– ¿No? -pregunta Erik.
– ¿El qué?
– ¿No te gusta patinar?
– ¿Por qué iba a gustarme? -masculla él.
– Hemos comprado unos nuevos…
– ¿Y qué tiene de divertido? -lo interrumpe Benjamin, cansado.
– ¿Así no doy media vuelta para ira por ellos?
Benjamin suspira por toda respuesta.
– Los patines son un rollo -dice Erik-. El ajedrez y los videojuegos son un rollo. ¿Qué es divertido, en realidad?
– No lo sé -contesta el chico.
– ¿Nada?
– No.
– ¿Ver películas?
– A veces.
– ¿A veces? -Erik sonríe.
– Sí -contesta Benjamín.
– Tú, que eres capaz de ver tres o cuatro películas en una tarde -dice Erik divertido.
– ¿Y qué pasa con eso?
– No, nada -continúa su padre, sonriente-. ¿Qué va a pasar? Pero uno podría preguntarse cuántas películas verías al día si te gustara realmente el cine, si te encantara…
– Para ya.
– Quizá tendrías una pantalla doble o pondrías el avance rápido para que te diera tiempo a ver más.
Benjamín siente que no puede evitar sonreír cuando su padre se pone cariñoso con él.
De repente se oye una detonación amortiguada y en el cielo se ve una estrella azul claro con las puntas de color humo que descienden.
– Qué hora tan rara para lanzar fuegos artificiales -comenta Benjamín.
– ¿Qué? -pregunta su padre.
– Mira -dice el chico.
En el cielo hay una estrella de humo. Por algún motivo, Benjamín ve a Aida ante sí y el estómago le da un vuelco, siente un repentino calor. El viernes pasado estuvieron sentados en silencio, pegados, en el sofá del pequeño salón de Aida en Sundbyberg. Vieron la película Elephant mientras su hermano pequeño jugaba en el suelo con cartas de Pokemon y hablaba consigo mismo.
Cuando Erik aparca el coche en el exterior del patio del colegio, Benjamín descubre de repente a Aida. Está de pie al otro lado de la verja y lo está esperando. Cuando la chica lo ve, le hace señas con la mano. Benjamin coge su bolsa y se apresura a decir:
– Adiós, papá, gracias por traerme.
– Te quiero -dice Erik en voz baja.
Benjamin asiente con la cabeza y se aparta.
– ¿Vemos una película esta noche? -pregunta Erik.
– No lo sé -contesta él con la mirada baja.
– ¿Esa chica es Aida? -pregunta su padre.
– Sí -responde Benjamin casi sin voz.
– Me gustaría saludarla -dice entonces Erik, y sale del coche.
– Pero ¿por qué?
Ambos avanzan hacia ella. Benjamin apenas se atreve a mirarla, se siente como un crío. No quiere que ella piense que él quiere que su padre le dé su aprobación. A él no le importa lo que opine su padre. Aida parece nerviosa cuando se acercan. Mira alternativamente hacia él y hacia Erik. Antes de que a Benjamin le dé tiempo a pensar en alguna explicación, Erik alarga la mano y la saluda:
– Hola.
Aida le estrecha la mano, expectante. Benjamin se da cuenta de que su padre se sobresalta al ver su tatuaje: lleva una cruz gamada tatuada en el cuello, y al lado, una pequeña estrella de David. Lleva los ojos pintados de negro, el pelo recogido en dos trenzas infantiles y va vestida con una chaqueta de cuero negra y una falda ancha de tul negro.
– Soy Erik, el padre de Benjamin -dice él.
– Aida.
Su voz es clara y fina. Benjamin se ruboriza, la mira nervioso y luego mira al suelo.
– ¿Eres nazi? -pregunta Erik.
– ¿Y usted? -replica ella.
– No.
– Yo tampoco -dice ella, y lo mira a los ojos muy brevemente.
– ¿Por qué llevas una…?
– Por nada -lo interrumpe ella-. No soy nada, sólo soy…
Benjamin interviene, el corazón le late a toda velocidad por la vergüenza que le está haciendo pasar su padre.
– Estuvo en ciertos círculos hace algunos años -dice en voz alta-, pero llegó a la conclusión de que eran unos idiotas y…
– No tienes que darle explicaciones -lo interrumpe Aida, irritada.
Benjamín se queda mudo durante un breve instante.
– Yo…, yo creo que es muy valiente por asumir sus errores -dice a continuación.
– Sí -dice Erik-, pero yo interpreto que el hecho de no quitársela es seguir sin comprender…
– Para ya -grita Benjamin-. No sabes nada de ella…
– Aida se da media vuelta sin más y se aleja. Benjamin se apresura a ir tras ella.
– Perdona -dice, jadeante-. Mi padre es tan penoso…
– ¿Entonces no tiene razón? -inquiere la chica.
– No -dice Benjamin débilmente.
– Pues yo creo que quizá la tenga -dice ella, sonríe a medias y lo coge de la mano.
Capítulo 5
Martes 8 de diciembre, por la mañana
El instituto forense está situado en un edificio de ladrillo rojo en el número 5 de la calle Retzius väg, enfrente del gran campus del instituto Karolinska, circundado de construcciones más grandes por todos lados. Joona Linna rodea el edificio cerrado, se detiene y deja el coche en el aparcamiento para visitantes. Luego cruza el parterre de césped escarchado y una rampa de acero de camino a la entrada principal.
El comisario piensa que es curioso que en sueco la palabra «autopsia» tenga su origen en un término latino que significa cubrir, ocultar, envolver, cuando en realidad lo que se hace durante el procedimiento sea todo lo contrario. Quizá sencillamente sea que de manera inconsciente se desee poner énfasis en el final, cuando el cuerpo se cierra tras la autopsia y el interior vuelve a ocultarse.
Tras dar su nombre a la chica de la recepción, puede pasar a ver a Nils Ahlén, el catedrático de medicina forense, generalmente conocido como Nälen, ya que siempre firma sus informes como «N. Ahlén».
El despacho de Nálen es de decoración moderna, con unas limpias superficies blancas de acabado brillante y gris claro mate. Es caro y de diseño. Las pocas butacas que hay están hechas de acero malo y tienen los asientos de cuero blanco, tenso. La luz que baña el escritorio procede de una gran lámpara de cristal suspendida.
Nálen le da la mano a Joona sin levantarse. Lleva un jersey blanco de cuello alto debajo de su bata de médico y unas gafas de piloto de montura blanca. Su rostro delgado está bien afeitado, lleva el pelo canoso cortado a cepillo, tiene los labios pálidos y la nariz larga y abultada.
– Buenos días -dice entre dientes.
En la pared cuelga una fotografía descolorida de Nálen y algunos de sus compañeros: forenses, patólogos, especialistas en genética y odontología forense. Todos llevan batas blancas de médico y parecen contentos. Están reunidos alrededor de unos fragmentos de hueso de color oscuro dispuestos sobre una mesa. El texto bajo la imagen cuenta que se trata de un hallazgo realizado en una excavación de las tumbas del siglo IX en las afueras del enclave comercial de Birka, en la isla de Björkö.
– Otra foto nueva -dice Joona.
– Tengo que colgar las fotos con cinta adhesiva -dice Nálen, insatisfecho-. En la antigua sección de patología había un cuadro de dieciocho metros cuadrados.
– Vaya -dice Joona.
– Pintado por Peter Weiss.
– ¿El autor?
Nálen asiente y la luz de la lámpara de escritorio se refleja en sus gafas de piloto.
– Sí, pintó toda la institución en los años cuarenta. Medio año de trabajo por el que recibió seiscientas coronas, según me han dicho. Mi padre está entre los forenses del cuadro. Está cerca de los pies, junto a Bertil Falconer.
Nálen inclina la cabeza y dirige su atención hacia el ordenador.
– Estoy con el informe de la autopsia de los asesinatos de Tumba -dice, dubitativo.
– ¿De veras?
Nälen mira a Joona con los ojos entornados.
– Carlos me ha llamado esta mañana para acosarme.