– Sí -contesta ella.
– ¿Eres nueva aquí? -pregunta él, y continúa acercándose a ella.
– No, mi tía me ha prestado la casa.
– ¿Sonja es tu tía?
– Sí -sonríe ella.
Erik llega hasta ella.
– ¿Qué cazas?
– Liebres -contesta ella.
– ¿Puedo ver la escopeta?
Ella la abre y se la da. Tiene la punta de la nariz roja. En su pelo color arena hay agujas de pino secas.
– Evelyn -dice con tranquilidad-, en la casa hay unos policías que quieren hablar contigo.
Ella parece preocupada de repente, da un paso hacia atrás.
– Si tienes tiempo… -añade él, sonriente.
Ella asiente débilmente y Erik grita en dirección a la casa. Joona sale con expresión irritada, listo para volver a mandarlo al coche. Cuando ve a la joven, se queda inmóvil una fracción de segundo.
– Es Evelyn -dice Erik, y le tiende la escopeta.
– Hola -dice Joona.
Ella empalidece, parece que vaya a desmayarse.
– Tengo que hablar contigo -explica el comisario con seriedad.
– No -murmura ella.
– Entra en la casa.
– No quiero.
– ¿No quieres entrar?
Evelyn se vuelve hacia a Erik:
– ¿Tengo que hacerlo? -pregunta con labios temblorosos.
– No -contesta él-. Decídelo tú.
– Por favor, acompáñame -dice Joona.
Ella niega con la cabeza pero, sin embargo, lo acompaña al interior de la casa.
– Yo esperaré fuera -dice Erik.
Recorre un trecho del acceso. La gravilla está llena de agujas de pino y pinas marrones. Entonces oye a Evelyn gritar a través de las paredes de la casa. Un solo grito. Suena a soledad y a desesperación. Una expresión de pérdida incomprensible. Conoce bien ese grito del tiempo que pasó en Uganda.
Evelyn está sentada en el sofá de pana con las dos manos aprisionadas entre los muslos, la tez blanca como el papel. Ha sido informada de lo que le ha sucedido a su familia. La fotografía del marco con forma de seta está en el suelo. La madre y el padre están sentados en algo que parece una hamaca. Entre ellos está su hija pequeña. Los padres entornan los ojos por la intensa luz del sol, mientras que los ojos de la niña están iluminados de blanco.
– Lo siento mucho -dice Joona en voz baja.
A ella le tiembla la barbilla.
– ¿Crees que podrías ayudarnos a entender lo que ha pasado? -pregunta él.
La silla cruje bajo el peso de Joona. Espera un rato y luego sigue:
– ¿Dónde te encontrabas el lunes 7 de diciembre?
Ella sacude la cabeza.
– Ayer -precisa él.
– Estaba aquí -dice ella débilmente.
– ¿En la cabaña?
Ella lo mira a los ojos:
– Sí.
– ¿No saliste en todo el día?
– No.
– ¿Estuviste aquí nada más?
Ella hace un gesto en dirección a la cama y los libros de ciencias políticas.
– ¿Estudias?
– Sí.
– ¿Así que ayer no saliste de casa?
– No.
– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
– ¿El qué?
– ¿Había alguien contigo aquí? -pregunta Joona.
– No.
– ¿Tienes idea de quién podría haberle hecho eso a tu familia?
Ella niega con la cabeza.
– ¿Hay alguien que os haya amenazado?
Ella no parece oírlo.
– ¿Evelyn?
– ¿Qué? ¿Qué decía?
Ella tiene los dedos estrechamente apretados entre las piernas.
– ¿Hay alguien que haya amenazado a tu familia? ¿Tenéis enemigos, rivales?
– No.
– ¿Sabes si tu padre tenía deudas grandes?
Ella niega con la cabeza.
– Las tenía -declara Joona-. Algunos delincuentes le habían prestado dinero.
– Ah.
– ¿Podría ser que alguno de ellos…?
– No -lo interrumpe ella.
– ¿Por qué no?
– No entienden nada -dice ella alzando la voz.
– ¿Qué es lo que no entendemos?
– No entienden nada.
– Cuéntanos lo que…
– No puedo -grita ella.
Está tan alterada que rompe a llorar abiertamente. Kristina Andersson se acerca a ella y la abraza. Después de un rato, la joven parece más calmada. Está sentada totalmente inmóvil, entre los brazos de la mujer policía, mientras su cuerpo se sacude por algún espasmo aislado a causa del llanto.
– Pequeña… -susurra Kristina Andersson, tranquilizadora.
Mantiene a la chica contra sí mientras le acaricia la cara. De pronto, la agente chilla y le propina un empujón a Evelyn, que cae directamente al suelo.
– Joder, me ha mordido…, me ha dado un buen mordisco…
Kristina se mira estupefacta con los dedos llenos de sangre, que procede de una herida que tiene en mitad del cuello.
Evelyn está sentada en el suelo, ocultando con la mano una sonrisa turbada. De pronto sus ojos se quedan en blanco y cae al piso, inconsciente.
Capítulo 11
Martes 8 de diciembre, por la tarde
Benjamín se ha encerrado en su habitación. Simone está sentada a la mesa de la cocina con los ojos cerrados, escuchando la radio. Es una emisión en directo desde la sala de conciertos Berwaldhallen de Estocolmo. Intenta imaginarse su vida sin pareja. «No sería muy diferente de la que tengo ahora», piensa con ironía. Quizá iría a ver conciertos, al teatro y a galerías de arte, como hacen todas las mujeres solas.
Encuentra una botella de whisky de malta en el armario y se sirve un chorrito con unas gotas de agua: un líquido de débil tono amarillo en un vaso pesado. Se abre la puerta de la calle mientras los cálidos tonos de una suite para chelo de Bach inundan la cocina. Es una melodía suave y triste. Erik está en el umbral y la mira, el rostro grisáceo por el cansancio.
– Tiene buena pinta -dice él.
– Se llama whisky -repone ella, y le tiende el vaso.
Se prepara otro nuevo para ella; luego se quedan de pie el uno frente al otro y brindan, serios.
– ¿Has tenido un día complicado? -pregunta ella en voz baja.
– Bastante -contesta él sonriendo débilmente.
De repente parece agotado. Hay una indefinición en los rasgos de su cara, como una capa fina de polvo.
– ¿Qué estás escuchando? -pregunta él.
– ¿Lo apago?
– Por mí, no; está bien.
Erik vacía el vaso, se lo alarga y ella le sirve más whisky.
– Así que finalmente Benjamín no se ha hecho ningún tatuaje -dice él.
– Has seguido el drama por el contestador…
– Ahora mismo, de camino a casa; no he tenido tiempo antes…
– No -lo interrumpe ella, y piensa en la mujer que le cogió el teléfono.
– Qué bien que hayas ido a recogerlo -dice Erik.
Ella asiente y piensa en cómo todos los sentimientos están entremezclados, cómo ninguna relación es libre y compartimentada, cómo a todo lo atraviesa todo.
Vuelven a beber y de repente se da cuenta de que Erik le está sonriendo. Su sonrisa de dientes torcidos siempre la ha ablandado. Piensa en cuánto le gustaría acostarse con él ahora mismo, sin hablar, sin complicaciones. «De todas formas, todos acabaremos solos algún día», se dice.
– No sé nada -dice ella secamente-. O, más bien…, sé que no confío en ti.
– ¿Por qué dices…?
– Es como si lo hubiéramos perdido todo -lo interrumpe ella-. Tú sólo duermes o estás en el trabajo o donde sea que estés. Yo quería que hiciéramos cosas…, viajar, estar juntos…
Erik aparta el vaso y da un paso hacia ella.
– ¿Y no podemos hacerlo? -se apresura a decir él.
– No digas eso -susurra ella.
– ¿Por qué no?
Él sonríe, le acaricia la mejilla y se pone serio. De repente se besan. Simone siente que todo su cuerpo anhelaba eso, anhelaba sus besos.
– Papá, ¿sabes dónde…?
Benjamín se calla cuando entra en la cocina y los ve.