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Señala la herida vertical. Joona mira más de cerca y ve que a lo largo de uno de los bordes de la herida hay, como un fino hilo de color rosa pálido, tejido cicatrizado debido a una cesárea curada desde hace mucho.

– Pero ¿ahora estaba embarazada? -pregunta Joona.

– No. -Nálen se ríe y se sube las gafas de piloto con el dedo.

– ¿Así que nuestro asesino tiene formación quirúrgica? -pregunta entonces Joona.

Nálen menea la cabeza y Joona piensa que alguien mató a Katja Ek con gran violencia y mucha saña. Dos horas más tarde, el asesino regresó a la casa, la puso boca arriba y la abrió por la antigua cesárea.

– Comprueba si hay algo similar en los otros cuerpos.

– ¿Le damos prioridad a esto? -pregunta Nálen.

– Sí, creo que sí -contesta Joona.

– ¿Tienes dudas?

– No.

– Pero quieres que demos prioridad a todo -dice Nálen.

– Más o menos. -Joona sonríe y se marcha de la sala.

Cuando se sienta en su coche, en el aparcamiento, siente frío. Arranca el motor, avanza por Retzius väg, sube la calefacción del vehículo y marca el número del fiscal Jens Svanehjälm.

– Svanehjälm -contesta el otro.

– Soy Joona Linna.

– Buenos días… Acabo de hablar con Carlos: me ha dicho que me llamarías.

– Es un poco difícil decir lo que tenemos -señala Joona.

– ¿Estás conduciendo?

– Acabo de terminar en el instituto forense y había pensado pasarme por el hospital. Necesito hablar con el chico superviviente.

– Carlos me ha explicado la situación -dice Jens-. Tenemos que acelerar esto. ¿Has puesto en marcha al grupo de identificación de perfiles?

– No basta con un perfil del agresor -contesta Joona.

– No, lo sé, yo opino lo mismo. Si queremos tener alguna posibilidad de proteger a la hija mayor, es necesario que hablemos con el chico, no hay más.

De repente Joona ve cómo estalla un cohete de fuegos artificiales a lo lejos sin hacer ruido; una estrella de color azul claro sobre los tejados de Estocolmo.

– Estoy en contacto con… -continúa, y se aclara la garganta-. Estoy en contacto con Susanne Granat, de servicios sociales, y tenía pensado llevar al psiquiatra Erik Maria Bark, que es especialista en tratar estados de shock y traumas.

– Es procedente -dice Jens con tono tranquilizador.

– Entonces me voy a neurocirugía directamente.

– Me parece bien.

Capítulo 6

.Madrugada del 8 de diciembre

Por algún motivo, Simone está despierta antes de que el teléfono suene en la mesilla de Erik con el volumen al mínimo.

Erik farfulla algo sobre globos y serpentinas, coge el teléfono y se apresura a salir de la habitación.

Cierra la puerta antes de contestar. La voz que ella oye a través de la pared le resulta delicada, casi tierna. Después de un rato, Erik se desliza de nuevo en la habitación y ella le pregunta quién ha llamado.

– Un policía…, un comisario, no he entendido cómo se llamaba -contesta Erik, y luego le explica que tiene que ir al hospital Karolinska.

Ella mira el despertador y cierra los ojos.

– Duérmete, Sixan -susurra él, y sale de la habitación.

El camisón se le ha enroscado en el cuerpo y le presiona el pecho izquierdo. Lo acomoda, se tiende de lado y luego permanece tumbada en la cama, inmóvil, mientras escucha los movimientos de Erik.

Él se viste, rebusca algo en el ropero, utiliza el calzador, sale del piso y cierra la puerta tras de sí. Después de un momento, Simone oye cerrarse el portal.

Se queda tumbada en la cama, mienta volver a dormirse durante un largo rato pero no lo consigue. Tiene la impresión de que Erik no estaba hablando con un policía; parecía demasiado relajado. Aunque quizá sólo estuviera cansado.

Se levanta para ir al baño, toma un poco de yogur y vuelve a acostarse. Luego empieza a pensar en lo que pasó hace diez años y no logra conciliar el sueño. Se queda tumbada durante media hora, luego se incorpora, enciende la lámpara de la mesilla, coge el teléfono, mira la pantalla y encuentra la última llamada recibida. Sabe que debería apagar la lámpara y dormir, pero de todas formas llama a ese número. Suenan tres señales. Entonces contestan y oye a una mujer que se ríe, algo alejada del teléfono.

– Erik, para ya -dice la mujer animadamente, y luego su voz suena más cerca-. Sí, soy Daniella. ¿Hola?

La mujer espera un poco y luego, con una voz cansadamente inquisitiva, dice «Aloha» y corta la comunicación. Simone se queda sentada con el teléfono en la mano. Trata de entender por qué razón Erik ha dicho que era un policía, un hombre, el que había llamado. Quiere encontrar una explicación razonable pero no puede evitar que su mente se traslade al pasado, a aquella ocasión hace diez años cuando, de repente, se dio cuenta de que Erik la engañaba.

Coincidió que fue el mismo día en que él le comunicó que había dejado el hipnotismo para siempre.

Simone recuerda que ella, por una vez, no estaba esa mañana en su galería, recientemente abierta. Quizá Benjamín no había ido al colegio, quizá se había tomado el día libre, no recuerda, pero el caso es que estaba sentada a la mesa de la cocina de su casa de Järfälla revisando el correo cuando vio un sobre celeste dirigido a Erik. En el remite sólo se leía un nombre de pila: Maja.

Hay momentos en los que uno sabe en cada átomo de su cuerpo que algo va mal. Quizá Simone había adquirido su miedo a la traición al ver a su padre engañado. Él, que había trabajado de policía hasta la jubilación e incluso había sido condecorado por un excelente trabajo de investigación, había necesitado muchos años para descubrir la cada vez más patente infidelidad de su mujer.

Recuerda haberse escondido la noche en que sus padres tuvieron aquella terrible pelea, cuya consecuencia fue que su madre abandonó a la familia. El tipo con el que había estado viéndose durante los últimos años era un vecino, un hombre prejubilado, alcohólico, que en el pasado había grabado algunos discos con una orquesta de baile. Su madre se mudó con él a un piso en Fuengirola, en la Costa del Sol española.

Simone y su padre siguieron con sus vidas, hicieron de tripas corazón y constataron que, después de todo, siempre habían sido sólo dos en la familia. Ella había crecido y tenía la misma piel pecosa que su madre, el mismo pelo cobrizo y rizado. Pero a diferencia de ella, Simone tenía una boca risueña. Erik se lo había dicho en una ocasión, y a ella le gustó esa descripción.

De joven, Simone quería ser artista, pero finalmente desistió, no se atrevió. Su padre, de nombre Kennet, la convenció de que tuviera un empleo como era debido, sin riesgos. Y ella tuvo que hacer concesiones. Empezó a estudiar historia del arte, se sintió inesperadamente a gusto entre los estudiantes y escribió varios trabajos sobre el artista sueco Ola Billgren.

En una fiesta de la facultad conoció a Erik. Se acercó a ella y la felicitó, creía que era ella la que se había doctorado. Cuando se dio cuenta de su error, se ruborizó, le pidió disculpas e hizo ademán de marcharse. No obstante, algo, no sólo que fuera alto y guapo, sino sobre todo sus maneras cuidadosas, hizo que ella quisiera entablar una conversación con él. Su charla resultó de inmediato interesante y divertida, y siguió y siguió. Luego quedaron para ir al cine al día siguiente, a ver Fanny y Alexander de Ingmar Bergman.

Simone llevaba ocho años casada con Erik cuando abrió con dedos temblorosos el sobre remitido por «Maja». Diez fotografías cayeron sobre la mesa de la cocina de la casa unifamiliar. Las fotos no estaban hechas por un fotógrafo profesional. Primeros planos borrosos de un seno de mujer, una boca, un cuello desnudo, bragas de color verde claro y negras, el pelo muy rizado. En una de las imágenes se veía a Erik. Parecía sorprendido y contento a la vez. Maja era una mujer guapa, muy joven, con unas cejas oscuras muy marcadas. Tenía una boca grande, seria. Estaba tumbada en una cama estrecha, desnuda salvo por las bragas, con el pelo negro cayendo en mechones sobre sus grandes y blancos senos. Parecía contenta, ruborizadas las mejillas.