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Es difícil evocar la sensación de haber sido traicionada. Todo es sólo pena y un extraño anhelo en el estómago, un deseo de evitar los pensamientos dañinos. Sin embargo, Simone recuerda que lo primero que sintió fue sorpresa. Una sorpresa enorme, tonta, por haber sido engañada por completo por alguien en quien ella confiaba plenamente. Luego vino la vergüenza, seguida del sentimiento desesperado de no valer lo suficiente, una rabia ardiente y una inmensa sensación de soledad.

Simone está tumbada en la cama mientras los pensamientos dan vueltas en su cabeza y van hilándose por diferentes caminos dolorosos. Lentamente amanece sobre la ciudad. Se queda dormida unos minutos antes de que Erik vuelva del hospital Karolinska. Él intenta no hacer ruido, pero cuando se sienta en la cama ella se despierta. Erik dice que se va a duchar. Ella se da cuenta de que ha vuelto a tomar muchas pastillas. Con el corazón desbocado, le pregunta cómo se llamaba el policía que lo llamó por la noche, pero él no contesta y ella se da cuenta de que se ha quedado dormido en mitad de la conversación. Entonces Simone le cuenta que ha telefoneado a ese número y que no ha contestado un policía, sino una mujer que se reía llamada Daniella. Erik no consigue mantenerse despierto y vuelve a dormirse. Entonces ella le grita, exige saber, lo acusa de haberlo estropeado todo justo cuando ella había empezado a confiar de nuevo en él.

Simone permanece sentada en la cama, mirándolo. Él no parece entender por qué está tan alterada. Ella considera que no aguanta más mentiras, y entonces dice las palabras que ha pensado muchas veces pero que, al mismo tiempo, siente muy lejanas, muy dolorosas, las siente como un fracaso:

– Quizá sea mejor que nos separemos.

Simone sale de la habitación con una almohada y un edredón, oye que la cama cruje a sus espaldas y espera que Erik la siga, la consuele y le cuente lo que ha pasado. Pero él se queda en la cama y ella se encierra en el cuarto de invitados y llora durante mucho rato. Luego se suena la nariz, se tumba en el sofá cama e intenta dormir, pero se da cuenta de que no tiene fuerzas para ver a su familia esa mañana. Va al baño, se lava la cara, se cepilla los dientes, se maquilla y se viste, ve que Benjamín está durmiendo aún, le deja una nota en la mesilla y se marcha del piso para ir a desayunar a algún sitio antes de ir a la galería.

Permanece largo rato sentada, leyendo, mientras toma una tostada y un café en la cafetería acristalada del jardín Kungsträdgärden. A través del gran ventanal ve a una decena de personas que están preparando algún tipo de evento. Hay carpas de color rosa delante de un escenario grande. Colocan vallas de protección alrededor de una pequeña rampa de lanzamiento. De repente algo sale mal. Hay un chisporroteo y un cohete sale disparado hacia arriba. Los hombres se alejan tropezando y se gritan entre sí. El cohete estalla con un resplandor azul contra el cielo claro y el estruendo resuena contra las fachadas.

Capítulo 7

Martes 8 de diciembre, por la mañana

Dos figuras descompuestas sujetan un feto gris contra sí. El artista Sim Shulman ha mezclado ocre, hematita, óxido de magnesio y carboncillo con grasa animal, y luego ha extendido la mezcla sobre unas grandes losas de piedra. Sus trazos son suaves y amorosos. En lugar de pinceles, Shulman ha utilizado un palo con la punta carbonizada. Ha tomado prestada la técnica de la cultura magdaleniense francesa y española de hace aproximadamente quince mil años, cuando alcanzaron su apogeo las fantásticas pinturas en cuevas de búfalos a la carrera, venados juguetones y pájaros bailarines.

En lugar de animales, Sim Shulman ha pintado personas: cálidas, que flotan, que se superponen casi por casualidad. Cuando Simone vio su trabajo por primera vez le ofreció inmediatamente una exposición individual en su galería.

El pelo espeso, negro, de Shulman suele estar recogido en una coleta. Sus rasgos oscuros, muy marcados, dan testimonio de su origen suecoiraquí. Creció en Tensta, donde Anita, su madre, que lo crió sola, trabajaba como dependienta en el supermercado Ica.

Cuando tenía doce años, Sim Shulman era miembro de una banda de delincuentes juveniles que practicaba deportes de lucha y robaba dinero y cigarrillos a otros chicos. Una mañana lo encontraron en el asiento trasero de un coche aparcado. Había esnifado pegamento y estaba inconsciente, su temperatura corporal había descendido, y cuando la ambulancia llegó por fin a Tensta, su corazón había dejado de latir.

Sim sobrevivió y participó en un programa de rehabilitación para jóvenes. Tenían que finalizar la primaria y al mismo tiempo aprender un oficio. Él había dicho en alguna ocasión que quería ser artista sin saber en realidad lo que significaba eso, y por aquel entonces los servicios sociales iniciaron una colaboración con la Escuela de Cultura y el artista sueco Keve Lindberg. Sim Shulman le ha contado a Simone lo que sintió cuando entró por primera vez en el estudio de Keve Lindberg. La sala grande, luminosa, olía a trementina y a pintura al óleo. Caminó entre lienzos gigantescos de caras chillonas, boquiabiertas. Poco más de un año después fue admitido en la Academia de Bellas Artes como el alumno más joven hasta la fecha, con sólo dieciséis años.

– Deberíamos poner los cuadros de piedra bastante bajos -le dice Simone a Ylva, su asistente en la galería-. El fotógrafo podría iluminarlos indirectamente. Quedará bonito en el catálogo. Podríamos ponerlos en el suelo directamente, apoyarlos contra la pared y dirigir la luz desde…

– Huy, ahí viene el guaperas otra vez -la interrumpe Ylva.

Simone se vuelve y ve que un hombre sacude la puerta. Lo reconoce al momento. Un artista llamado Norén, que opina que la galería debería hacer una exposición individual con sus acuarelas. Llama golpeando el cristal y grita algo con irritación antes de recordar que la puerta se abre hacia adentro.

El hombre bajo, robusto, entra, mira a su alrededor y luego avanza hasta ellas. Ylva se aleja, dice algo sobre el teléfono y luego desaparece en el despacho.

– Parece ser que a la señora le han entrado ganas de ir al baño -sonríe burlonamente-. ¿No hay ningún hombre aquí con el que se pueda hablar?

– ¿De qué se trata? -pregunta Simone secamente.

El tipo hace un gesto con la cabeza en dirección a una de las imágenes de Shulman.

– Eso es arte, ¿no?

– Sí -contesta Simone.

– Mujeres finas -dice con desprecio-. Nunca una polla es lo suficientemente grande para vosotras, ¿eh? ¿No se trata de eso?

– Quiero que se marche -dice Simone.

– Tú a mí no me dices lo que…

– He dicho que se largue -le interrumpe ella.

– Joder -refunfuña el tipo; sale de la galería, se vuelve una vez pasada la puerta, grita algo y se agarra la entrepierna.

La asistente sale silenciosamente del despacho, sonriendo ligeramente.

– Perdona que me haya ido de esa forma, pero es que me asusté mucho la última vez que estuvo aquí -se disculpa.

– Una debería tener el aspecto de Shulman, ¿verdad? -Simone sonríe y señala un retrato grande del autor en el que posa con un traje negro de ninja y una espada levantada sobre la cabeza.

Ambas se ríen y deciden que comprarán un par de trajes como ése cuando el teléfono empieza a zumbar en el bolso de Simone.

– Galería Simone Bark -dice ella.

– Soy Siv Sturesson, de la secretaría del colegio -dice una mujer de edad al otro lado.

– Ah -responde Simone, dubitativa-. Hola.

– Llamo para saber qué tal está Benjamin.

– ¿Benjamin?

– Hoy no ha venido al colegio -explica la mujer-, y no ha dado aviso de estar enfermo. Siempre nos ponemos en contacto con los padres en estos casos.