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– Dios mío… -suspira Simone.

– Sí.

– Entonces fue…

– Creo que asesinó al niño que tenía encerrado en el sótano cuando entendió que la habíamos desenmascarado -dice Erik.

– Entonces, tú tenías razón…

– Eso parece.

– ¿Y ahora quiere asesinar a Benjamín?

– No lo sé… Probablemente crea que todo fue culpa mía. Si yo no la hubiera hipnotizado, podría haberse quedado con el niño.

Erik guarda silencio y piensa en la voz de su hijo cuando lo llamó por teléfono. Había intentado no parecer asustado mientras le hablaba del caserón. Debía de referirse a la casa de Lydia. Era allí donde ella había crecido, era allí donde había cometido los abusos y presumiblemente también los había sufrido. Si no había llevado a Benjamín a su casa, podía haberlo llevado a cualquier parte.

Aparca el coche frente a la entrada principal del hospital de Danderyd. No se preocupa por cerrar con llave ni abonar el ticket del aparcamiento. Sólo caminan a toda prisa junto a la oscura fuente repleta de nieve, pasan junto a algunos fumadores que tiritan envueltos en sus batas, cruzan corriendo el vestíbulo atestado y toman el ascensor para ir al sector donde se encuentra Sim Shulman.

El pesado aroma de las flores inunda la habitación. Hay floreros con grandes ramos perfumados junto a la ventana. Sobre la mesa se ve un montón de tarjetas y cartas enviadas por amigos y colegas consternados.

Erik mira al hombre tendido en la cama del hospitaclass="underline" las mejillas hundidas, la nariz, los párpados. Los movimientos demasiado regulares del estómago siguen el ritmo del respirador. Se encuentra en estado vegetativo permanente; sigue con vida tan sólo gracias a los aparatos que hay en la habitación y no sobreviviría sin ellos. Le han insertado una cánula respiratoria en la tráquea a través de una incisión practicada en la garganta. Es alimentado a través de una fístula gástrica, una sonda que va directamente al estómago con una pequeña lámina que hace tope en el vientre.

– Simone, debes hablar con él cuando despierte…

– No es posible despertarlo -lo interrumpe ella con voz chillona-. Está en coma, Erik. Tiene daños cerebrales ocasionados por la pérdida de sangre. Nunca despertará, nunca hablará de nuevo.

Se seca las lágrimas de las mejillas.

– Debemos saber lo que le dijo Benjamin…

– Ya basta -exclama ella, y rompe a llorar con fuerza.

Una enfermera se asoma por la puerta. Ve a Erik abrazar el cuerpo tembloroso de Simone y los deja en paz.

– Le administraré una inyección de zolpidem -dice Erik contra su cabello-. Es un poderoso hipnótico que puede despertar a las personas en estado comatoso.

Él nota que ella sacude la cabeza.

– ¿De qué estás hablando?

– Funciona sólo por un momento.

– No te creo -dice ella dudando.

– El hipnótico disminuye los procesos hiperactivos del cerebro que causan el coma.

– ¿Y entonces despertará? ¿Lo dices en serio?

– Nunca se repondrá. Ha sufrido graves daños cerebrales, Sixan. Pero con el hipnótico quizá despierte por algunos segundos.

– ¿Qué tengo que hacer?

– A veces, los pacientes a los que se les administra el fármaco pueden decir algunas palabras. Otras veces sólo miran.

– No es legal, ¿verdad?

– No voy a pedir permiso. Lo haré sin más y tú debes hablar con él cuando despierte.

– Date prisa -dice ella.

Erik se aleja rápidamente para ir a buscar lo que necesita. Simone se sitúa junto a la cama de Shulman y toma su mano. Lo mira. Su rostro está tranquilo. Los rasgos oscuros y fuertes, casi alisados por la relajación. La boca, habitualmente sensual e irónica, no dice nada. Ni siquiera tiene su habitual arruga seria entre las cejas negras. Ella le acaricia lentamente la frente. Piensa que seguirá exponiendo su obra, que un artista realmente bueno nunca puede morir.

Erik regresa entonces a la habitación. Sin decir una palabra, se acerca a Shulman y, dando la espalda a la puerta, le levanta la manga de la bata de hospital.

– ¿Estás lista? -pregunta.

– Sí -contesta ella-. Estoy lista.

Erik saca la jeringuilla, la conecta al catéter intravenoso y luego inyecta lentamente la solución amarillenta. La sustancia viscosa se mezcla con la clara provisión de líquido y se pierde en la aguja del pliegue del codo y en el torrente sanguíneo de Shulman. Erik guarda nuevamente la jeringa en el bolsillo, se desabotona la chaqueta y coloca los electrodos del pecho de Shulman en el suyo. Le quita la pinza del dedo índice y la sujeta en el suyo. Luego se echa hacia atrás para observar el rostro de Shulman.

No ocurre absolutamente nada. El estómago sube y baja de forma regular y mecánica con la ayuda del respirador.

Erik nota la boca seca; está petrificado.

– ¿Nos vamos? -pregunta Simone después de algunos minutos.

– Espera -murmura Erik.

Se oye el lento tictac de su reloj de pulsera. En la ventana, un pétalo se desprende suavemente de una flor y se acuesta en el suelo con un susurro. Algunas gotas de lluvia golpean el cristal. Se oye la risa de una mujer que proviene de alguna habitación lejana.

Un extraño silbido sale del interior del cuerpo de Shulman, como un viento débil a través de una ventana entreabierta.

Simone nota que el sudor mana de sus axilas y se extiende hacia el resto del cuerpo. La situación le provoca claustrofobia. En realidad querría salir corriendo de allí, pero ya no puede apartar la mirada de la garganta de Shulman. Quizá lo esté imaginando, pero de repente le parece que las fuertes venas de su cuello pulsan más rápidamente. Erik respira con pesadez. Cuando se inclina sobre Shulman, ella ve que parece nervioso. Se muerde el labio inferior y vuelve a mirar el reloj. No sucede nada. Se oye el silbido metálico del respirador. Alguien pasa frente a la puerta. Las ruedas de un carrito chirrían y luego la habitación vuelve a quedar en silencio. El único sonido procede del rítmico trabajo de la máquina.

De repente se oye un ruido débil y áspero. Simone no comprende de dónde proviene. Erik ha dado unos pasos hacia un lado. El sonido áspero continúa. Simone comprende que debe de provenir de Shulman. Se aproxima a él y ve que su dedo índice se mueve en la sábana bien extendida. Nota que su pulso se acelera y está a punto de decirle algo a Erik cuando Shulman abre los ojos. La observa fijamente con una mirada extraña. La boca se cierra en una mueca de miedo. La lengua se mueve con torpeza y le corre saliva por el mentón.

– Soy yo, Sim. Soy yo -dice ella cogiendo su mano entre las suyas-. Voy a hacerte algunas preguntas muy importantes, ¿de acuerdo?

Los dedos de Shulman tiemblan lentamente. Simone sabe que él la ve. De repente, los ojos se le ponen en blanco, las comisuras de la boca se estiran hacia atrás y las cejas se arquean enérgicamente.

– Contestaste una llamada de Benjamín en mi teléfono, ¿lo recuerdas?

Erik, que tiene los electrodos de Shulman en su pecho, ve en la pantalla cómo su propio ritmo cardíaco aumenta. Los pies de Shulman se agitan bajo la sábana.

– Sim, ¿me oyes? -pregunta ella-. Soy Simone. ¿Me oyes, Sim?

Sus ojos regresan, pero se deslizan inmediatamente hacia un lado. Se oyen rápidos pasos en el pasillo frente a la puerta y una mujer exclama algo.

– Cogiste mi teléfono…

Él asiente entonces débilmente.

– Era mi hijo -continúa ella-. Fue Benjamín quien llamó…

Sus pies empiezan a sacudirse de nuevo. Los ojos giran hacia arriba y la lengua se desliza fuera de la boca.

– ¿Qué dijo Benjamin? -pregunta Simone.

Shulman traga, mastica lentamente y sus párpados se cierran.

– Sim, ¿qué dijo?

Él niega con la cabeza.

– ¿No dijo nada?

– No… -dice Shulman con un silbido.

– ¿Qué has dicho?

– No Benja… -dice él casi sin voz.

– ¿No dijo nada? -pregunta Simone.