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– ¿Bailarás conmigo?

– Te lo prometo -susurra Joona.

Carlos dormita sentado en una silla del guardarropa. Petter y sus acompañantes se han marchado ya al centro para seguir la fiesta en el club Café Opera. Joona y Anja han prometido ocuparse de que Carlos llegue a su casa sano y salvo. Mientras esperan el taxi, salen al aire frío de la noche. Joona conduce a Anja hacia la pista de baile y le advierte que la madera de la plataforma está cubierta por una fina capa de hielo.

Luego bailan mientras él tararea suavemente:

– Dum-dum, du-du-dum…

– Cásate conmigo -suspira Anja.

Joona no contesta. Piensa en Disa y en su rostro melancólico. Piensa en la amistad de todos esos años y en cómo se vio obligado a dejarla el otro día. Anja va más allá y trata de lamerle la oreja, pero él aleja despacio la cabeza de ella.

– Joona -dice Anja-, bailas muy bien.

– Lo sé -susurra él haciéndola girar.

A su alrededor huele a leña y a ponche navideño. Anja aprieta su cuerpo contra el de él. Joona piensa que resultará difícil llevar a Carlos hasta la parada de taxis; tendrán que tomar la escalera mecánica.

En ese mismo momento suena su teléfono en el bolsillo. Anja gime desilusionada cuando él se aleja para contestar.

– Joona Linna.

– Hola -saluda una voz tensa-. Soy Joakim Samuelsson. Hoy ha estado en nuestra casa…

– Sí, sé quién es usted -dice Joona.

Piensa en la forma en que se dilataron las pupilas de Joakim Samuelsson cuando él le preguntó acerca de Lydia Evers.

– Me preguntaba si podríamos vernos -dice Joakim Samuelsson-. Hay algo que quiero contarle.

Joona mira su reloj. Son las nueve y media de la noche.

– ¿Podemos encontrarnos ahora? -pregunta Joakim, y agrega que su esposa y su hija han ido a ver a sus suegros.

– Está bien -asiente Joona-. ¿Podría usted ir a la comisaría? A la entrada de la calle Polhemsgatan, dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Sí -contesta Joakim con una voz infinitamente cansada.

– No te pongas triste, amiga -le dice Joona a Anja, que lo espera de pie en medio de la pista-. Pero se acabó el tango por esta noche.

– Eres tú quien debería entristecerse -replica ella, disgustada.

– No tolero el alcohol -suspira Carlos cuando lo conducen hacia la escalera mecánica y luego hacia la salida.

– No vomites -dice Anja bruscamente-, o de lo contrario solicitaré un aumento de sueldo.

– Anja, Anja… -dice Carlos, herido.

Joakim Samuelsson está sentado en un Mercedes blanco al otro lado de la calle, frente a la entrada de la comisaría de policía. La luz del interior del coche está encendida, y su rostro se ve cansado y solitario bajo la sombría bombilla. Se sobresalta cuando Joona golpea la ventanilla del coche, como si hubiera estado profundamente sumido en sus pensamientos.

– Hola -dice, y abre la puerta-. Suba.

Joona ocupa el asiento del acompañante. Espera. Hay un vago olor a perro en el habitáculo. Ve que sobre el asiento trasero hay extendida una manta de lana.

– ¿Sabe? -dice Joakim-. Al pensar en mí mismo y en cómo era yo cuando nació Johan, es como si pensara en un extraño. Tuve una infancia bastante difícil, pasé por varias instituciones para jóvenes y hogares de acogida…, pero cuando conocí a Isabella me esforcé por mejorar. Empecé a estudiar en serio y me gradué en ingeniería el mismo año en que nació Johan. Recuerdo que nos fuimos de vacaciones, nunca antes lo había hecho. Viajamos a Grecia, Johan apenas acababa de aprender a caminar y…

Joakim Samuelsson sacude la cabeza.

– Fue hace mucho tiempo. Se parecía mucho a mí, tenía los mismos…

El coche queda en silencio. Una rata gris corre por la oscura acera junto a los arbustos llenos de desperdicios.

– ¿Qué es lo que quería contarme? -pregunta Joona tras un momento.

Joakim se frota los ojos con las manos.

– ¿Está seguro de que fue Lydia Evers quien lo hizo? -pregunta con un hilo de voz.

Joona asiente.

– Estoy muy seguro de ello -dice.

– Bien -susurra Joakim Samuelsson.

Vuelve su rostro cansado y arrugado hacia Joona y declara simplemente:

– La conozco. La conozco muy bien. Estuvimos juntos en el hogar para jóvenes.

– ¿Sabe por qué se llevó a Johan?

– Sí -dice Joakim tragando con fuerza-. Allí, en la institución…, Lydia sólo tenía catorce años cuando descubrieron que estaba embarazada. Por supuesto, se asustaron mucho. Así que la obligaron a abortar. Iban a ocultarlo pero… Hubo muchas complicaciones, padeció una severa infección en el útero que se extendió a los ovarios. Pero le dieron penicilina y se curó.

A Joakim le tiemblan las manos cuando las apoya en el volante.

– Lydia y yo dejamos la institución y fuimos a vivir a su casa de Rotebro. Intentamos tener hijos, ella estaba totalmente obsesionada con ello, pero no funcionó. Un día pidió cita con un ginecólogo para realizarse un examen. Nunca olvidaré el momento en que regresó a casa tras la visita y me contó que se había quedado estéril tras aquel aborto.

– ¿Fue usted quien la dejó embarazada cuando estaban en la institución? -pregunta Joona.

– Sí.

– Entonces le debía un niño -dice el comisario casi para sí.

Capítulo 50

20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento

Cae una densa nevada. La nieve se ha amontonado en las terminales del aeropuerto de Arlanda. Las pistas de aterrizaje son barridas una y otra vez por los vehículos quitanieves que van y vienen. Erik está sentado junto al ventanal mirando una cinta que transporta maletas hacia un gran avión de llamativos colores.

Simone se acerca a él con café y un plato con bollos de azafrán y galletas de jengibre. Deja las dos tazas de café sobre la mesa frente a Erik y luego hace un gesto en dirección al gran cristal desde el que se ven los aviones. Observan una hilera de azafatas que se disponen a subir a uno de ellos. Todas ellas llevan caperuzas de duende y parecen molestas por la nieve derretida bajo sus zapatos.

En el alféizar de la ventana de la cafetería del aeropuerto hay un duendecillo mecánico que sacude rítmicamente la cadera. Da la impresión de que su batería está a punto de agotarse, ya que los movimientos se vuelven cada vez más espasmódicos. Erik mira a Simone a los ojos. Ella alza las cejas con ironía al ver las contorsiones del duende.

– Nos han invitado a los bollos -dice mirando al frente, y luego recuerda-: Es el cuarto domingo de adviento, hoy es el cuarto domingo de adviento.

Se miran sin saber qué decir. De repente Simone se sobresalta, parece exaltada.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Erik.

– Su medicina -dice, sofocada-. La olvidamos… Si está allí, si aún sigue con vida…

– Simone, yo…

– Ha pasado mucho tiempo, no podrá sostenerse en pie…

– Simone, la he traído -dice Erik-. La traigo conmigo.

Ella lo mira con los ojos enrojecidos.

– ¿De verdad?

– Kennet me lo recordó, llamó desde el hospital.

Simone piensa que llevó a Kennet en coche a su casa. Lo vio bajar del vehículo y luego caer de bruces en la nieve fangosa. Creyó que había resbalado, pero cuando corrió para levantarlo él apenas pudo mirarla. Luego lo acompañó al hospital, donde se lo llevaron en una camilla. Sus reflejos eran débiles y las pupilas reaccionaban con lentitud. El médico pensó que su estado se debía a la combinación de la conmoción cerebral con la fatiga excesiva.

– ¿Cómo está? -pregunta Erik.

– Ayer estaba dormido cuando fui a verlo, pero el médico no cree que se trate de nada grave.

– Bien -asiente Erik.

Luego mira el duende mecánico y, sin decir una palabra, coge una servilleta con motivos navideños de color rojo y se la echa por encima.

El duende se mece rítmicamente atrás y adelante con la servilleta sobre la cabeza, como un fantasma. Simone rompe a reír y algunas migajas de galleta salen disparadas de su boca y aterrizan sobre la chaqueta de él.