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– Perdona -se disculpa-. Pero es que está tan gracioso. Un duende loco que…

Le da un nuevo ataque de risa y se dobla en dos sobre la mesa. Luego rompe a llorar. Después de un rato guarda silencio, se enjuga el rostro y continúa bebiendo su café.

El contorno de su boca comienza a arrugarse nuevamente en el mismo momento en que Joona Linna se acerca a su mesa.

– La policía de Umeä va de camino hacia allí -anuncia sin rodeos.

– ¿Mantiene contacto por radio con ellos? -pregunta Erik de inmediato.

– Yo no, están conectados con…

Joona se interrumpe abruptamente cuando ve la servilleta que cuelga del duende danzarín. Un par de botas de plástico marrones asoman bajo el extremo del papel. Simone vuelve la cabeza y su cuerpo comienza a sacudirse por la risa, el llanto o una mezcla de ambas cosas. Parece que está a punto de atragantarse. Erik se pone rápidamente de pie y se la lleva de allí.

– Suéltame -dice ella entre las convulsiones.

– Sólo quiero ayudarte, Simone. Ven, salgamos de aquí.

Abren una puerta que da a un balcón y permanecen un rato allí de pie respirando el aire fresco.

– Ya estoy mejor, gracias -suspira ella.

Erik quita la nieve de la barandilla y lleva la muñeca de ella hacia el frío metal.

– Ya estoy mejor -repite ella-. Ya… mejor.

Cierra los ojos y se tambalea. Erik la sostiene y entonces ve que Joona los busca con la mirada desde la cafetería.

– Simone, ¿cómo estás? -susurra.

Ella lo mira con los ojos entornados.

– Nadie me cree cuando digo que estoy muy cansada.

– Yo también estoy cansado, te creo.

– Pero tienes tus píldoras, ¿no es así?

– Sí -contesta él sin pensar en defenderse.

El rostro de Simone se contrae y de repente Erik nota unas cálidas lágrimas que corren por sus mejillas. Quizá se deba a que ha dejado las pastillas, a que ya no cuenta con ningún tipo de protección adicional. Está indefenso y expuesto.

– Todo este tiempo -continúa con labios temblorosos-, sólo he pensado en una cosa: Benjamín no puede estar muerto.

Se quedan quietos y se abrazan. La nieve cae en grandes copos sobre ellos. Un avión plateado se eleva a lo lejos tronando pesadamente. Cuando Joona golpea el cristal de la puerta del balcón, ambos se sobresaltan. Erik la abre y Joona sale al exterior. Se aclara la garganta.

– Pensé que debían saber que hemos identificado el cuerpo hallado en la casa de Lydia.

– ¿Quién era?

– No era hijo de Lydia… El niño desapareció hace trece años.

Erik asiente y espera. Joona suspira con pesadez.

– Los restos de excrementos y orina indican que… -Sacude la cabeza-. Indican que el pequeño vivió allí bastante tiempo, probablemente tres años, antes de que ella le quitara la vida.

Quedan en silencio mientras la nieve cae oscura y susurrante sobre sus cabezas. Un avión brama a lo lejos en su ascenso hacia el cielo.

– Es decir, usted estaba en lo cierto, Erik. Lydia tenía a un niño encerrado en una jaula, en el sótano de su casa, al que consideraba su hijo.

– Sí -asiente Erik en voz baja.

– Se deshizo del pequeño cuando comprendió lo que había contado durante el trance hipnótico y las consecuencias que eso podría acarrearle.

– Realmente creí que me había equivocado. Ya lo había asumido -dice Erik con voz apagada mientras observa la pista de aterrizaje.

– ¿Fue por eso por lo que lo dejó? -pregunta Joona.

– Sí -responde él.

– Creyó que se había equivocado y prometió que nunca más volvería a hipnotizar a nadie -dice Joona.

Simone se pasa una mano temblorosa por la frente.

– Lydia te vio cuando rompiste la promesa, vio a Benjamín -dice en voz baja.

– No, creo que debió de vigilarnos todo el tiempo -susurra Erik.

– Dejaron salir a Lydia de Ulleräker hace dos meses -dice Joona-. Se acercó a Benjamín con cautela. Quizá se contenía debido a su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo.

Joona piensa que Lydia consideraba culpable a Joakim Samuelsson del aborto que le provocó la esterilidad cuando estaba en el hogar para jóvenes, y por eso secuestró a su hijo Johan. Luego consideró que la terapia de Erik era la causa por la que se había visto obligada a asesinar a Johan, y se llevó a Benjamin cuando él volvió a hipnotizar.

El rostro de Erik se ve sombrío, duro y taciturno. Abre la boca para explicar que en realidad le salvó la vida a Evelyn al romper su promesa, pero desiste cuando un asistente de policía se acerca a ellos.

– Debemos irnos ya -dice el hombre brevemente-. El avión despegará dentro de diez minutos.

– ¿Has hablado con la policía de Dorotea? -pregunta Joona.

– Al parecer es imposible establecer contacto con el coche patrulla que ha ido a la casa -responde el agente.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero dicen que lo han intentado durante cincuenta minutos.

– Maldita sea, entonces deben enviar refuerzos -dice Joona.

– Se lo he dicho, pero querían esperar.

Cuando empiezan a recorrer la corta distancia hasta el avión que espera para llevarlos al sur de Laponia, al aeropuerto de Vilhelmina, Erik nota de pronto una breve y peculiar sensación de alivio: durante todo ese tiempo, él estaba en lo cierto.

Alza la cabeza. La nieve cae, gira y se arremolina, liviana y pesada a la vez. Simone se vuelve y toma su mano.

Capítulo 51

Jueves 17 de diciembre

Benjamín está tumbado en el suelo mientras oye cómo los pies curvos de la mecedora chirrían contra la superficie brillante de la alfombra de plástico al balancearse lentamente atrás y adelante. Le duelen mucho las articulaciones. Se oye un crujido y el viento barre el tejado de chapa. De repente el grueso muelle de la puerta que da al vestíbulo hace un ruido metálico. Unos pesados pasos se acercan por el sendero. Alguien se quita las botas de una patada. Benjamín alza la cabeza, pero la correa para perros le aprieta el cuello cuando intenta ver quién entra en la habitación.

– Quédate tumbado -murmura Lydia.

Él baja la cabeza hacia el suelo y vuelve a sentir los flecos largos y ásperos de la alfombra de nudos contra la mejilla y el olor a polvo en la nariz.

– Dentro de tres días será el cuarto domingo de adviento -dice Jussi-. Deberíamos hacer galletas de jengibre.

– Los domingos están para cuidar la disciplina y nada más -dice Lydia mientras sigue meciéndose.

Marek sonríe socarronamente pero permanece en silencio.

– ¿Te ríes? -inquiere ella.

– No.

– Quiero que mi familia sea feliz -dice Lydia con voz apagada.

– Lo somos -contesta Marek.

El suelo está helado. A través de las paredes se filtra una corriente de aire frío que hace rodar las pelusas que hay entre los cables detrás del televisor. Benjamin sólo lleva puesto su pijama. Piensa en el momento en que fueron al caserón de Jussi. Ya había nevado. Luego volvió a caer nieve, que se derritió y posteriormente se congeló. Marek lo condujo a través de la zona habilitada para aparcar situada delante de la casa, entre viejos autobuses cubiertos de nieve y coches desvencijados. Benjamin se quemó la planta de los pies cuando tuvo que caminar descalzo sobre el hielo. Fue como andar por un foso entre los grandes vehículos cubiertos de nieve. En el interior de la casa, la luz estaba encendida. Jussi se asomó a la escalera de la entrada con la escopeta en ristre, pero cuando vio a Lydia fue como si se quedara sin fuerzas. No la esperaba, ella no era bienvenida allí, no obstante, no ofreció resistencia y decidió someterse a su voluntad. Se resignó tal como lo hace el ganado. Jussi tan sólo sacudió la cabeza cuando Marek se acercó a él y cogió su arma. Luego se oyeron pasos en el vestíbulo y apareció Annbritt. Jussi murmuró que era su pareja, que debían dejarla marchar. Cuando Annbritt vio la correa en torno al cuello de Benjamin, su rostro palideció e intentó volver a entrar en la casa y cerrar la puerta, pero Marek la detuvo poniendo el cañón del fusil en la abertura de la puerta y preguntó con una sonrisa si podían pasar.