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El taxista, que los deja en el hotel Birger Jarl, lleva puesta una caperuza. Se despide de ellos con un gesto a través del espejo retrovisor y luego ven que ha colocado un pequeño duende de plástico en el indicador del techo.

Simone observa el vestíbulo y las ventanas a oscuras del restaurante y comenta que resulta extraño dormir en un hotel cuando se encuentran sólo a doscientos metros de su casa.

– En realidad no quiero volver a entrar en nuestro apartamento -dice.

– Estoy de acuerdo contigo -contesta Erik.

– Nunca más.

– Yo tampoco -agrega Benjamin.

– ¿Qué hacemos? -pregunta Erik-. ¿Vamos al cine?

– Tengo apetito -dice Benjamin en voz baja.

Cuando el helicóptero llegó al hospital de Umeä, a Erik le diagnosticaron que sufría un principio de congelación. La herida de bala no era grave, el proyectil de punta blanda había atravesado el músculo del hombro izquierdo y el daño en el hueso del brazo era tan sólo superficial. Tras la operación compartió habitación con Benjamín, que había sido ingresado para que le administraran medicinas y sales de rehidratación oral. Benjamín no había padecido hemorragias graves y se recuperó pronto. Después de pasar solamente un día en el hospital, empezó a protestar diciendo que quería regresar a casa. Al principio, Erik y Simone no accedieron; querían que permaneciera en observación a causa de su enfermedad y para que así pudiera hablar con alguien que lo ayudara a asimilar lo ocurrido.

La psicóloga Kerstin Bengtsson se veía tensa y no parecía comprender realmente el grado de peligrosidad al que Benjamín había sido expuesto. Tras conversar con él durante cuarenta y cinco minutos, se entrevistó con sus padres y les aseguró que el muchacho estaba bien, dadas las circunstancias, y que debían esperar, darle tiempo.

Erik y Simone se preguntaron si la psicóloga sólo había querido tranquilizarlos, pues entendían que Benjamín necesitaba ayuda. Veían que el chico se abría paso entre los recuerdos, como si ya hubiera decidido no considerar algunos de ellos, y adivinaban que se encerraría en lo que había ocurrido como una roca en torno a un fósil si lo dejaban solo.

– Conozco a dos psicólogos muy buenos -dijo Erik-. Hablaré con ellos en cuanto lleguemos a casa.

– Bien -respondió Simone.

– ¿Cómo estás tú?

– He oído hablar de un famoso hipnotista que…

– No es de fiar.

– Lo sé. -Sonrió Simone.

– Hablando en serio -prosiguió él-, debemos asimilar todo esto.

Ella asintió y su mirada se tornó pensativa.

– Mi pequeño Benjamín -dijo con suavidad.

Erik se tumbó en la cama junto a la de su hijo y Simone se sentó en la silla situada entre ambas. Luego contemplaron a Benjamín tendido en la cama, pálido y delgado. Miraron su rostro incansablemente, como cuando era un recién nacido.

– ¿Cómo estás? -le preguntó Erik en voz baja.

Benjamin volvió el rostro y miró a través de la ventana. La oscuridad convertía el cristal en un espejo que vibraba bajo la presión del viento.

Una vez que Benjamin consiguió trepar al techo del autobús con la ayuda de Erik, oyó el segundo disparo, resbaló y estuvo a punto de caer al agua. En ese mismo momento vio en la oscuridad a Simone, de pie junto al borde del gran agujero, que le gritaba que el autobús se estaba hundiendo y que debía alcanzar el borde del hielo. Benjamin divisó entonces el salvavidas que se mecía en las negras aguas detrás del vehículo. Saltó y consiguió agarrarlo, se lo puso y nadó en dirección al borde. Ella fue hacia él, lo alzó con el salvavidas y lo alejó de allí. Se quitó el abrigo y lo envolvió con él, lo abrazó y le dijo que un helicóptero estaba de camino.

– Papá sigue allí -sollozó Benjamin.

El autobús se hundió rápidamente, se perdió en el agua y todo quedó a oscuras. Se oyó el ruido de las olas que se levantaban y las grandes burbujas de aire que ascendían. Simone se puso de pie y vio que el bloque de hielo se ladeaba en las agitadas aguas.

Se acurrucó y sostuvo a Benjamin fuertemente contra su cuerpo cuando de repente notó un tirón en el cuerpo de él, el chico fue arrancado de sus brazos, intentó incorporarse y resbaló. La cuerda del salvavidas discurría tensa sobre el hielo y se hundía en el agua. Benjamin fue arrastrado hacia el agujero mientras ofrecía resistencia y gritaba deslizándose con los pies descalzos. Simone logró asirlo y entonces ambos resbalaron cerca del borde.

– ¡Es papá! -gritó Benjamin-. ¡Llevaba la cuerda atada a la cintura!

El rostro de ella se puso tenso y adoptó una expresión decidida. Cogió el salvavidas, pasó ambos brazos por él y presionó los talones contra el hielo. Benjamin hizo una mueca de dolor cuando vio que se acercaban cada vez más al borde. La cuerda estaba tan tirante que emitía una nota sorda al deslizarse por el borde del hielo. De repente, el juego de tira y afloja cambió: aún sentían una fuerte resistencia, pero pudieron moverse hacia atrás y alejarse del agujero. Luego, la resistencia desapareció casi por completo. Habían tirado de Erik a través de la abertura en el techo del autobús, y ahora él flotaba rápidamente hacia la superficie. Segundos después, Simone logró izarlo y subirlo hasta el hielo. Erik se quedó allí tendido tosiendo mientras una gran mancha roja se extendía debajo de él.

Al llegar a la cabaña de Jussi, la policía y la ambulancia encontraron a Joona tumbado en la nieve con un torniquete provisional en el muslo junto a Marek, que gritaba y bramaba. El cadáver azulado y congelado de Jussi yacía frente a la escalera de la entrada con un hacha clavada en el pecho. La policía y los socorristas de montaña hallaron a una superviviente en el interior de la casa. Era Annbritt, la pareja de Jussi, que se había escondido en el armario del dormitorio. Estaba ensangrentada y se había acurrucado entre las ropas colgadas como una niña. El personal de la ambulancia la cargó en una camilla y se dirigieron al helicóptero que los esperaba para proporcionar los primeros auxilios durante el transporte.

Dos días después, los buceadores del equipo de rescate descendieron a través del agujero en el hielo para buscar el cuerpo de Lydia. El autobús se apoyaba sobre sus seis ruedas a sesenta y cuatro metros de profundidad, como si sólo se hubiera detenido en una parada para dejar subir a los pasajeros. Un buceador entró por la puerta delantera y enfocó con su linterna los asientos vacíos. La escopeta estaba en el suelo al final del pasillo. Fue al dirigir la luz hacia lo alto que el hombre vio a Lydia. Había flotado hacia arriba y tenía la espalda contra el techo del autobús. Los brazos colgaban hacia abajo y tenía la nuca doblada. La piel del rostro ya había empezado a ablandarse y a desprenderse. El cabello rojizo ondeaba suavemente con los movimientos del agua. Los labios estaban tranquilos y los ojos cerrados, como en un sueño.

Benjamín no sabía dónde había pasudo los primeros días después del secuestro. Posiblemente, Lydia lo había tenido encerrado en su casa o en la de Marek, pero el chico aún estaba tan aturdido por el anestésico que le habían inyectado que no entendía lo que sucedía. Iban a administrarle más inyecciones cuando comenzó a despertar. Los primeros días parecían oscuros y perdidos.

Había recobrado la conciencia en el maletero del coche camino hacia el norte. Encontró su teléfono móvil y logró llamar a Erik antes de ser descubierto. Debieron de oírlo hablar desde el habitáculo.

Luego se sucedieron varios días largos y dolorosos. En realidad, Erik y Simone sólo lograron arrancarle algunos fragmentos de lo ocurrido. Sólo alcanzaron a entender que lo habían obligado a tumbarse en el suelo en la cabaña de Jussi con una correa alrededor del cuello. A juzgar por las condiciones en que se encontraba al llegar al hospital, no le habían proporcionado comida ni agua en varios días. Uno de sus pies se había congelado, pero se recuperaría. Benjamín les contó que había conseguido escapar con la ayuda de Jussi y Annbritt, y luego guardó silencio un momento. Al cabo, continuó explicando que Jussi lo había salvado cuando intentó llamar por teléfono a Simone, y que cuando salió corriendo de la casa oyó gritar a Annbritt cuando Lydia le cortó la nariz. Benjamín se arrastró entre los viejos coches, pensó que debía esconderse y entró por la ventanilla abierta de uno de los autobuses cubiertos de nieve. Allí encontró algunas alfombras y una manta mohosa que probablemente lo salvaron de morir congelado. Se quedó dormido allí dentro, acurrucado en el asiento del conductor, y despertó algunas horas más tarde al oír la voz de sus padres.