– ¿Evelyn estaba en la cárcel el miércoles? -pregunta.
– Sí -dice Joona.
– ¿Todo el día y toda la noche?
– Sí.
– ¿Aún está allí?
– Se la ha trasladado a un piso protegido, pero tiene doble vigilancia.
– ¿Ha mantenido contacto con alguien?
– Tiene usted que dejar a la policía hacer su trabajo, lo sabe, ¿no? -dice Joona.
– Yo sólo hago el mío -contesta Erik en voz baja-. Quiero hablar con ella.
– ¿Qué quiere preguntarle?
– Si Josef tiene amigos, si hay alguien que podría estar ayudándolo.
– Eso puedo preguntárselo yo.
– Quizá sepa con quién podría colaborar el chico, quizá conozca a sus amigos y sepa dónde viven.
Joona deja escapar un suspiro:
– Sabe muy bien que no puedo permitirle que investigue por su cuenta, Erik. Aunque personalmente no tuviera ninguna objeción…
– ¿No puedo estar presente cuando usted hable con ella? Llevo muchos años trabajando con personas traumatizadas…
El silencio se instala entre ellos durante unos segundos.
– Reúnase conmigo dentro de una hora en la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal -dice Joona a continuación.
– Estaré allí dentro de veinte minutos -responde Erik.
– Vale, veinte minutos -dice el comisario y finaliza la llamada.
Con la mente en blanco, Erik se dirige entonces a su escritorio y abre el cajón superior. Entre los bolígrafos, las gomas de borrar y las grapas hay varios envases de medicamentos. Saca tres pastillas de un blíster y se las traga.
Piensa que quizá debería decirle a Daniella que no tiene tiempo para asistir a la reunión de la mañana, pero luego lo olvida. Sale de su despacho y se apresura hacia la cafetería. De pie frente al acuario, se toma una taza de café mientras sigue con la mirada a un grupo de tetras neón, observa su expedición por un barco de plástico naufragado y luego envuelve un sandwich en unas servilletas de papel y se lo mete en el bolsillo.
En el ascensor que baja hasta el vestíbulo de entrada, se mira al espejo y encuentra su mirada vacía. Tiene un aire triste, casi ausente. Se observa a sí mismo y piensa en el vacío que uno siente en el estómago cuando cae desde una gran altura, un vacío que es casi sexual y que al mismo tiempo está fuertemente vinculado con el desvalimiento. Casi no tiene fuerzas, pero las pastillas lo hacen ascender a un plano luminoso y definido. «Aguanta un rato más», se dice. Resiste. Lo único que necesita es aguantar lo suficiente para encontrar a su hijo. Luego todo puede desmoronarse.
Mientras conduce hacia su encuentro con Joona y Evelyn, intenta pensar en los distintos lugares en los que ha estado esa semana, y de inmediato se da cuenta de que en varias ocasiones cualquiera ha podido quitarle las llaves y hacer una copia. El jueves, en un restaurante de Sodermalm, colgó la chaqueta con las llaves en el bolsillo lejos de su vista. La ha dejado también en la silla de su despacho en el hospital, colgada de un gancho en la cafetería y en un montón de sitios más. Probablemente, lo mismo es aplicable también a las llaves de Benjamin y de su esposa.
Cuando pasa frente a las obras de remodelación de Fridhemsplan, saca trabajosamente el teléfono del bolsillo de su chaqueta y marca el número de Simone.
– ¿Hola? -contesta ella con voz alterada.
– Soy yo.
– ¿Ha pasado algo? -pregunta.
Se oye un ruido de fondo, como de una máquina, y luego se silencia de repente.
– Sólo quería decir que deberíais comprobar el disco duro: no sólo el correo, sino toda la actividad en general, lo que ha descargado de Internet, qué sitios ha visitado, carpetas temporales, si ha chateado, y…
– Pues claro -interrumpe ella.
– No os molesto más.
– Aún no hemos empezado con el ordenador -dice ella.
– La contraseña es «Dumbledore».
– Ya lo sé.
Erik gira por Polhemsgatan y luego baja por Kungsholmsgatan, pasa por delante de la comisaría y ve cómo ésta cambia de aspecto: la fachada lisa de un oscuro tono cobrizo, la ampliación de hormigón y finalmente el edificio original, alto y enlucido en color amarillo.
– Tengo que colgar -dice ella.
– Simone -dice entonces Erik-, ¿me has contado la verdad?
– ¿A qué te refieres?
– Sobre lo que pasó: que la puerta estaba abierta la noche anterior, que viste a alguien arrastrando a Benjamin por…
– ¿Tú qué crees? -grita ella, y cuelga en el acto.
Erik siente que no tiene fuerzas para buscar aparcamiento; al fin y al cabo una multa no tiene ninguna importancia, tendrá fecha de vencimiento en una vida totalmente diferente. Sin pensarlo, gira justo delante de la comisaría, las ruedas rechinan y se detiene ante la gran escalera que da al Palacio de Justicia. Los faros del coche iluminan una hermosa puerta de madera. Es antigua, hace mucho que ha dejado de utilizarse, y en unas letras grabadas en su superficie puede leerse: «Sección de detectives.»
Sale del coche y se apresura a rodear el edificio, subir la cuesta de Kungsholmsgatan en dirección al parque y luego hacia la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal. Ve a un padre andando con tres niñas ataviadas con las vestiduras propias de la festividad de Santa Lucía encima de sus monos de invierno, las túnicas blancas tirantes sobre las gruesas prendas de abrigo. Las pequeñas llevan unas coronas de luz en la cabeza y una de ellas sostiene una vela de dama de honor en su mano enguantada. Erik piensa de repente que a Benjamín le encantaba que lo llevaran en brazos cuando era niño. Se agarraba con manos y piernas y decía: «Cógeme, eddes gande y fuette, papá.»
La entrada del departamento de policía es un alto y brillante cubo de cristal. Frente a las puertas giratorias montadas en un marco de acero hay un soporte metálico con un teclado numérico de acceso. Erik está jadeando cuando se detiene ante la alfombrilla de goma negra de la entrada, anterior a otra puerta con un nuevo teclado de acceso. En línea recta, en el luminoso vestíbulo, ve que hay dos grandes puertas giratorias más en la pared de cristal con sendos teclados de seguridad. Se dirige a la recepción, que está situada a mano izquierda. Tras el mostrador de madera hay un hombre sentado que está hablando por teléfono.
Erik le explica por qué está allí, el recepcionista asiente brevemente, teclea algo en su ordenador y luego levanta el teléfono.
– Llamo de recepción -dice en voz baja-. Está aquí Erik Maria Bark.
El hombre escucha y luego se vuelve hacia él.
– Ahora baja -dice amablemente.
– Gracias.
Erik se sienta en un banco bajo sin respaldo con unos asientos de piel negra que chirrían. Observa una obra de arte de cristal verde y luego desliza la mirada hacia las puertas giratorias inmóviles. Tras la gran pared de cristal se ve un nuevo pasillo también de cristal que recorre unos veinte metros a través de un patio interior hasta el siguiente edificio. De pronto, Erik ve a Joona Linna, que pasa junto a los sofás que hay a su derecha, pulsa un botón en la pared y sale por las puertas giratorias. Tira una cáscara de plátano a una papelera de aluminio, hace una seña con la mano al hombre de la recepción y luego camina directamente hacia Erik.
Mientras se dirigen a pie hasta la vivienda protegida de Evelyn Ek en la calle Hantverkargatan, Joona intenta resumir lo que ha sucedido durante los interrogatorios con la chica. Le cuenta que confirmó que había ido al bosque con la escopeta con la intención de suicidarse, que Josef llevaba varios años obligándola a acceder a sus pretensiones sexuales, que maltrataba a su hermana pequeña, Lisa, si Evelyn no hacía lo que él quería. Cuando empezó a exigir relaciones sexuales completas, la joven consiguió aplazar el asunto al objetar que eso era ilegal mientras él no tuviera quince años. Cuando se aproximaba el día de su cumpleaños, Evelyn fue a ocultarse a la cabaña de veraneo de su tía materna en Värmdö. Josef la buscó, fue a ver a Sorab Ramadani, su ex novio, y de alguna manera logró que le confesara dónde se escondía su hermana. El día de su decimoquinto cumpleaños fue a visitarla a la cabaña y, cuando ella se negó a mantener relaciones sexuales con él, Josef le dijo que ya sabía lo que sucedería entonces, y que todo sería culpa suya.