– ¿Han bajado al sótano? -pregunta Erik.
– Por supuesto-responde ella sin mirarlo.
– ¿Al cuarto interior?
– Sí.
– Quizá el olfato del perro no funcione debido a la ceniza.
– Rocky puede hallar un cadáver bajo el agua, a sesenta metros de profundidad -dice ella.
– ¿Y a las personas con vida?
– Si hubiera alguien aquí, Rocky lo habría encontrado.
– Pero aún no han mirado fuera -dice Joona, que ha entrado detrás de Erik.
– No sabía que debiéramos hacerlo -replica la agente del perro.
– Pues sí -contesta secamente Joona.
Ella se encoge de hombros y se incorpora.
– Ven -le dice al labrador con una voz oscura y turbia-. Ven. ¿Vamos a mirar fuera? ¿Vamos a mirar fuera?
Erik sale con ellos, baja la escalera y rodea la casa. El perro negro camina agitado entre la alta hierba, olfatea alrededor de un tonel de agua, donde se ha formado una película de hielo opaco en la superficie, y busca cerca de los viejos árboles frutales. El cielo está oscuro y cubierto. Erik ve que el vecino ha encendido unas coloridas guirnaldas de luces en un árbol. El aire es frío. Los policías se han metido en la furgoneta. Joona se mantiene constantemente cerca de la mujer y del perro, y señala cada tanto en alguna dirección. Erik los sigue hacia la parte trasera de la casa. De repente, reconoce un montículo en la zona más alejada del jardín: la fotografía fue tomada allí. La imagen que Aida le envió a Benjamín antes de que él desapareciera. Erik respira pesadamente. El perro olfatea en torno a un montón de abono y continúa hacia el montículo. Olfatea en los alrededores, jadea y da una vuelta sobre sí mismo. Olisquea entre los arbustos bajos y el lado trasero de la valla color castaño. Regresa, rodea un cesto para las hojas secas y llega hasta un jardín de hierbas. Pequeñas varillas con bolsas de semillas colgadas indican lo que se ha sembrado en cada hilera. El labrador negro gime intranquilo y luego se tumba en medio del pequeño labrantío, sobre la tierra húmeda y mullida. El cuerpo del perro se sacude de excitación mientras la agente lo elogia con rostro apenado. Joona da media vuelta con brusquedad y se acerca corriendo y gritándole algo a Erik, se coloca delante de él y no lo deja seguir hacia el sembrado. Él no entiende lo que dice, qué intenta hacer, pero Joona lo arrastra consigo lejos del lugar y lo hace salir del jardín.
– Tengo que saberlo -dice Erik con voz temblorosa.
Joona asiente y dice en voz baja:
– El perro ha indicado que hay un cadáver bajo tierra.
Erik se derrumba en la acera contra un armario de contadores. Los pies, las piernas, todo su cuerpo parece haber desaparecido. Ve a los policías abandonar la furgoneta con sendas palas y cierra los ojos.
Erik Maria Bark está solo en el coche de Joona Linna, mirando a través de la ventanilla en dirección a Tennisvägen. Las copas negras de los árboles atrapan la luz de las farolas que cuelgan en las calles. Las ramas oscuras y enmarañadas se recortan contra el oscuro cielo invernal. Tiene la boca seca y le duele la cabeza. Murmura algo para sus adentros y luego sale del coche. Sortea de una zancada el precinto policial que acordona la zona y rodea la casa caminando sobre la hierba alta y helada. Joona está de pie observando a los hombres uniformados con sus palas, que trabajan en un controlado silencio, casi con movimientos mecánicos. Han cavado en todo el pequeño labrantío, que ahora es sólo un gran agujero rectangular. Sobre un gran trozo de plástico hay ropa hecha jirones y pedazos de huesos. El ruido de las palas continúa, el metal golpea contra la piedra. El movimiento de las palas se detiene de repente y los policías enderezan la espalda. Erik se acerca lentamente, con pasos renuentes y pesados. Ve que Joona se vuelve y le sonríe con expresión cansada.
– ¿Qué ocurre? -murmura Erik.
Joona va a su encuentro, busca su mirada y dice:
– No es Benjamín.
– ¿Quiénes?
– El cuerpo lleva ahí desde hace al menos diez años.
– ¿Un niño?
– Quizá de unos cinco años -responde Joona notando un escalofrío que le recorre la espalda.
– Entonces, al parecer Lydia sí tenía un hijo -dice Erik con voz apagada.
Capítulo 46
Sábado 19 de diciembre, por la mañana
La nieve cae húmeda y densa. Un perro va y viene correteando en un área de descanso cerca de la comisaría de policía. El animal ladra ansioso por la nevada y se mueve feliz entre los copos. Abre la boca, jadeante, y se sacude. La imagen del perro hace que a Erik se le encoja el corazón. Se da cuenta de que ha olvidado cómo es vivir tranquilo. Ha olvidado cómo es no pensar ininterrumpidamente en la vida sin Benjamín.
Se siente mal y las manos le tiemblan debido a la abstinencia. No ha tomado ninguna píldora durante todo el día y la pasada noche no ha dormido nada.
Mientras camina hacia la gran entrada de la comisaría, piensa en una fotografía de unas ancianas tejedoras que Simone le mostró una vez en una exposición de artesanía femenina. Era como una imagen del cielo en un día como ése: nublada, densa y de un gris difuso.
Simone está de pie en el pasillo frente a la sala de interrogatorios. Cuando ve que Erik se acerca, va a su encuentro y toma sus manos. Por algún motivo, ese gesto hace que él se sienta agradecido. A ella se la ve pálida y serena.
– No es necesario que estés presente -susurra.
– Kennet dijo que eso era lo que querías -responde él.
Ella asiente débilmente.
– Es sólo que estoy tan…
Guarda silencio y carraspea levemente.
– Estaba furiosa contigo -dice con serenidad.
Tiene lágrimas en los ojos y el contorno enrojecido.
– Lo sé, Simone.
– De todos modos, tienes tus pastillas -dice ella, cortante.
– Sí -responde él.
Ella se aleja y camina hasta la ventana. Erik ve su cuerpo delgado, sus brazos fuertemente entrelazados en torno al torso. Tiene la carne de gallina; por debajo de la ventana se filtra un viento helado. La puerta de la sala de interrogatorios se abre entonces y una mujer fornida con uniforme policial los llama en voz baja.
– Adelante, pueden pasar ahora.
Sonríe ligeramente con sus labios rosados y brillantes.
– Mi nombre es Anja Larsson -les dice-. Yo me encargo de tomar declaración a los testigos.
La mujer extiende su mano rolliza y bien cuidada. Sus uñas largas y pintadas con esmalte rojo despiden destellos luminosos.
– Me pareció que tenía un aire navideño -explica alegremente refiriéndose a sus uñas.
– Es bonito -contesta Simone distraída.
Joona Linna ya está en la sala. Ha colgado su chaqueta en el respaldo de la silla. Tiene el pelo rubio alborotado y parece no habérselo lavado. Tampoco se ha afeitado. Cuando se sientan frente a él, le dirige a Erik una mirada seria y pensativa.
Simone se aclara la garganta y bebe un sorbo de agua. Cuando se dispone a dejar el vaso nuevamente sobre la mesa, roza la mano de Erik. Sus miradas se encuentran y él la ve dibujar con los labios la palabra «perdón».
Anja Larsson coloca la grabadora sobre la mesa, entre ellos. Pulsa el botón de grabación, comprueba que se encienda la luz roja y dice resumidamente la hora, la fecha y qué personas se encuentran en la sala. Luego hace una corta pausa, ladea la cabeza y dice con voz amable y luminosa:
– Bien, Simone. Queremos oír lo que tiene usted que decir sobre lo ocurrido anteanoche en su apartamento de Luntmakargatan.
Ella asiente, mira a Erik y luego baja la mirada.
– Yo… estaba en casa y…
Se queda en silencio.
– ¿Estaba usted sola? -pregunta Anja Larsson.
Simone niega con la cabeza.
– Sim Shulman estaba conmigo -dice ella con voz neutra.
Joona escribe algo en su bloc de notas.
– ¿Puede decirnos cómo cree que Josef y Evelyn Ek entraron en su casa? -pregunta Anja.