Su madre entró en la habitación y le pasó los impresos de solicitud para la carrera de medicina. Ella tenía razón, como de costumbre. En cuanto puso un pie en el instituto Karolinska para realizar la formación de medicina, se sintió como en casa. Al especializarse en psiquiatría se dio cuenta de que la profesión de médico encajaba con su personalidad más de lo que en realidad quería admitir. Después de su período como interno, los dieciocho meses de servicio general que exige la Dirección Nacional de Sanidad para otorgar la cualificación como médico, trabajó para Médicos sin Fronteras. Acabó en Chisimayu, al sur de Mogadiscio, en Somalia. Fue una época muy intensa en un hospital de campaña cuyo equipamiento estaba formado por material desechado de clínicas suecas, aparatos de rayos X de los años sesenta, medicamentos caducados y camas sucias y oxidadas de centros cerrados o reformados. En Somalia, Erik se encontró por primera vez con personas fuertemente traumatizadas: niños que habían perdido las ganas de jugar, que eran apáticos, jóvenes que con tono apagado daban testimonio de cómo los habían obligado a realizar actos terribles, mujeres a las que habían hecho tanto daño que ni siquiera eran capaces de hablar, sino que sólo sonreían de forma esquiva sin levantar la mirada. Y entonces sintió que quería dedicarse a ayudar a las personas que eran cautivas de los ultrajes que habían sufrido, que padecían pese a que sus atacantes habían desaparecido hacía mucho.
Erik volvió a casa y se formó como psicoterapeuta en Estocolmo, pero fue al especializarse en psicotraumatología y psiquiatría de emergencia cuando entró en contacto con diferentes teorías sobre la hipnosis. Lo que lo atrajo de ésta fue la rapidez, que el psicólogo pudiera aproximarse tan rápidamente al origen del trauma. Consideró que esa rapidez era increíblemente importante si uno quería trabajar con víctimas de guerra y de catástrofes naturales.
Recibió formación básica en hipnosis por medio de la European Society of Clinical Hypnosis, pronto se hizo miembro de la Society for Clinical and Experimental Hypnosis, la European Board of Medical Hypnosis, la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica, y se carteó durante varios años con Karen Olness, la pediatra estadounidense cuyo innovador método de hipnotizar a los enfermos crónicos y a niños con cuadros severos de dolor aún es lo que más lo impresiona.
Durante cinco años, Erik trabajó para la Cruz Roja en Uganda con personas traumatizadas. Durante ese período prácticamente no había tiempo para probar y desarrollar la hipnosis, las situaciones eran demasiado abrumadoras y urgentes, se trataba casi siempre de satisfacer necesidades básicas. Empleó el hipnotismo únicamente una decena de veces durante todo ese tiempo, y en realidad sólo en contextos sencillos, en lugar de paliar el dolor en casos de hipersensibilidad y como un primer bloqueo de fijaciones fóbicas. Pero en una ocasión, durante su último año en Uganda, se encontró con una chica que estaba encerrada en una habitación porque no paraba de gritar. Las monjas católicas que trabajaban como enfermeras explicaron que la chica había llegado arrastrándose por el camino desde el barrio de chabolas al norte de Mbale; creían que pertenecía a la etnia bagisu, ya que hablaba lugisu. No había dormido ni una sola noche, y constantemente gritaba que era un demonio maléfico con fuego en los ojos. Erik pidió a las monjas que le abrieran la puerta de la habitación de la chica, y en cuanto la vio se percató de que estaba gravemente deshidratada. Cuando intentó hacerla beber, la joven chilló como si la visión del agua le quemara como el fuego; daba vueltas por el suelo y gritaba. Erik se decidió entonces a probar el hipnotismo para calmarla. Una de las religiosas, la hermana Marión, tradujo sus palabras al bukusu, un idioma que la chica debería entender, y una vez comenzó a escuchar, fue fácil someterla a hipnosis. En sólo una hora, la joven evocó todo su trauma psíquico. Un camión cisterna proveniente de Jinja se había salido de la carretera de Mbale-Soroti, al norte del suburbio. El pesado vehículo había volcado y había abierto un profundo boquete en la cuneta, y de un agujero en la gran cuba manaba gasolina pura que caía al suelo. La chica fue corriendo a su casa, encontró a su tío, le contó lo de la gasolina que desaparecía en la tierra y él fue corriendo de inmediato hacia allí con dos bidones de plástico vacíos. En el lugar del accidente ya había una decena de personas cuando la muchacha alcanzó a su tío junto al camión; estaban llenando cubos de gasolina del agujero. El olor era terrible, el sol brillaba y hacía mucho calor. El tío de la chica le hizo una seña. Ella cogió el primer bidón y empezó a arrastrarlo para llevarlo a casa. Pesaba mucho, se detuvo para ponérselo sobre la cabeza y vio a una mujer con un turbante azul de pie junto al camión, con gasolina hasta las rodillas, que llenaba unas pequeñas botellas de vidrio. Más alejado por el sendero, en dirección hacia la ciudad, la muchacha vio a un hombre con una camisa amarilla de camuflaje. Iba caminando, llevaba un cigarrillo en la boca, y cuando aspiró, relució su extremo incandescente.
Erik recuerda claramente el aspecto de la chica mientras hablaba. Su voz era densa y sorda, y las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras contaba que había capturado el fuego del cigarrillo con sus ojos y se lo había pasado a la mujer del turbante azul. El fuego estaba en sus ojos, dijo, porque cuando volvió a darse media vuelta y miró a la mujer, ésta comenzó a arder. Primero, el turbante azul, y de inmediato toda ella quedó envuelta en llamas. De repente se desató una tormenta de fuego alrededor del camión cisterna, y la chica echó a correr sin oír nada más que gritos tras de sí.
Cuando salió del trance, Erik y la hermana Marión hablaron con ella largo rato sobre lo que había contado estando hipnotizada. Le explicaron una y otra vez que fueron los vapores de la gasolina, aquello que olía tan fuerte, lo que había empezado a arder. El cigarrillo del hombre había prendido fuego al camión cisterna a través del aire, y la explosión no tuvo nada que ver con ella.
Pocos meses más tarde de lo sucedido con la chica, Erik volvió a Estocolmo, donde solicitó una subvención del Consejo de Investigación Médica para profundizar sobre la hipnosis y el tratamiento de hechos traumáticos en el instituto Karolinska. Fue poco después cuando conoció a Simone. Recuerda que la conoció en una gran fiesta universitaria; ella estaba animada, radiante, con las mejillas sonrosadas. Primero reparó en su pelo cobrizo, rizado, y luego vio su rostro. Tenía la frente abombada y pálida, y su piel clara y fina estaba cubierta de pecas de color marrón claro. Parecía un ángel de los marcapáginas antiguos, pequeña y esbelta. Aún recuerda cómo iba vestida esa noche: llevaba una ceñida blusa de seda de color verde, unos pantalones negros y unos zapatos de salón oscuros de tacón alto. Llevaba los labios pintados de un rosa pálido, y sus ojos verde claro resaltaban en el rostro pecoso.
Se casaron al año siguiente y en seguida intentaron tener hijos. No obstante, resultó más difícil de lo que esperaban y ella tuvo cuatro abortos seguidos. Erik recuerda uno especialmente. Simone estaba en la decimosexta semana de embarazo cuando perdió el bebé; era una niña. Exactamente dos años más tarde nació Benjamín.
Erik mira con los ojos entornados por el parabrisas mientras oye la conversación que Joona mantiene con sus compañeros a través de la radio policial, de camino hacia Värmdö.
– Estaba pensando una cosa -dice Erik.
– ¿Sí?
– Antes he dicho que Josef no podía huir del hospital, pero la verdad es que si fue capaz de acuchillarse de ese modo a sí mismo, ahora ya no estoy tan seguro.