Erik entra en la sala, le estrecha la mano a Daniella Richards y se da cuenta del gesto tenso en su boca, del estrés contenido en sus movimientos.
– Tómate un café -dice ella.
– ¿Tenemos tiempo? -pregunta Erik.
– Tengo la hemorragia del hígado bajo control.
Un hombre de unos cuarenta y cinco años, vestido con unos vaqueros y una chaqueta negra, está de pie dando golpecitos a la máquina de café. Tiene el pelo rubio completamente revuelto, los labios serios, apretados. Erik piensa que quizá se trate de Magnus, el marido de Daniella. No lo ha visto nunca en persona, sólo en la fotografía del despacho de ella.
– ¿Es tu marido? -pregunta Erik señalando con un gesto.
– ¿Qué? -dice ella entre divertida y sorprendida.
– Pensaba que quizá Magnus te habría acompañado.
– No -se ríe ella.
– ¿Estás segura? Puedo preguntárselo -bromea Erik, y empieza a caminar hacia el hombre.
El teléfono de Daniella suena y ella lo abre riéndose.
– Erik, para ya -dice antes de llevarse el teléfono a la oreja, y contesta-: Sí, soy Daniella.
Escucha pero no oye nada.
– ¿Hola?
Espera unos segundos y luego se despide irónicamente con el saludo hawaiano: «Aloha.» A continuación cierra el teléfono y sigue a Erik.
Él se ha acercado al hombre rubio. La máquina del café emite zumbidos y silbidos.
– Tómese un café -dice el hombre, y le tiende un vaso a Erik.
– No, gracias.
El hombre prueba la bebida caliente, sonríe y se le forman unos pequeños hoyuelos en las mejillas.
– Está bueno -dice, e intenta volver a darle el vaso a Erik.
– No quiero.
El hombre bebe un poco más mientras lo observa.
– ¿Le importaría prestarme su teléfono? -pregunta de repente-. Me he dejado el mío en el coche.
– ¿Quiere que le deje mi teléfono? -pregunta Erik, muy serio.
El hombre rubio asiente con la cabeza y lo mira con sus ojos claros, grises como el granito pulido.
– Puede volver a usar el mío -dice Daniella.
– Gracias.
– De nada.
El hombre rubio coge el teléfono, lo mira y luego la mira a ella.
– Le prometo que se lo devolveré -asegura.
– Al fin y al cabo, sólo lo usa usted -bromea ella.
Él se ríe y se aparta.
– Tiene que ser tu marido -dice Erik.
Ella sacude la cabeza sonriendo; se la ve muy cansada. Se ha restregado los ojos y el perfilador gris plateado se le ha corrido por el pómulo.
– ¿Puedo pasar a ver al paciente? -pregunta Erik.
– Por favor -asiente ella.
– Ya que he venido… -se apresura a añadir él.
– Erik, quiero escuchar tu opinión, me siento insegura.
Ella abre la pesada puerta en silencio y él la sigue al interior de la cálida habitación anexa al quirófano. En la cama yace un chico delgado. Dos enfermeras le vendan las heridas. Tiene cientos de cortes y pinchazos por todo el cuerpo. En las plantas de los pies, en el pecho y en el vientre, en el cuello, en la coronilla, en la cara, en las manos.
Su pulso es débil pero muy rápido. Tiene los labios grises como el aluminio, está sudando y sus ojos están fuertemente cerrados. La nariz parece estar rota. Un hematoma se extiende como una nube oscura bajo la piel, desde el cuello hasta el pecho.
Erik nota que, pese a las heridas, el rostro del chico es hermoso.
Daniella explica en voz baja su evolución, cómo ha variado el estado del muchacho, cuando de repente se interrumpe al oír un golpecito. Es el hombre rubio otra vez. Los saluda con la mano tras el cristal de la puerta.
Erik y Daniella se miran y abandonan la habitación. El hombre rubio vuelve a estar junto a la sibilante máquina de café.
– Un capuchino largo -le dice a Erik-. Podría hacerte falta antes de ver al agente que encontró al chico.
Entonces Erik comprende que el hombre rubio es el comisario de la policía judicial que lo ha despertado hace menos de una hora. Su acento finlandés no era tan evidente por teléfono, o tal vez Erik estaba demasiado cansado para notarlo.
– ¿Por qué iba a querer ver al agente que encontró al chico? -le pregunta.
– Para entender por qué necesito interrogar…
Joona se interrumpe cuando suena el teléfono de Danie11a. Lo saca del bolsillo de su chaqueta, hace caso omiso de la mano tendida de ella y echa un vistazo a la pantalla.
– Probablemente es para mí -dice Joona, y contesta-. Sí… No, lo quiero aquí. Vale, pero eso me da igual.
El comisario sonríe cuando escucha las objeciones de su compañero por el teléfono.
– Pero me he dado cuenta de una cosa -contesta.
Su interlocutor grita algo.
– Lo hago a mi manera -replica Joona con voz calmada, y luego finaliza la llamada.
Le devuelve el teléfono a Daniella y le da las gracias en silencio.
– Tengo que interrogar al paciente -explica a continuación con seriedad.
– Lo siento -dice Erik-. Soy de la misma opinión que la doctora Richards.
– ¿Cuándo podré hablar con él? -pregunta Joona.
– No mientras se encuentre en estado de shock.
– Sabía que iba a decir eso -dice Joona en voz baja.
– Su estado aún es crítico -explica Daniella-. La pleura está afectada, el intestino delgado también, el hígado y…
En la sala entra entonces un hombre con un uniforme de policía sucio. Su mirada es de preocupación. Joona le hace una seña, se le acerca y le da la mano. Dice algo en voz baja y el policía se pasa la mano por la boca mirando a los médicos. El comisario de la judicial le repite al agente que necesitan conocer los detalles; eso podría serles de gran ayuda.
– Bueno, en fin -comienza el policía, y carraspea ligeramente-. Nos dicen por radio que un limpiador ha encontrado a un hombre muerto en el baño del polideportivo de Tumba. Vamos en el coche por la carretera de Huddinge…, sólo tenemos que girar por Dalvägen y subir hacia el lago. Janne, mi compañero, entra mientras yo hablo con el limpiador. Primero pensamos que se trata de una sobredosis, pero en seguida me doy cuenta de que no es así. Janne sale del vestuario muy pálido y parece que no quiere dejarme pasar. Dice tres veces «No hay más que sangre», se sienta en la escalera y…
El policía se interrumpe, se sienta en una silla y mira al vacío con la boca entreabierta.
– ¿Puedes continuar? -pregunta Joona.
– Sí… La ambulancia llega al lugar, el muerto es identificado y se me encarga que hable con los familiares. Vamos un poco justos de personal, así que voy solo. Me manda mi jefa, dice más o menos que no quiere que Janne vaya en el estado en que se encuentra, y es comprensible…
Erik mira su reloj.
– Seguro que tiene tiempo para escuchar esto -le dice Joona con su tranquilo deje finlandés.
– El fallecido -continúa el policía con la mirada baja- era profesor en el instituto de Tumba y vivía en la nueva urbanización de casas unifamiliares que hay en lo alto de la colina. Nadie abre la puerta. Llamo varias veces. En fin, no sé por qué pero finalmente rodeo toda la hilera de casas e ilumino el interior con la linterna a través de una ventana.
El policía se calla, la boca le tiembla y empieza a arañar el reposabrazos de la silla.
– Sigue, por favor -le pide Joona.
– ¿Es necesario? Porque yo…, yo…
– Encontraste al chico, a la madre y a una niñita de cinco años. El chico era el único que aún seguía con vida.
– Pero yo creía…, yo…
Se calla, está muy pálido.
– Gracias por venir, Erland-dice Joona.
El policía asiente con rapidez y se levanta de la silla, se pasa la mano confuso por la chaqueta sucia y se marcha de la sala.
– Los había apuñalado a todos -continúa Joona-. Una locura… Presentaban graves lesiones, les habían propinado patadas, pegado, acuchillado, y la niñita… estaba cortada en dos. La parte inferior del tronco y las piernas estaban en el sillón delante de la televisión y… -Se interrumpe y observa a Brik antes de continuar-. Parece que el asesino sabía que el padre de familia estaba en el polideportivo -explica Joona-. Había partido de fútbol, él era árbitro. El criminal esperó a que se quedara solo antes de matarlo, lo descuartizó…, lo descuartizó de un modo salvaje y luego fue a la casa para matar a los demás.