Después de todas aquellas manipulaciones, el dictador estaba como para envolverlo en papel de seda, meterlo en un estuche y enviarlo a una exposición. Garin tuvo que hacer un gran esfuerzo para aguantar hasta el fin. Era objeto de aquellas manipulaciones todas las mañanas, y los periódicos hablaban de su “cuarto de hora después del baño”. ¡De aquello no había quien lo salvara!
Pasó luego Garin al guardarropa, donde le estaban esperando dos lacayos y el ayuda de cámara, a quien ya conocemos, con los calcetines, las camisas, los zapatos, y demás accesorios de su atavío. Aquel día, Garin eligió un traje marrón jaspeado. Los canallas de los reporteros habían propalado que el dictador escogía sus corbatas con un gusto extraordinario. En fin, tuvo que resignarse y afinar todo lo posible. Detuvo aquella mañana su elección en una corbata con todos los colores de las plumas del pavo real. Blasfemando a media voz, en ruso, se la anudó él mismo.
Mientras se dirigía al comedor, de estilo medieval, exclamó mentalmente:
“¡Este maldito régimen no hay quien lo aguante mucho tiempo, qué diablos!”
Mientras desayunaba (por cierto sin una gota de alcohol), el dictador debía examinar su correspondencia. Sobre una bandeja de porcelana de Sevres podían verse unas trescientas cartas. Mientras engullía un pescado ahumado frito, insípido jamón y papillas de avena sin sal (el desayuno de los deportistas y los hombres de buenas costumbres). Garin tomaba al azar algunos sobres, crujientes como el hojaldre. Los abría con el sucio tenedor y leía:
“Mi corazón late desbocado, la emoción apenas si me deja escribir estas líneas… ¿Qué pensará usted de mí? ¡Dios mío! Le amo. Le amo desde el instante en que vi en el periódico (aquí venía el título) su retrato. Soy joven. Hija de padres muy respetables. Me llenaría de entusiasmo ser esposa y madre…”
Por lo común, adjuntaban una fotografía. Las cartas llegadas de todos los confines de América eran mensajes de amor. Aquellas fotografías (en el transcurso de un mes se habían acumulado decenas de millares), aquellas caritas de opulenta cabellera, ojos inocentes y naricillas estúpidas infundían un tedio espantoso, mortal. ¿Valía la pena haber recorrido el vertiginoso camino desde la isla Krestovski hasta Washington, desde el frío cuartucho en la solitaria casa de la barriada Petrográdskaia por el que Garin iba y venía de un ángulo a otro, estrujándose las manos, buscando una salida, si es que existía, a su situación, la fuga en el “Bibigonda”, —hasta su dorado sillón presidencial en el Senado, adonde debería ir pasados veinte minutos— valía la pena haber horrorizado al mundo, haber alcanzado el océano de oro y haber llegado a ser dueño y señor del universo, para caer en la ratonera de aquella aburridísima vida propia del último filisteo?
—¡Puf, diablos!
Garin arrojó la servilleta y tabaleó con los dedos en la mesa. No se le ocurría nada. Nada más podía desear. Había llegado a la cumbre. Era dictador. ¿Y si exigía que lo coronasen emperador? No, entonces le harían la vida imposible del todo. ¿Y si se escapaba? ¿A dónde? ¿Para qué? ¿A reunirse con Zoya? ¡Ay, Zoya! En sus relaciones con ella había desaparecido lo principal, lo que nació aquella noche húmeda y tibia en el viejo hotel de Ville d'Avray. Entonces, bajo el rumorear de los árboles en el parque, entre morbosas caricias, nació la fantástica aventura de Garin. Entonces aleteaba el entusiasmo de la lucha en perspectiva. Entonces le fue fácil decir: pondré el mundo a tus pies… Garin había vencido. Había puesto el mundo a sus pies… Pero Zoya estaba lejos de él, era una extraña, madame Lamolle, la reina de la Isla de Oro. Y el aroma de su pelo y la fija mirada de sus ojos fríos y soñadores volvían loco a otro. Mientras, él, Garin, el vencedor del mundo, comía papillas sin sal y examinaba, entre bostezos, las necias caritas de las fotografías. El fantástico sueño que viviera en Ville d'Avray se había esfumado… Ahora tenía que editar decretos, desempeñar el papel de gran hombre, ser decentísimo en todos los aspectos… ¡Diablos…! ¡Qué a gusto pediría una botella de coñac…!
Se volvió hacia los lacayos, que se encontraban plantados junto a la puerta, con trazas de muñecos de panóptico. Inmediatamente, dos de ellos se adelantaron, uno se inclinó con aire interrogante, y el otro dijo con voz de marica:
—El automóvil está esperando, señor dictador.
El dictador entró en el Senado taconeando insolente. Después de sentarse en su dorado sillón, profirió con voz metálica la frase de ritual con que abría las sesiones. Su rostro, con las cejas fruncidas, expresaba energía y decisión. Decenas de máquinas de retratar y de cámaras de cine lo filmaron en aquel instante. Centenares de bellas mujeres que ocupaban los palcos para el público lo miraban arrobadas, dándole a entender que eran suyas.
Aquel día, el Senado debía conferirle los títulos de lord de Gales del Sur, duque de Nápoles, conde de Charleroi, barón de Munchausen y coemperador de todas las Rusias. En nombre de los Estados Unidos de Norteamérica donde, desgraciadamente, por ser un país democrático, no había títulos, le asignaron el tratamiento de Businessman of God lo que, traducido, significa, más o menos, “Comerciante por la gracia de Dios”.
Con el mayor de los placeres hubiera cubierto de escupitajos aquellas grasientas y respetables calvas que llenaban el anfiteatro de la sala con dos ventanales. Pero comprendió que, en vez de escupir, se levantaría inmediatamente para expresar su agradecimiento.
“Esperad, canallas —se dijo, pálido, pequeñajo, con su puntiaguda barbita, de pie ante los senadores que lo aclamaban—, buen regalo pienso haceros con el proyecto de depuración racial y de selección del primer millar…” Pero se daba cuenta que se hallaba atado de pies y manos y, con sus títulos de lord, duque, conde y comerciante por la gracia de Dios, no se atrevería a hacerles el regalo aquel… Y de la sala del Senado tendría que ir, sin demora, al banquete de rigor…
En la calle, el coche del dictador era acogido con aclamaciones. Si se fijaba uno, saltaba a la vista que quienes gritaban eran unos mocetones con pinta de policías disfrazados. Garin saludaba y agitaba la mano, calzada en guante de color limón. Sí, de no haber nacido en Rusia y no haber vivido la revolución, quizás le hubiera producido el más vivo placer cruzar la ciudad por entre las jubilosas muchedumbres que expresaban su lealtad al dictador con gritos de “hip”, “hip” y arrojándole flores. Pero Garin estaba envenenado. Se enfurecía, y pensaba: “¡Comedia, pura comedia, cerrad esas bocas, borregos, que no hay de que alegrarse!”. Se apeó del automóvil a la puerta del Ayuntamiento, donde decenas de manos femeninas (las hijas de los reyes del petróleo, los ferrocarriles, la industria conservera y otros) vertieron sobre él una lluvia de flores.
Subía rápido la escalera, lanzando besos a diestro y siniestro. En la sala rompió a tocar la orquesta, en honor del comerciante por la gracia de Dios. Se sentó, y todos se sentaron. La mesa, blanca, nívea, estaba llena de flores y de cristal de Bohemia. Cada cubierto constaba de once cuchillos de plata y de once tenedores de distintos tamaños (sin contar las cucharas, las cucharillas y las pinzas para la langosta y los espárragos). Había que saber con qué cuchillo y con qué tenedor se comía cada plato.
Garin rechinó los dientes: ¡aristócratas de pega! De las doscientas personas sentadas a la mesa, las tres cuartas partes habían vendido arenques en las calles, y ahora consideraban poco fino comer usando menos de once tenedores. Pero todos los ojos estaban puestos en el dictador, y esta vez tuvo también que ceder a la presión del público y mantener durante la comida una actitud irreprochable.
Después de la sopa de tortuga, empezaron los discursos. Garin los escuchaba de pie, la copa de champagne en la mano. “¡Ahora agarro una curda!” le pasó rápidamente por la cabeza. ¡Vano intento de rebelión!