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—A Garin.

Me contó entonces, muy vaga y nebulosamente, sin querer dar detalles, que un viejo amigo, el ingeniero Garin, le había propuesto hiciese unas bujías de carbón para un aparato de extraordinaria fuerza destructiva. A fin de interesar a Tyklinski, le prometió parte de las ganancias, Garin pensaba fugarse con el aparato a Suecia una vez terminados los experimentos, patentarlo y ocuparse él mismo de su explotación.

Tyklinski se puso a trabajar lleno de entusiasmo. Quería conseguir que las bujías fueran pequeñas y proporcionasen la mayor cantidad posible de calor. Garin mantenía en secreto la construcción del aparato, alegando que era extraordinariamente sencilla y, por ello, la más ligera alusión podría descubrir el secreto. Tyklinski lo abastecía de bujías, pero no logró ni una sola vez que le mostrase el aparato.

Aquella desconfianza ponía a Tyklinski fuera de sí. Entre los amigos se producían frecuentes altercados. Un día, Tyklinski siguió furtivo a Garin hasta el lugar en que llevaba a cabo los experimentos: una casa medio derruida en una sorda calle de la barriada Petrográdskaia. Tyklinski entró en la casa en pos de Garin y estuvo largo rato errando por escaleras y habitaciones vacías y con los cristales rotos, hasta que, al fin, percibió en el sótano un fuerte ruido, como el que produce un chorro de vapor, y el conocido olor de las bujías de carbón al arder.

Tyklinski bajó cautelosamente al sótano, pero tropezó con un montón de ladrillos rotos, cayó, levantando mucho ruido y, a unos treinta pasos de distancia, tras un arco, vio el crispado rostro de Garin, iluminado por un quinqué. “¿Quién hay ahí?”, rugió Garin, y, en aquel mismo instante, un cegador rayo del grueso de una aguja de hacer punto saltó de la pared y golpeó a Tyklinski, oblicuamente, en el pecho y en el brazo.

Tyklinski volvió en sí al amanecer, estuvo pidiendo socorro largo rato y salió a rastras del sótano, manando abundante sangre. Unos transeúntes lo recogieron y lo llevaron a casa en un carrito de mano. Apenas si se había repuesto, cuando estalló la guerra con Polonia y tuvo que escapar de Petrogrado”.

Este relato causó a Zoya Monroz una profunda impresión. Rolling sonrió incrédulo: sólo tenía fe en la fuerza de los gases asfixiantes. Para él, los acorazados, las fortalezas, los cañones y los grandes ejércitos eran vestigios de la barbarie. Los aviones y las substancias químicas eran para él las únicas armas en cuya fuerza creía. Aquellos cuentos acerca de unos aparatos construidos en Petrogrado no podían ser más que absurdos y tonterías.

Sin embargo, Zoya Monroz no se dio por satisfecha. Envió a Semiónov a Finlandia para que adquiriera datos exactos acerca de Garin. Un oficial blanco pagado por Semiónov cruzó en esquíes la frontera rusa, encontró a Garin en Petrogrado, habló con él y hasta le propuso trabajar de acuerdo. Garin se mostró muy prudente y receloso. Por lo visto, sabía que desde el extranjero seguían su actividad. De su aparato dijo que un poder fabuloso esperaba a quien lo poseyera. Los experimentos habían dado resultados brillantísimos. El ingeniero aguardaba únicamente a que terminaran los trabajos de producción de las bujías.

19

En aquella lluviosa tarde dominical de comienzos de la primavera, las luces de las ventanas y de los incontables faroles de París se reflejaban en el asfalto de las calles.

Como por canales negros, sobre un abismo colmado de luces, rodaban mojados automóviles y corrían, tropezaban y giraban mojados paraguas. La lluviosa bruma estaba impregnada del olor de los húmedos bulevares, de las tiendas de verduras, de la gasolina quemada y de los perfumes de las mujeres.

La lluvia corría por los tejados de grafito, por el enrejado de los balcones y por los enormes toldos rayados de los cafés. En la niebla se encendían con apagado brillo, giraban y titilaban anuncios luminosos que ofrecían las más variadas diversiones.

La gente sencilla —encargados y encargadas, funcionarios y oficinistas— pasaban el rato como mejor podían. La gente de peso, los hombres de negocios, descansaban en sus casas, ante las cálidas chimeneas. El domingo era el día del populacho, el día que se entregaba a la muchedumbre para que lo destrozase.

Zoya Monroz descansaba, las piernas recogidas, en un ancho diván, entre multitud de cojines. Fumaba, puesto los ojos en el fuego de la chimenea. Rolling, enfundado en un frac, los pies sobre un taburete, aparecía hundido en un gran sillón y también fumaba, contemplando las ascuas.

Su rostro, iluminado por el fuego de la chimenea, parecía metal al rojo vivo, y en él destacaban la carnosa nariz, las mejillas, pobladas de barba, los entornados párpados y sus ojos, un tanto enrojecidos, de señor del Universo. Rolling se entregaba a ese agradable tedio necesario, una vez por semana, para el descanso del cerebro y de los nervios.

Zoya Monroz extendió ante sí sus bellos y desnudos brazos y dijo:

—Rolling, ya han pasado dos horas desde que almorzamos.

—Sí —respondió él—. Como usted, supongo que la digestión ha terminado.

Los ojos trasparentes y casi soñadores de Zoya resbalaron por la cara del rey. En voz queda, muy seria, lo llamó por su nombre. Rolling respondió, sin moverse en el tibio sillón:

—La escucho, querida.

Aquello significaba que Zoya podía ya hablar. La mujer se sentó en el borde del diván, abrazando una de sus rodillas.

—Diga, Rolling, ¿es grande el peligro de que salten al aire las fábricas de productos químicos?

—¡Oh, sí! El cuarto derivado de la hulla, el trotilo, es un explosivo de extraordinaria potencia. El octavo derivado es el ácido pícrico, y con él se rellenan los proyectiles de los cañones de los barcos. Pero hay algo aún más fuerte: el tetril.

—¿Qué es eso, Rolling?

—Pues lo mismo, hulla. El benzol (C6H6), mezclado a una temperatura de 80° con el ácido nítrico (NO3H), nos da el nitrobenceno. Su fórmula es C6H5O2N. Si sustituimos las dos partes de oxígeno por dos partes de hidrógeno, es decir, si mezclamos lentamente el nitrolienceno, también a una temperatura de 80°, con polvo de hierro fundido y una pequeña cantidad de ácido clorhídrico, obtendremos anilina (C6H5NH2). La anilina, mezclada a una presión de 50 atmósferas con alcohol metílico, nos proporciona dimetilanilina. Después se abre una gran fosa, se la rodea de un muro de tierra, se levanta en el interior del modesto edificio y allí se mezcla la dimetilanilina con ácido nítrico Cuando se produce la reacción, los termómetros se observan desde lejos, con un potente anteojo. La reacción de la dimetilanilina con el ácido nítrico nos da el tetril. El tetril es un explosivo infernaclass="underline" a veces, al producirse las reacciones, explota por causas que no hemos llegado a descubrir y convierte en un montón de polvo enormes fábricas. Desgraciadamente, nos vemos obligados a producirlo porque, tratado con fosgeno, nos da la pintura azul llamada cristal violeta. Yo he ganado así mucho dinero. Me ha hecho usted una pregunta muy divertida… ¡Hem…! Creí que sus conocimientos de química eran mayores. ¡Hem…! Para hacer de alquitrán mineral una tableta de piramidón, pongamos por caso, para el dolor de cabeza, se necesita toda una larga serie de transformaciones… En la cadena que va de la hulla al piramidón, a un frasco de esencia o al más corriente preparado fotográfico, hay eslabones tan infernales como el trotilo y el ácido pícrico, cosas tan magníficas como el cianuro de bromobencilo, la cloropicrina, la difenilcloroarsina, etc., etc., es decir, esos gases que hacen que la gente estornude, llore, se arranque los antigases, se asfixie, escupa sangre, se cubra de úlceras y se pudra viva…

Como se aburría en aquella lluviosa tarde dominical. Rolling hablaba gustoso del gran porvenir de la química.

—Creo —dijo agitando cerca de su nariz un puro a medio fumar— que Jehová creó el cielo y la tierra y todo lo vivo de brea mineral y sal común. En la Biblia no se dice así con claridad, pero uno puede adivinarlo. Quien posea la hulla y la sal, domina el mundo. Los alemanes se lanzaron a la guerra del catorce porque Alemania poseía las nueve décimas partes de todas las fábricas de productos químicos del mundo. Los alemanes conocían el secreto de la hulla y de la saclass="underline" eran la única nación culta en aquellos tiempos. Sin embargo, no suponían que los americanos fuésemos capaces de construir en nueve meses el arsenal de Edgewood. Los alemanes nos abrieron los ojos, comprendimos en qué debíamos invertir nuestro dinero y ahora seremos nosotros, y no los alemanes, los dueños del mundo. Después de la guerra somos nosotros quienes poseemos el dinero y las fábricas de productos químicos. Convertiremos a Alemania, en primer lugar, y después a otros países que sepan trabajar bien (los que no sepan se extinguirán por vía natural, y nosotros contribuiremos a ello) en una inmensa fábrica… La bandera americana ceñirá la Tierra, como si ésta fuera una bombonera, por el Ecuador y de polo a polo…