Langfeldt alzó entonces las cejas como si quisiera proseguir con su exposición.
– Continúe -dijo Joona.
– Obtuvo el alta y se mudó nuevamente al hogar familiar. Continuó bajo tratamiento psiquiátrico y su conducta era buena. No había ningún motivo -añadió el doctor-, ninguno en absoluto, para dudar de su verdadero empeño por sanar. Años más tarde, Lydia finalizó el tratamiento, y entonces eligió una forma de terapia que estaba de moda en aquella época. Se unió a un grupo de terapia con…
– Erik Maria Bark -completó Joona.
Langfeldt asintió.
– Al parecer, el hipnotismo no le resultó tan provechoso -dijo con soberbia-. Al final, Lydia tuvo un intento de suicidio, y acabó volviendo a mí por tercera vez…
– ¿Le habló de lo que le sucedió? -lo interrumpió Joona Langfeldt sacudió la cabeza.
– Según tengo entendido, todo fue culpa de ese hipnotista.
– ¿Es usted consciente de que Lydia reconoció haber maltratado a un niño ante Erik Maria Bark? -preguntó el comisario con aspereza.
Langfeldt se encogió de hombros.
– Algo oí, pero supongo que un hipnotista puede hacer que la gente reconozca cualquier cosa.
– ¿Entonces no tomó en serio su confesión? -preguntó.
Langfeldt dibujó una débil sonrisa.
– Estaba hecha una piltrafa, no existía la posibilidad de entablar una conversación con ella. Tuve que aplicarle terapia de electroshock y administrarle fuertes fármacos neurolépticos. Fue un gran logro conseguir que saliera adelante nuevamente.
– ¿Así que ni siquiera intentó investigar si había algo de cierto en su confesión?
– Supuse que se trataba de un sentimiento de culpa por su hermano menor -contestó Langfeldt severamente.
– ¿Cuándo le dio el alta?
– Hace dos meses. Sin duda estaba bien.
Joona se puso en pie y su mirada volvió a recaer en la única imagen del despacho del doctor Langfelt, el dibujo sin cuerpo que colgaba de la puerta. Una cabeza andante, pensó de repente. Sólo un cerebro, sin corazón.
– Ése es usted, ¿verdad? -dijo señalando el dibujo.
El médico parecía confundido cuando el comisario abandonó la habitación.
Son las cinco de la tarde; el sol se ha puesto hace dos horas. Hace frío y está oscuro como boca de lobo. De las pocas farolas de las calles proviene una luz brumosa. Más allá de Skansen, la ciudad se adivina en manchones de tenue luz. En las casetas se vislumbra a los artesanos del vidrio soplado y la platería. Joona atraviesa el mercado de Navidad. Las fogatas arden aquí y allá, los caballos piafan. Hay gente asando castañas. Algunos niños corretean por un laberinto de piedra y otros beben chocolate caliente. Se oye música, las familias danzan en corros alrededor de un abeto alto colocado en el centro de la pista de baile.
El teléfono de Joona suena y él se detiene frente a un puesto de salchichas y carne de reno.
– Sí, aquí Joona Linna.
– Hola, soy Erik Maria Bark.
– Hola.
– Creo que Lydia se ha llevado a Benjamín al caserón de Jussi. Queda a las afueras de Dorotea, en la provincia de Västerbotten, en Laponia.
– ¿Eso cree?
– Estoy casi seguro -contesta Erik con resolución-. Ya no hay más vuelos hoy. No tiene por qué acompañarme usted, pero he reservado tres pasajes para mañana temprano.
– Bien -dice Joona-. Si puede enviarme un mensaje de texto con los datos de ese tal Jussi, me pondré en contacto con la policía de Västerbotten.
Mientras Joona camina por los estrechos senderos de gravilla hacia el restaurante Solliden, oye las risas de unos niños detrás de él y se sobresalta. El bonito restaurante pintado de amarillo está decorado con guirnaldas de luces y ramitas de abeto. En el comedor han dispuesto cuatro enormes mesas alargadas con comida típicamente navideña. Joona ve a sus compañeros de trabajo nada más entrar. Se han sentado junto a los grandes ventanales, que ofrecen una fantástica vista de las aguas de la bahía de Nybroviken y de Sodermalm, con el parque de atracciones de Grona Lund a un lado y el museo Vasa al otro.
– ¡Estamos aquí! -exclama Anja, llamándolo.
Se pone de pie y le hace señas. Joona siente que se alegra por su entusiasmo. Aún tiene una sensación desagradable que se arrastra por su cuerpo tras la visita al médico de Ulleräker.
Saluda a todo el mundo y luego se sienta junto a Anja. Carlos Eliasson está frente a él. Lleva una caperuza de duende y mueve la cabeza alegremente hacia Joona.
– Hemos tomado aguardiente -dice en un tono confidencial, y su piel, por lo común amarillenta, se sonroja claramente.
Anja intenta pasar la mano por debajo del brazo de Joona, pero él se pone repentinamente en pie y dice que va a por un poco de comida.
Camina entre las mesas repletas de gente que charla y come mientras piensa que en realidad no consigue que despierte en su interior un verdadero espíritu navideño. Es como si una parte de sí mismo aún estuviera en el salón de los padres de Johan Samuelsson. O como si todavía deambulara por la institución psiquiátrica de Ulleräker, subiera por la escalera de piedra y avanzara hacia la puerta cerrada que comunica con el largo pasillo parecido a una cárcel.
Joona coge un plato de la pila, se pone a la cola para servirse unos pocos arenques y observa a sus compañeros de trabajo desde la distancia. Anja ha embutido su cuerpo rollizo en un vestido rojo de moer. Aún lleva puestas las botas de nieve. Petter habla intensamente con Carlos. Se ha afeitado la cabeza y la coronilla se ve brillante bajo la luz de las arañas.
Joona se sirve arenques en escabeche y a la mostaza y permanece de pie. Observa a una mujer de otro grupo. Lleva puesto un vestido gris claro ajustado y dos chicas con bonitos peinados la acompañan hacia la mesa de los dulces. Un hombre con un traje marrón se apresura a seguirlas llevando a una niña con un vestido rojo de la mano.
Se han acabado las patatas de una cacerola. Joona espera un buen rato hasta que una camarera se acerca con un cuenco y la rellena con patatas recién cocidas. Su plato favorito, el pastel de nabicol finlandés, no se ve por ninguna parte. Joona hace equilibrios con el plato entre los agentes que ya van por el cuarto plato. Cinco técnicos criminalistas cantan junto a la mesa una canción de brindis con las pequeñas copas en alto. Joona se sienta y en seguida nota la mano de Anja sobre su pierna. Ella le sonríe.
– ¿Recuerdas que ibas a permitirme que te sobara? -bromea.
Se inclina hacia él y susurra:
– Esta noche quiero bailar un tango contigo.
Carlos la oye y exclama:
– ¡Anja Larsson! ¡Tú y yo bailaremos un tango!
– Bailaré con Joona -dice ella con decisión.
Carlos ladea la cabeza y farfulla:
– Entonces reservaré mi turno.
Anja hace un mohín y saborea su cerveza.
– ¿Cómo te ha ido en Ulleräker? -le pregunta a Joona.
Él responde con una mueca y Anja le habla de un tipo que no estaba especialmente enfermo pero que fue fuertemente medicado porque era lo más cómodo para el personal de la clínica.
Joona asiente, se dispone a probar el salmón ahumado pero de pronto se detiene. Ahora recuerda qué le pareció tan importante acerca de lo que le contó Langfeldt.
– Anja -dice-. Necesito un informe policial.
Ella ríe tontamente.
– Ahora, no -replica.
– Entonces mañana, pero lo más pronto posible.
– ¿Qué clase de informe?
– Es un caso de maltrato. Lydia Evers fue recluida por haber maltratado a un niño en un parque infantil.
Anja saca un lápiz y anota algo en un ticket que hay frente a ella.
– Mañana es domingo, me gusta dormir hasta tarde -dice, disgustada.
– Tendrás que dejarlo para otro día.