo amé más que una noche… Desde entonces no puedo volver a amar como usted desea… Jansen, querido Jansen ¿qué debo hacer…? Debo volar en alas de mi vertiginosa quimera hasta que mi corazón deje de latir… (Jansen se levantó de la silla, y Zoya tomó de pronto su mano.) Sé que sólo una persona en el mundo me quiere. Esa persona es usted, Jansen. ¿Acaso puedo garantizar que un buen día no acudiré a usted para decirle: “Jansen, sálveme de mí misma…”?
120
En la blanca casita en la orilla del pequeño y solitario puerto de la Isla de Oro estuvieron discutiendo acaloradamente toda la noche. Shelgá leyó un llamamiento que había escrito a vuela pluma. Decía así:
“Trabajadores de todo el mundo: Conocéis la magnitud y las consecuencias del pánico que cundió en los Estados Unidos cuando arribaron al puerto de San Francisco los barcos de Garin cargados de oro.
El capitalismo se tambalea: el oro pierde su valor, todas las monedas bajan, los capitalistas no tienen con qué pagar a sus mercenarios: la policía, las tropas de castigo, los provocadores, los tribunos populares a sueldo. Se ha alzado en toda su talla el fantasma de la revolución proletaria.
Pero el ingeniero Garin, que ha asestado ese golpe al capitalismo, lo que menos desea es que su aventura desemboque en la revolución.
Garin va al poder. Garin barre la resistencia de los capitalistas, que no han comprendido todavía con la suficiente claridad que Garin es una nueva arma de lucha contra la revolución proletaria.
Garin se pondrá muy pronto de acuerdo con los más grandes capitalistas.
Ellos lo proclamarán dictador y jefe. Garin se apropiará de la mitad del oro del mundo y entonces mandará cegar la mina en la Isla de Oro para que la cantidad de oro en el mundo sea limitada.
De consuno con una pandilla de grandes capitalistas, saqueará toda la humanidad y convertirá a los hombres en esclavos.
Trabajadores de todo el mundo, ha llegado la lucha decisiva. Así lo afirma el Comité revolucionario de la Isla de Oro. El Comité declara que la Isla de Oro, con la mina y con todos los hiperboloides, pasa a manos de los insurrectos del mundo entero. A partir de hoy, los trabajadores tienen en sus manos inagotables reservas de oro.
Garin y su camarilla se defenderán encarnizadamente. Cuanto antes pasemos a la ofensiva, tanto más segura será nuestra victoria”.
No todos los miembros del Comité revolucionario aprobaron el llamamiento. Algunos vacilaban, asustados por su audacia: ¿Lograrían levantar tan rápidamente a los obreros? ¿Conseguirían armas? Los capitalistas disponían de las marinas de guerra, de poderosos ejércitos, de policía, armada con gases y ametralladoras… ¿No sería mejor esperar y, en caso extremo, declarar la huelga general…?
Shelgá, haciendo esfuerzos por reprimir su cólera, decía a los vacilantes:
—La revolución es la estrategia superior. La estrategia es la ciencia de la victoria. Vence quien toma la iniciativa en sus manos, quien es audaz. Sopesar tranquilamente las cosas podréis después, cuando, una vez obtenida la victoria, se os ocurra escribir, para las generaciones venideras, la historia de nuestra victoriosa lucha. Si ponemos en tensión todas nuestras energías, lograremos levantar la insurrección. Las armas las conseguiremos en el combate. La victoria está asegurada porque quiere vencer toda la humanidad trabajadora, y nosotros somos su destacamento de vanguardia. Eso dicen los bolcheviques. Y los bolcheviques no conocen la derrota.