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—¡Vivo, Jansen, vivo!

La lancha estaba amarrada con cadena. Metiendo el cañón del revólver en la argolla, Jansen se esforzaba por hacer saltar el candado. Arriba se abrió con gran estruendo la puerta de la terraza y aparecieron allí unos hombres armados. Jansen arrojó el revólver y se aferró con ambas manos al extremo de la cadena. Sus músculos crujieron, se le hinchó el cuello, y los corchetes de la guerrera le saltaron. El motor empezó de pronto a traquetear. La gente que había salido a la terraza echó a correr escaleras abajo, blandiendo sus armas y gritando: “¡Alto; alto!”

Haciendo un supremo esfuerzo, Jansen arrancó la cadena, empujó con violencia la motora y, a cuatro pies, se precipitó hacia el timón.

Describiendo un cerrado arco, la motora voló hacia la estrecha boca de la bahía. Unos fogonazos fulguraron en pos de los fugitivos.

—¡Echar la escala, diablos en salmuera! —gritó Jansen desde la motora, que danzaba junto a la banda del “Arizona”—. ¿Dónde está el segundo, durmiendo? ¡Lo voy a ahorcar!

—¡Aquí estoy, aquí estoy, capitán! ¡A sus órdenes, capitán!

—¡Cortar las amarras! ¡Poner en marcha las máquinas! ¡A todo gas! ¡Apagar las luces!

—¡A sus órdenes, capitán!

Madame Lamolle subió la primera. Asomándose por encima de la borda, vio que Jansen quería levantarse y caía de costado, aferrándose, convulsivo, a la maroma que les habían tendido. Una ola lo cubrió, junto con la lancha, y de nuevo apareció su rostro, crispado de dolor, escupiendo el agua salada.

—¿Qué le pasa, Jansen?

—Estoy herido.

Cuatro marineros saltaron a la canoa, cogieron a Jansen y lo subieron a bordo. Ya en cubierta, el capitán se desplomó, llevándose la mano a un costado: le había dado un desmayo. Lo llevaron a su camarote.

El “Arizona” se alejaba de la isla a toda velocidad, cortando las olas y precipitándose en las simas que entre ellas se abrían. Mandaba el yate el segundo. Madame Lamolle se encontraba con él en el puente de mando, aferrada a la barandilla. El vestido, pegado a su cuerpo, le chorreaba agua. Madame Lamolle contemplaba el resplandor del incendio, cada vez más vivo (ardían los cuarteles). Un humo negro, veteado de espirales de fuego, envolvía la isla. De pronto, madame Lamolle pareció advertir algo alarmante, pues agarró de la manga al segundo y le ordenó:

—Rumbo sudoeste…

—Podemos tropezar en los escollos, madame.

—Haga lo que le mandan… Navegue dejando la isla a babor.

Madame Lamolle subió a la torreta del hiperboloide. Una furiosa ola, barriendo la cubierta de proa a popa, cubrió a madame Lamolle y la derribó. Un marinero la levantó al instante. Mojada, enfurecida, se soltó de un tirón y subió a la torreta.

En la isla, muy alto, sobre el humo del incendio, lucía una cegadora estrella: era el gran hiperboloide, que buscaba al “Arizona”.

Madame Lamolle resolvió luchar, pues por más nudos que hiciera el yate no lograría ponerse fuera del alcance del rayo, que llegaba, desde la torre, a muchas millas de distancia. Al principio, el rayo se agitó entre las estrellas, por el horizonte, describiendo en unos segundos una circunferencia de 400 kilómetros. En aquel instante, el rayo tanteaba la parte oeste del océano y corría por las crestas de las olas, dejando en pos densas nubes de vapor.

El “Arizona” navegaba, desarrollando su máxima velocidad, a unas siete millas de la isla. Se ocultaba hasta las puntas de los palos en las bullentes aguas, subía luego, como una cáscara de nuez, a la cresta de las olas, y, entonces, madame Lamolle, desde la torre de popa, proyectaba el rayo sobre la isla. En algunos lugares llameaban ya las casas de madera. Haces de chispas volaban muy alto, como si alguien atizara el fuego con un gigantesco fuelle. El resplandor del incendio se reflejaba en el negro y alborotado océano. El “Arizona” fue levantado por una ola, desde la isla vieron su silueta, y una aguja de una blancura deslumbrante danzó en torno suyo de arriba a abajo, describiendo zig-zags cada vez más cerca de la popa o de la proa.

Parecíale a Zoya que aquella cegadora estrella la hería en los ojos, y ella misma parecía querer clavar el cañón del aparato en la viva luz de la lejana torre. Las hélices del yate zumbaban frenéticas, la popa quedaba toda al descubierto, y el buque parecía dispuesto a hundirse en el océano, deslizándose por las olas. En aquel instante, el rayo, tanteando el blanco, se levantó, temblequeó en lo alto, como si afinara la puntería, y luego, ya sin titubeos, bajó poco a poco hacia la silueta del yate. Zoya cerró los ojos. Sin duda, a todos los marineros testigos del duelo se les cortó la respiración.

Cuando Zoya abrió los ojos, vio una pared de agua, el abismo al que se había deslizado el “Arizona”. “Esto aún no es la muerte”, se dijo. Quitó las manos del aparato, y los brazos le pendieron, rendidos, a lo largo del cuerpo.

Cuando las olas volvieron a levantar el yate, comprendieron por qué habían escapado de la muerte. Enormes nubes de humo tapaban la isla y la torre: por lo visto, habían estallado los depósitos de gasolina. A favor de aquella columna de humo, el “Arizona” podía alejarse tranquilamente.

Zoya no sabía si había logrado destruir el gran hiperboloide o si era que el humo no dejaba ver la estrella. Pero ¿qué más daba…? Bajó con gran esfuerzo de la torre. Agarrándose a las cuerdas, llegó al camarote, donde, tras las azules cortinas, se oía la alterada respiración de Jansen. Se dejó caer en un sillón y encendió un cigarrillo.

El “Arizona” se alejaba rumbo noroeste. El viento había amainado, pero el océano seguía intranquilo. El yate lanzó varias llamadas, a fin de comunicar con Garin, y centenares de miles de receptores dejaron oír en el mundo entero la voz de Zoya, que decía: “¿Qué debemos hacer? ¿A dónde debemos ir? Nos encontramos a tantos grados de latitud y tantos de longitud. Esperamos órdenes”.

Al captar el mensaje, los barcos que cruzaban el océano se apresuraban a alejarse del terrible lugar en que de nuevo había hecho su aparición el “Arizona”, “terror de los mares”.

124

Nubes de petróleo en llamas envolvían la Isla de Oro. Después del huracán renació la calma, y el negro humo se elevaba hacia el límpido cielo, dejando caer sobre el océano una inmensa sombra que se extendía a muchos kilómetros.

La isla parecía muerta, y sólo en la parte de la mina se oía un incesante chirrido: eran los elevadores.

Después, una banda de música rompió el silencio, tocando una solemne y lenta marcha. A través de la cortina de humo se podía distinguir a unas doscientas personas que marchaban con la cabeza muy alta. Sus rostros, graves, expresaban decisión. Cuatro hombres encabezaban el cortejo, llevando en hombros algo envuelto en una bandera roja. Subieron a la roca sobre la que se alzaba la torre del gran hiperboloide, a cuyo pie dejaron el largo envoltorio.

Era el cuerpo de Iván Gúsiev. El chico había perecido la víspera, durante el combate contra el “Arizona”. Trepando como un gato por las traviesas metálicas de la torre, llegó arriba, con el gran hiperboloide y se puso a buscar el “Arizona” entre las enormes olas.

La aguja de fuego que partió en respuesta del “Arizona” danzaba por la isla, incendiando los edificios, cortando los postes de los faroles y los árboles. “Víbora”, susurró Iván, moviendo el cañón del aparato, para lo que, lo mismo que cuando estudiaba con Tarashkin las primeras letras, se ayudaba sacando la lengua.

El chico logró captar en el visor el “Arizona” y proyectó el rayo en el agua, ya junto a la proa, ya junto a la popa de la embarcación, cada vez más cerca de ella. Estorbaban las nubes de humo de los depósitos de petróleo en llamas. De pronto, el rayo del “Arizona” se convirtió en una cegadora estrella, que, brillante, hirió en los ojos a Iván. Atravesado de parte a parte por el rayo, el chico se desplomó sobre el gran hiperboloide…