Guarda silencio.
– ¿Habéis reflexionado ya? -pregunta después de un momento.
Los demás asienten y ella sonríe satisfecha.
– Kasper, ven aquí -dice con voz apagada.
Benjamín intenta ponerse en pie. Se esfuerza para no hacer muecas por el dolor, pero aun así Lydia le pregunta:
– ¿Te burlas de mí?
– No -murmura él.
– Somos una familia y nos respetamos los unos a los otros.
– Sí -contesta él con un sollozo.
Lydia sonríe y saca el objeto que llevaba escondido a la espalda. Son unas tijeras, unas grandes y afiladas tijeras de sastre.
– Entonces no tendrás ningún problema en recibir tu castigo -añade con calma.
Con el rostro inexpresivo, deja las tijeras sobre la mesa.
– Sólo soy un niño -dice Benjamin tambaleándose.
– ¡Quédate quieto de una vez! -brama ella-. Nunca es suficiente. Nunca entiendes nada, nunca. Lucho y me esfuerzo, trabajo hasta el agotamiento para que esta familia funcione, para que sea pura e intachable. Sólo quiero que esto funcione.
Benjamin llora hundiendo el rostro con pesados y roncos sollozos.
– ¿Acaso no somos una familia? ¿No lo somos?
– Sí -dice él-. Sí, lo somos.
– Entonces, ¿por qué te comportas así? Andas a hurtadillas a nuestras espaldas, nos traicionas y nos engañas. Nos robas, hablas mal de nosotros y arruinas… ¿Por qué me haces esto? Metes las narices en los asuntos de los demás, chismorreas y luego te relames.
– No lo sé -suspira Benjamin-. Lo siento.
Lydia alza las tijeras. Respira pesadamente y su rostro se cubre de sudor. Tiene las mejillas y el cuello arrebatados.
– Recibirás tu castigo y así podremos dejar esto atrás -dice en un tono ligero e imparcial.
Deja vagar la mirada entre Annbritt y Marek.
– Annbritt -dice a continuación-. Ven aquí.
Ella, que hasta entonces ha permanecido sentada mirando la pared, se acerca vacilante. Su mirada tensa vaga en todas direcciones y le tiembla el mentón.
– Córtale la nariz -dice Lydia.
El rostro de Annbritt enrojece intensamente. Mira a Lydia y a Benjamin y luego niega con la cabeza.
Lydia le da un bofetón. La agarra por el brazo y la empuja en dirección a Benjamin.
– Kasper ha metido las narices en asuntos ajenos y ahora se quedará sin nariz.
Annbritt se restriega la mejilla con aire ausente y luego coge las tijeras. Marek se acerca, agarra con fuerza la cabeza de Benjamin y hace girar su rostro hacia Annbritt. Ve frente a él el brillo metálico de las tijeras y el rostro nervioso de la mujer, el tic en torno a los ojos y la boca, las manos que empiezan a sacudirse.
– ¡Corta de una vez! -ordena Lydia.
Annbritt está de pie con las tijeras levantadas en dirección a Benjamín. Ya no puede contener el llanto por más tiempo.
– Soy hemofílico -gime Benjamin-. Moriré si lo haces. ¡Soy hemofílico!
A Annbritt le tiemblan las manos cuando cierra las hojas de las tijeras en el aire frente a él y luego las deja caer al suelo.
– No puedo -solloza-. No puedo… Me duelen las manos, no puedo sostenerlas.
– Esto es una familia -dice Lydia, cansada, mientras se inclina con esfuerzo para recoger las tijeras del suelo-. Debes obedecerme y respetarme. ¿Me oyes?
– ¡Ya te he dicho que me duelen las manos! Esas tijeras son demasiado grandes para…
– Cállate -la interrumpe Lydia propinándole un fuerte golpe en la boca con el mango.
Annbritt gime y da un paso a un lado. Se apoya insegura contra la pared y se lleva una mano a los labios, que le sangran.
– Los domingos están para cuidar la disciplina -dice Lydia jadeando.
– No quiero -suplica ella-. Por favor, no quiero hacerlo.
– Ven -ordena Lydia, impaciente.
Annbritt niega con la cabeza y murmura algo.
– ¿Qué has dicho? ¿Has dicho «cono»?
– No, no -llora ella extendiendo una mano hacia adelante-. Lo haré -solloza-. Le cortaré la nariz, te ayudaré. El dolor pasará pronto.
Lydia le tiende las tijeras con satisfacción. Annbritt se acerca de nuevo a Benjamin, le palmea la cabeza y murmura rápidamente:
– No tengas miedo. Tú sólo corre lo más de prisa que puedas.
Benjamin la mira sin entender mientras intenta descifrar su mirada asustada, su boca temblorosa. Annbritt levanta las tijeras, pero se vuelve hacia Lydia y le corta en la cara sin mucha fuerza. Benjamin ve a Lydia defenderse de su ataque. Ve a Marek agarrar su fuerte muñeca, extender el brazo y dislocarle el hombro. Annbritt grita a causa del dolor. Benjamin ya ha salido de la habitación cuando Lydia coge las tijeras del suelo, se acerca a ella y se sienta a horcajadas sobre su pecho. Annbritt sacude la cabeza para eludirla.
Cuando Benjamin pasa por el frío vestíbulo, baja la escalera y se enfrenta al helado exterior, oye que Annbritt grita y tose.
Lydia se limpia la sangre de la mejilla y busca al muchacho a su alrededor.
Benjamin camina rápidamente por el sendero nevado.
Marek coge la escopeta que cuelga de la pared, pero Lydia lo detiene.
– Es una buena lección -dice-. Kasper no lleva zapatos y va vestido tan sólo con un pijama. Regresará con mamá cuando tenga frío.
– De lo contrario, morirá -agrega él.
Benjamin se lleva un poco de nieve a la boca y hace caso omiso del dolor mientras corre entre las hileras de vehículos. Resbala y cae pero vuelve a levantarse. Después de correr un trecho ya no siente los pies. Marek le grita algo desde la casa, a su espalda. Benjamín sabe que no puede escapar de él, es demasiado pequeño y está débil. Lo mejor es esconderse en la oscuridad y luego bajar hasta el lago cuando todo se haya calmado. Quizá allí encuentre a algún pescador con su taladro y su banco. Jussi había dicho que el hielo se había formado hacía sólo una semana en el Djuptjärn, que el inicio del invierno había sido benévolo.
Benjamin se detiene. Escucha para oír si hay pasos que se acercan y descansa la mano en una camioneta oxidada. Luego alza la vista hacia el negro lindero del bosque y sigue caminando. No resistirá mucho más. Su cuerpo arde por el dolor y el frío. Tropieza, cae y se arrastra bajo la lona rígida que protege un tractor. Sigue arrastrándose sobre la hierba cubierta de escarcha hasta el siguiente vehículo y luego se pone en pie. Se da cuenta de que está entre dos autobuses. Tantea hasta encontrar una ventanilla abierta en uno de ellos, logra trepar y deslizarse por la abertura. Se abre paso en la oscuridad y sobre un asiento encuentra unas viejas alfombras que emplea para cubrirse.
Capítulo 53
20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento
El edificio rojo del aeropuerto de Vilhelmina es lo único que se ve en el paisaje desierto y blanco. Sólo son las diez de la mañana, pero el cielo sigue en penumbra ese domingo, el cuarto de adviento. La pista de aterrizaje de hormigón es iluminada por reflectores. Tras hora y media de vuelo, ahora avanzan lentamente hacia el edificio de la terminal.
La sala de espera es cálida y sorprendentemente acogedora. En los altavoces suena música navideña y en el aire flota un aroma a café procedente de una tienda que parece ser una combinación de puesto de periódicos, mostrador de información y cafetería. Frente a la tienda cuelgan hileras de la llamada artesanía lapona: cuchillos para la mantequilla, vasijas para beber y alforjas de corteza de abedul. Simone dirige una mirada vacía hacia los gorros lapones que hay en otro puesto. Siente dolor por esa antiquísima cultura de cazadores, que se ve obligada a resucitar en forma de coloridos gorros de flecos rojos ante los socarrones turistas. El tiempo se ha llevado el chamanismo lapón. En las casas, el tambor lapón cuelga de la pared sobre el sofá y la cría de renos va camino de transformarse en una atracción turística.