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– No se puede hacer nada contra Wailord, nadie puede con él, es el más grande -continúa él.

– ¿Es el más grande de todos?

– Sí -contesta el chico con seriedad.

Ella coge una carta que se le ha caído.

– ¿Quién es éste?

Benjamín sale entonces de la tienda con los ojos brillantes.

– Arceus -contesta Nicke, y pone la carta encima de las demás.

– Parece bueno -dice Simone.

Nicke sonríe ampliamente.

– Nos vamos -dice Benjamín en voz baja.

– Adiós -sonríe Simone.

– Adiós-que-vaya-bien -contesta Nicke mecánicamente.

Benjamín camina en silencio junto a su madre.

– Mejor vamos a coger un taxi -decide ella cuando se acercan a la entrada del metro-. Estoy harta de metros.

– Vale -dice Benjamín, y da media vuelta.

– Espera un momento -dice entonces Simone.

Acaba de ver a uno de los muchachos que amenazaban a la chica. Está junto a los torniquetes del metro y parece esperar algo. Ella nota que Benjamín intenta alejarla.

– ¿Qué pasa? -pregunta.

– Venga, vamos, íbamos a coger un taxi.

– Tengo que hablar con él un momento -dice ella.

– Mamá, pasa de ellos -ruega Benjamín.

Está pálido e inquieto, y se queda inmóvil sin más mientras ella se aproxima al chico con resolución.

Simone pone la mano sobre el hombro del chaval. Quizá tenga sólo trece años, pero en lugar de asustarse o sorprenderse, le sonríe burlonamente como si él le hubiera tendido una trampa a ella.

– Me vas a acompañar a ver al guardia de seguridad -dice ella con decisión.

– ¿Qué has dicho, vejestorio?

– Te he visto cuando has…

– ¡Cierra el pico! -la interrumpe el chico-. Cierra el pico si no quieres que te folie para castigarte.

Simone se queda tan estupefacta que no sabe qué contestar. El chico escupe al suelo ante ella, salta luego por encima de los torniquetes y desaparece lentamente por el pasillo del metro.

Abatida, Simone se encamina hacia el lugar donde la espera Benjamin.

– ¿Qué ha dicho? -pregunta él.

– Nada -contesta ella cansada.

Caminan hasta la parada de taxis y suben al asiento trasero del primer coche. Cuando se alejan de Tensta Centrum, Simone le explica a su hijo que hoy la han llamado del colegio.

– Aida quería que la acompañara para modificarse un tatuaje -dice Benjamin en voz baja.

– Es muy amable por tu parte.

Viajan en silencio por la carretera de Hjulsta en paralelo a una vía muerta oxidada en un terraplén de gravilla marrón.

– ¿Le has dicho a Nicke que era idiota? -pregunta Benjamin.

– Me he equivocado, la idiota soy yo.

– Pero ¿cómo has podido?

– A veces me equivoco, Benjamin -dice ella en voz baja.

Desde el puente de Traneberg, Simone mira hacia Stora Essingen. El agua aún no se ha congelado, pero tiene un aspecto denso y pálido.

– Creo que papá y yo nos vamos a separar -dice ella entonces.

– Ah… ¿Porqué?

– No tiene absolutamente nada que ver contigo.

– Te he preguntado por qué.

– No hay ninguna respuesta correcta -empieza ella-. Tu padre… ¿Cómo te lo explico? Es el amor de mi vida, pero eso…, eso puede acabarse de todas formas. No lo piensas cuando te conoces, cuando tienes hijos, y… Perdona, no debería hablar de esto contigo. Sólo quería que entendieras por qué estoy tan descentrada. Quiero decir que aún no es seguro que nos separemos…

– No quiero que me mezcléis en esto.

– Perdona, yo…

– Que lo dejes ya -la reprende él.

Capítulo 10

Martes 8 de diciembre, por la tarde

Erik sabía que no iba a poder dormir, pero aun así ha hecho un intento. Lleva todo el tiempo despierto, pese a que el comisario Joona Linna ha conducido con mucha suavidad por la carretera 274 de Värmdö, en dirección a la cabaña donde se supone que se encuentra Evelyn Ek.

Cuando pasan frente a la vieja serrería, la gravilla rechina bajo los neumáticos del coche. Los efectos secundarios de las pastillas de codeína hacen que los ojos de Erik se vuelvan sensibles y se sequen. Mira con los párpados entornados una zona con casas de fin de semana construidas con troncos sobre unos estrechos parterres de césped. Los árboles están desnudos en el estéril frío de diciembre. La luz y los colores hacen que Erik empiece a pensar en las excursiones con el colegio, cuando era niño. El olor de los troncos en descomposición, los aromas de los hongos que brotan del humus. Su madre trabajaba media jornada como enfermera escolar en el instituto de bachillerato de Sollentuna, y estaba convencida de lo saludable del aire puro. Fue ella quien quiso que se llamara Erik Maria. Al parecer, cuando era joven fue en viaje de estudios a Viena y asistió en el teatro Burgh a la representación de El padre de Strindberg, con Klaus Maria Brandauer como protagonista. Le gustó tanto que retuvo el nombre del actor durante años. De niño, Erik siempre intentó ocultar su segundo nombre, y durante la adolescencia se identificaba con el personaje de la canción A boy named Sue, recogida en un disco de Johnny Cash que fue grabado en la prisión de San Quintín: «Some gal would giggle and I'd get red, and some guy'd laugh and I'd bust his head, I tell ya, Ufe ain't easy for a boy named Sue.» [5]

El padre de Erik, que trabajaba en la Seguridad Social, únicamente había tenido un interés genuino en toda su vida. Era mago aficionado y solía disfrazarse con una capa de confección casera, un frac usado y, en la cabeza, una especie de sombrero cilíndrico plegable que él llamaba su chapeau claque. Erik y sus amigos se sentaban en unas sillas de madera con el respaldo de barras en el garaje, donde había construido un pequeño escenario con trampillas ocultas. La mayoría de sus trucos los había sacado del catálogo de Bernandos Magic, en Bromölla: varitas mágicas que crujían y se abrían, bolas de billar que se multiplicaban con ayuda de una cubierta, una funda de terciopelo con compartimentos ocultos y la reluciente guillotina de mano. En la actualidad, Erik recuerda a su padre con ternura, recuerda cómo ponía en marcha el radiocasete y sonaba la música de Jean Michel Jarre mientras él hacía pases mágicos sobre un cráneo que flotaba en el aire. Erik espera sinceramente que su padre nunca se diera cuenta de que al ir haciéndose mayor se avergonzaba de él y, ante sus compañeros, levantaba la vista al cielo a sus espaldas.

Quizá no había ninguna explicación profunda para que Erik se hubiera hecho médico. Nunca había deseado otro trabajo, nunca se había imaginado otra vida. Recuerda todos los finales de curso lluviosos, la bandera izada y los himnos veraniegos. Siempre había sacado las máximas notas en todas las asignaturas; sus padres contaban con ello. Su madre solía decir que los suecos estaban mal acostumbrados al dar por sentada su sociedad del bienestar, ya que probablemente se trataba tan sólo de un pequeño paréntesis histórico. Sostenía que un sistema de gobierno donde la sanidad, la salud dental y las guarderías, la escuela primaria, el instituto y la universidad fueran gratuitos podía desaparecer en cualquier momento. Pero entonces era posible que todos los chicos estudiaran medicina, arquitectura o un doctorado en economía financiera en cualquier universidad del país, sin necesidad de tener fortuna, solicitar una beca o pedir limosna.

La sensación de comprender esas posibilidades era un privilegio que había rodeado a Erik como un resplandor dorado; le había otorgado ventaja y determinación cuando era joven, pero también algo parecido a la prepotencia.

Recuerda que cuando tenía dieciocho años estaba sentado en el sofá de la casa de Sollentuna mirando sus máximas calificaciones, y que luego paseó la mirada por la sencilla habitación. Las librerías con baratijas de adorno y souvenirs, las fotos en sus marcos de alpaca, imágenes de las confirmaciones, la boda y el cincuenta cumpleaños de sus padres, acompañadas de una decena de fotos de su único hijo: desde que era un bebé regordete vestido de encajes hasta que se convirtió en un jovencito medio sonriente con un ceñido traje.

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[5] «Una chica se reía y yo me ponía rojo; un chaval se reía y yo le partía la cara. Te lo aseguro, la vida no es fácil para un chico que se llame Sue.» (N.de la t.)