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Al oír estas palabras, el mocetón de los ojos azules, que todo el tiempo había callado, se sacó la pipa de la boca y dijo con su densa voz:

—¡Basta! ¡Ya hemos perorado bastante! ¡Manos a la obra, muchachos!

121

El alto y cano ayuda de cámara, con librea y medias blancas, entró de puntillas en el dormitorio, dejó en la mesita de noche una jícara de chocolate con bizcochos y, con leve susurro, descorrió los estores de las ventanas. Garin abrió los ojos y dijo:

—Un cigarrillo.

No podía desembarazarse de la costumbre, muy extendida en Rusia, de fumar en ayunas, aunque sabía que la alta sociedad americana se interesaba por cada paso, por cada movimiento, por cada palabra suya y estimaba que fumar en ayunas era un síntoma de depravación.

Toda la prensa americana publicaba a diario artículos para justificar el pasado de Piotr Garin. Si antes bebía vino, era por fuerza mayor, ya que en realidad odiaba el alcohol; sus relaciones con madame Lamolle eran puramente fraternales, y se basaban en su afinidad espiritual; resultaba que la ocupación predilecta de Garin y de madame Lamolle en sus horas de ocio consistía en leer en voz alta capítulos de la Biblia; sus acciones violentas (el asunto de Ville d'Avray, la voladura de las fábricas químicas, el hundimiento de la escuadra americana, etc.) se debían, unas a fatales casualidades y otras a la falta de precaución al manejar los hiperboloides; en todo caso, el gran hombre estaba sincera y profundamente arrepentido de todo ello y dispuesto a creer en la santa madre Iglesia para borrar definitivamente sus involuntarios pecados (entre las iglesias protestante y católica ya había comenzado la lucha por Piotr Garin); por último le atribuían que, desde la infancia, practicaba, por lo menos, diez deportes.

Después de fumarse un grueso cigarrillo, Garin miró de reojo el chocolate. Si hubiera sido en los tiempos en que lo consideraban un canalla y un bandido, hubiera pedido un sifón y coñac, para entonar bien los nervios, pero, ¿acaso podía el dictador de medio mundo beber coñac por las mañanas? Tan inmoral conducta hubiera apartado de él a toda la gran burguesía, que, cual segunda guardia napoleónica, se agrupaba en torno a su trono.

Con una mueca de disgusto, probó el chocolate. El ayuda de cámara, que se encontraba de pie junto a la puerta, preguntó a media voz, con una expresión de solemne tristeza:

—¿Permite el señor dictador que pase su secretario particular?

Garin se sentó perezosamente en la cama y se puso un pijama de seda:

—Que pase.

Entró el secretario. Se inclinó dignamente tres veces ante el dictador: una junto a la puerta, otra en medio de la habitación y la tercera cerca ya de la cama. Dio los buenos días. Miró por un segundo, con el rabillo del ojo, la silla cercana.

—Siéntese —dijo Garin y bostezó con tanta fuerza que se oyó el chocar de sus dientes.

El secretario particular tomó asiento. Iba vestido de negro y era de edad media, huesudo, de frente surcada de arrugas y mejillas hundidas. Siempre tenía los ojos entornados. Lo consideraban el hombre más elegante del Nuevo Mundo y, como lo sospechaba Garin, los grandes financieros le habían proporcionado el cargo aquel para que espiase al dictador.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Garin—. ¿Qué tal el oro?

—Sube.

—Despacio, ¿sí?

El secretario levantó los párpados melancólicamente y respondió:

—Sí, despacio. Por ahora, despacio.

—¡Canallas!

Garin metió los pies en sus zapatillas de brocado y se puso a ir y venir por la blanca alfombra del dormitorio.

—¡Canallas, hijos de perro, asnos!

Espontáneamente se llevó la mano izquierda a la espalda, con el pulgar de la derecha se sujetó los tirantes del pijama y, un mechón caído sobre la frente, prosiguió sus idas y venidas por la habitación. Por lo visto, el momento aquel le pareció también histórico al secretario, pues se irguió en la silla, sacando el pescuezo del cuello postizo almidonado, y parecía escuchar los pasos de la historia.

—¡Canallas! —repitió Garin por última vez—. Yo estimo que esa lentitud con que sube el oro es desconfianza en mí. ¡Desconfianza en mí!, ¿comprende? Editaré un decreto prohibiendo la venta libre de lingotes de oro bajo pena de muerte… Escriba.

Garin se detuvo y, mirando severo las rosadas posaderas de “Aurora”, que volaba en el techo, entre nubecillas y cupidos, se puso a dictar:

“A partir de hoy, por disposición del senado…” Cuando hubo terminado con el decreto, se fumó otro cigarrillo. Tiró la colilla en la jícara de chocolate, a medio tomar. Luego preguntó:

—¿Qué más novedades hay? ¿No se ha descubierto ningún complot contra mi vida?

Con sus finos dedos de largas y pulidas uñas, el secretario sacó de la cartera una hoja de papel, la leyó en silencio, miró al dorso, le dio la vuelta y dijo:

—Ayer por la tarde y hoy a las seis y media de la mañana, la policía ha descubierto dos nuevos complots contra su persona, sir.

—¡Ah! ¡Muy bien! Publíquenlo en los periódicos. ¿Quién ha sido? Confío en que la muchedumbre misma habrá ajustado las cuentas a los canallas. ¿Eh?

—Anoche fue descubierto en el parque, frente al palacio, un joven, al parecer obrero, que llevaba en los bolsillos dos tuercas de medio kilo cada una. Desgraciadamente, era tarde, en el parque no había nadie, y sólo algunos transeúntes que se enteraron del peligro que había corrido la vida de nuestro adorado dictador dieron de puñetazos al canalla. Ha sido detenido.

—Esos transeúntes ¿eran particulares o agentes de la policía?

Al secretario le temblaron los párpados, sonrió con un ángulo de la boca, con aquella inimitable sonrisa, que no tenía igual en todos los Estados Unidos:

—Por supuesto, sir, eran particulares, honrados comerciantes, fieles a usía, sir.

—Establece cómo se llaman esos comerciantes —dictó Garin—, y expresales en la prensa mi caluroso agradecimiento. Al bandido ese, castigarlo con todo el rigor de la ley. Una vez se haya dictado la sentencia, lo indultaré.

—El segundo atentado también se ha producido en el parque —continuó el secretario—. Se ha descubierto a una dama que miraba hacía las ventanas de su dormitorio, sir. Se le ha quitado un pequeño revólver.

—¿Es jovencita?

—Tiene cincuenta y tres años. Es una solterona.

—¿Y que ha hecho la multitud?

—Se ha limitado a arrancarle de la cabeza el sombrero, a romper su paraguas y a pisotear su bolso. Ese entusiasmo relativamente débil se debe a lo temprano de la hora y al triste aspecto de la dama esa, pues la acometió un desmayo al ver a la enfurecida muchedumbre.

—Dar un pasaporte para el extranjero a esa vieja lechuza y expulsarla inmediatamente de los Estados Unidos. La prensa no debe comentar mucho el incidente. ¿Qué más hay?

A las nueve menos cinco, Garin se dio una ducha y luego se puso en manos del peluquero y de sus cuatro ayudantes. Tomó asiento en un sillón especial, parecido a los de los dentistas y cubierto con una sábana de lino, que se encontraba ante un triple espejo. Al mismo tiempo que le daban en la cara un baño de vapor, dos rubias cuidaban con limas, tijeras y polissoires las uñas de sus manos, y dos avezadas mulatas, las de sus pies. El pelo se lo perfumaron con distintas aguas aromáticas y esencias, se lo rizaron con tenacillas y se lo peinaron de modo que le cubriera la incipiente calvicie. Un barbero a quien se había otorgado el título de baronet por su maravilloso arte, afeitó a Piotr Petróvich y luego le perfumó la cara y la cabeza con distintas esencias: el cuello con agua de rosas, las orejas con Chipre, las sienes con Bouquet Vernais, las comisuras de los labios con “Rama de manzano” (“Grab Aple”) y la barbita con la deliciosa esencia “Crepúsculo”.