Pone el televisor y ve al presidente de la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica sentado en un estudio de televisión. Erik lo conoce bien, ha visto a muchos compañeros afectados por su prepotencia y ambición profesional.
– «Expulsamos al doctor Bark hace diez años, así que ahora no tiene la puerta abierta» -dice el presidente con una media sonrisa.
– «¿Eso influye en el prestigio del hipnotismo serio?»
– «Todos nuestros miembros se ciñen a estrictas reglas éticas» -contesta él en un tono de superioridad-. «Por lo demás, en Suecia de hecho hay leyes contra la charlatanería.»
Erik se quita la ropa con movimientos torpes, se sienta en el sofá y descansa, vuelve a abrir los ojos cuando oye un silbato y unas voces infantiles en la televisión. En un patio de colegio iluminado por el sol está Benjamín. Tiene las cejas fruncidas, la punta de la nariz y las orejas rojas y los hombros encogidos; parece tener frío.
– «¿Te ha hipnotizado tu padre alguna vez?» -pregunta el reportero.
– «¿Qué? Eh…, no, claro que no me ha…»
– «¿Cómo lo sabes?» -interrumpe el reportero-. «Si te ha hipnotizado, no es seguro que seas consciente de ello.»
– «No, claro» -ríe Benjamín, sorprendido por el descaro del periodista.
– «¿Cómo te sentirías si se demostrara que lo ha hecho?»
– «No lo sé.»
En las mejillas de Benjamín crece el rubor.
Erik se levanta y apaga la televisión, continúa hacia el dormitorio, se sienta en la cama, se quita los pantalones y mete la caja de madera del papagayo en el cajón de la mesilla.
No quiere pensar en la nostalgia que se despertó en él al hipnotizar a Josef Ek, al acompañarle en el mar azul y profundo.
Erik se acuesta, estira la mano hacia el vaso de agua de la mesilla, pero se queda dormido antes de que le dé tiempo a beber.
Se despierta, en un estado de semisomnolencia piensa en su padre cuando actuaba en las fiestas infantiles, con el frac puesto y el sudor cayéndole por las mejillas. Hacía figuras con globos y sacaba flores de colores intensos de un bastón de paseo hueco. Cuando envejeció y se mudó de la casa de Sollentuna a una residencia de ancianos, se enteró de que Erik practicaba la hipnosis clínica y quiso que organizaran un número juntos. Él haría de ladrón de guante blanco, mientras que su hijo hipnotizaría a la gente y la haría cantar imitando a Elvis y a Zarah Leander.
De pronto, ya totalmente despierto, Erik ve a Benjamín delante de él, pasando frío en el patio del colegio, ante sus compañeros de clase y sus profesores, el cámara de televisión y el reportero sonriente.
Erik se incorpora y siente que el estómago le arde, coge el teléfono de la mesilla y llama a Simone.
– Galería Simone Bark -contesta ella.
– Hola, soy yo -dice Erik.
– Espera un momento.
Él la oye caminar sobre el suelo de madera y cerrar la puerta del despacho.
– ¿Qué pasa? -pregunta ella-. Benjamín me ha llamado…
– La persecución de los medios se ha puesto en marcha y…
– Quiero decir -interrumpe ella-, ¿qué has hecho tú?
– La médico responsable del paciente me pidió que lo hipnotizara.
– Pero reconocer un delito bajo hipnosis es…
– Escúchame -la interrumpe él-. ¿Eres capaz de hacerlo?
– Sí.
– No era un interrogatorio -empieza Erik.
– Tanto da cómo se lo denomine… -Ella se calla. Él oye su respiración-. Perdona -dice ella en voz baja.
– No era un interrogatorio: la policía necesitaba conseguir una descripción, cualquier cosa, porque pensaban que la vida de una chica dependía de esa información, y la doctora responsable del paciente en ese momento evaluó que los riesgos para su salud eran limitados.
– Pero…
– Creíamos que él era una víctima e intentábamos salvar a su hermana.
Erik guarda silencio y oye a Simone respirar.
– Menudo lío has armado -dice ella a continuación con ternura en la voz.
– Todo irá bien.
– ¿Seguro?
Erik va a la cocina, disuelve en agua un comprimido de Treo Comp [6] y se toma un antiácido para la úlcera junto con el brebaje dulce.
Capítulo 14
Jueves 9 de diciembre, por la tarde
Joona mira el pasillo vacío y oscuro. Pronto darán las ocho de la tarde y ya sólo queda él en todo el departamento. En las ventanas brillan estrellas de adviento y los candelabros eléctricos crean un resplandor suave y redondeado al reflejarse en los cristales oscuros. Anja le ha dejado un cuenco con dulces navideños sobre el escritorio, y él come demasiados mientras redacta el informe del interrogatorio con Evelyn.
Después de que resultaron evidentes las primeras mentiras de la chica, el fiscal tomó la decisión de ponerla a disposición judicial. Le informó de sus sospechas de implicación en los asesinatos y del derecho a recibir la asistencia de un abogado. Al permanecer arrestada, tenía un plazo de tres días para decidir si se solicitaba su encarcelamiento. Para entonces, o bien tendrían indicios suficientemente sólidos de que era sospechosa como para que el tribunal considerara al menos posible su culpabilidad, o bien habría que dejarla en libertad.
Joona sabe muy bien que las mentiras de Evelyn no significan en absoluto que sea culpable de delito alguno, pero eso le da tres días para averiguar lo que oculta y por qué.
Imprime el informe, lo pone en la bandeja de salida para el fiscal, comprueba que su pistola está bajo llave en el armero, luego baja en el ascensor, sale de la comisaría y sube al coche.
A la altura de Fridhemsplan, Joona oye que suena su teléfono, pero no consigue sacarlo del abrigo. Al parecer, se ha colado al forro por un agujero en el bolsillo. El semáforo se pone en verde y los coches detrás de él empiezan a hacer sonar el claxon. Acto seguido, el comisario se mete en la parada de autobús que hay delante del restaurante de los Haré Krishna, saca el móvil y devuelve la llamada.
– Soy Joona Linna. Me acabas de llamar.
– Ah, genial -dice el asistente de policía Ronny Alfredsson-. No sabemos muy bien qué hacer.
– ¿Habéis hablado con Sorab Ramadani, el novio de Evelyn?
– No ha ido muy bien.
– ¿Habéis mirado en su trabajo?
– No es eso -dice Ronny-. Está aquí, en su piso, es sólo que no quiere abrir la puerta, no quiere hablar con nosotros. Dice a gritos que nos larguemos, que molestamos a los vecinos, que lo estamos acosando porque es musulmán.
– ¿Qué le habéis dicho?
– Nada, sólo que necesitábamos que nos ayudara en un asunto; hemos hecho exactamente lo que usted nos dijo.
– Entiendo -dice Joona.
– ¿Podemos forzar la puerta?
– Voy para allá. Dejadlo de momento.
– ¿Esperamos en el coche delante del portal?
– Sí, gracias.
Joona pone el intermitente, da media vuelta, pasa por delante del rascacielos del periódico Dagens Nyheter y se dirige hacia el puente Västerbron. En la oscuridad brillan las luces y las ventanas de la ciudad, y el cielo parece una campana gris, brumosa, por encima de ellas.
Vuelve a pensar en las escenas de los crímenes, en que hay algo peculiar en el patrón que se hace patente. Algunas circunstancias resultan sencillamente incongruentes. En el semáforo en rojo de la calle Heleneborgsgatan, aprovecha para abrir la carpeta que está sobre el asiento del acompañante. Ojea rápidamente las fotografías del polideportivo. Tres duchas sin tabiques de separación. El reflejo del flash de la cámara brilla en el alicatado blanco. En una de las imágenes se ve un utensilio para secar el agua del piso con el mango de madera. Está apoyado contra la pared. Las láminas de goma de la base están rodeadas de un charco de sangre, agua y suciedad, pelos, tiritas y una botella de gel de ducha.