– ¿Los hechos sucedieron en ese orden? -pregunta Erik.
– Así lo entiendo yo -contesta el comisario.
Erik nota que la mano le tiembla cuando se la pasa por la boca. Padre, madre, hijo, hija, piensa lentamente, y luego mira a Joona Linna.
– El asesino lo que pretendía era eliminar a la familia entera -constata Erik con voz débil.
Joona hace un gesto de duda.
– Eso es lo que… Pero falta uno de los hijos, la hermana mayor. Una chica de veintitrés años. No conseguimos dar con ella. No se encuentra en su piso de Sundbyberg, ni tampoco en casa de su novio. Creemos que es posible que el asesino vaya también a por ella, por eso necesitamos interrogar al testigo cuanto antes.
– Entraré a hacerle una exploración detallada -dice Erik.
– Gracias -asiente Joona.
– Pero no podemos poner en riesgo la vida del paciente con…
– Lo comprendo -interrumpe Joona-. Es sólo que, cuanto más tiempo pase antes de que averigüemos algo con lo que trabajar, más tiempo tendrá el criminal para encontrar a la hija mayor.
– Quizá deberían investigar a fondo la escena del crimen -dice Daniella.
– Estamos en ello -contesta él.
– Vaya allí y métales prisa -insiste ella.
– De todas formas no dará ningún resultado -replica el comisario.
– ¿Qué quiere decir?
– En ambos lugares encontraremos el ADN de cientos de personas.
Erik vuelve junto al paciente. Se queda de pie ante la cama, observa la palidez de sus rostro, cubierto de heridas. La respiración pesada. El entumecimiento de los labios. Erik pronuncia su nombre y algo se tensa dolorosamente en la cara del chico.
– Josef-repite lentamente-. Me llamo Erik Maria Bark, soy médico y voy a examinarte. Puedes asentir si entiendes lo que digo.
El chico está completamente inmóvil, su vientre se sacude con inspiraciones cortas. Sin embargo, Erik está convencido de que ha entendido sus palabras, aunque el nivel de conciencia ha caído después y el contacto se ha perdido.
Cuando Erik sale de la habitación media hora más tarde, Daniella y el comisario de la policía judicial lo miran.
– ¿Saldrá adelante? -pregunta Joona.
– Es demasiado pronto para decirlo, pero…
– El chico es nuestro único testigo -lo interrumpe el policía-. Alguien ha matado a sus padres y a su hermana pequeña, y probablemente esa misma persona esté yendo en este momento a por su hermana mayor.
– Lo sabemos -dice Daniella-, pero pensamos que quizá la policía debería dedicar su tiempo a buscarla en lugar de molestarnos a nosotros.
– Estamos buscando, pero el proceso es demasiado lento. Necesitamos hablar con el chico porque probablemente él viera a su atacante.
– Podrían pasar semanas antes de que podamos interrogarlo -interviene Erik-. No podemos sacudirlo para insuflarle vida y contarle que toda su familia está muerta.
– Pero bajo un estado de hipnosis… -dice Joona.
Se hace el silencio en la sala. Erik piensa en la nieve que caía sobre el lago de Brunnsviken de camino hacia allí, en cómo descendía revoloteando entre los árboles sobre el agua oscura.
– No -murmura para sí.
– ¿La hipnosis no funcionaría?
– No sé nada de eso -replica Erik.
– Tengo muy buena memoria -dice Joona con una amplia sonrisa- y sé que es un hipnotista famoso. Usted podría…
– Yo era un incompetente -lo interrumpe Erik.
– Eso no es lo que tengo entendido -dice Joona-. Además, ésta es una situación de emergencia.
Daniella se ruboriza y sonríe bajando la mirada.
– No puedo -repone Erik.
– En realidad, soy yo la responsable del paciente -dice Daniella en voz más alta-, y no me atrae especialmente la idea de permitir que se practique el hipnotismo con él.
– ¿Y si supiera que no sería peligroso para el paciente? -pregunta Joona.
Erik se da cuenta de que el comisario de la judicial había pensado desde el principio en el hipnotismo como un posible atajo. Entiende que no se trata en absoluto de una ocurrencia repentina. Joona Linna le ha pedido que vaya al hospital para intentar convencerlo de que hipnotice al paciente, no porque sea un experto en el tratamiento de los estados de shock y los traumas agudos.
– Me prometí a mí mismo que no volvería a practicar el hipnotismo -dice Erik.
– Vale, lo comprendo -asiente Joona-. Me han dicho que era usted el mejor, pero estoy obligado a respetar su elección.
– Lo siento -dice Erik.
Mira al paciente a través de la ventana y luego se vuelve hacia Daniella.
– ¿Le habéis dado desmopresina?
– No, pensaba posponer el tratamiento -contesta ella.
– ¿Por qué?
– Por el riesgo de complicaciones tromboembólicas.
– He seguido el debate sobre el tema, pero personalmente no estoy de acuerdo. Yo le doy desmopresina a mi hijo a menudo -dice Erik.
Joona se levanta de la silla.
– Le agradecería que me recomendara a otro hipnotista -dice.
– No sabemos siquiera si el paciente recuperará la conciencia -replica Daniella.
– Cuento con que…
– Tiene que estar consciente para que se lo pueda hipnotizar -concluye ella, y tensa un poco la boca.
– Estaba escuchando cuando Erik le ha hablado -dice Joona.
– No lo creo -masculla ella.
– Sí, la verdad es que me ha oído -interviene Erik.
– Podríamos salvar a su hermana… -continúa Joona.
– Me voy a casa -dice Erik en voz baja-. Dale desmopresina al paciente y evalúa la posibilidad de trasladarlo a la cámara hiperbárica.
Se marcha de la sala y se quita la bata de médico mientras recorre el pasillo y entra en el ascensor. En el vestíbulo hay algunas personas. Las puertas están abiertas y ve que el cielo ha empezado a clarear. Tras sacar el coche de su plaza de parking se estira para coger la cajita de madera que lleva en la guantera. Sin quitar la vista de la calzada, levanta la tapa, en la que se ve un papagayo y un indígena, saca tres pastillas y se las traga con rapidez. Tiene que conseguir dormir un par de horas esa mañana antes de despertar a Benjamín y administrarle su inyección.
Capítulo 2
Martes 8 de diciembre, por la mañana
El comisario de la policía judicial Joona Linna pide una tostada grande de parmesano, bresaola y tomates secos en Il Caffè, el pequeño establecimiento donde sirven desayunos de la calle Bergsgatan. Es primera hora de la mañana y la cafetería acaba de abrir: a la chica que toma nota de su pedido aún no le ha dado tiempo de sacar los panes de las bolsas.
Tras inspeccionar el día anterior a última hora de la noche las escenas del crimen en Tumba, visitar a la víctima superviviente en el hospital Karolinska de Solna y hablar de madrugada con los dos médicos, Daniella Richards y Erik Maria Bark, Joona se fue a casa, a su piso de Fredhäll, donde durmió tres horas.
Mientras espera su desayuno, mira hacia el Palacio de Justicia a través del cristal empañado de la ventana y piensa en el pasadizo subterráneo que se extiende bajo el parque entre dicho edificio y la comisaría de policía. Le devuelven su tarjeta de crédito, coge prestado un bolígrafo enorme que hay sobre el mostrador de cristal, firma el recibo y sale del café.
El aguanieve cae profusamente del cielo mientras se apresura calle Bergsgatan arriba con su tostada caliente en una mano y la bolsa de deporte con el palo de bandy en la otra.
«Esta noche nos enfrentamos a los de investigación… Pobres de nosotros -piensa Joona-. Nos van a dar una paliza, tal y como han prometido.»