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– Mi álbum de fotos -murmura, y Erik ve entonces cómo repentinamente le tiemblan los labios.

– ¿Evelyn?

– Yo no lo pedí, no dije nada de…

Lo abre y en la primera página ve una fotografía suya de la época del colegio. Parece tener unos catorce años, lleva ortodoncia y sonríe tímidamente. Tiene la tez muy pálida y el pelo corto.

Evelyn pasa la página y del interior del álbum cae un papel doblado que aterriza en el suelo. Lo coge, lo gira entre las manos, lo lee y de inmediato se ruboriza intensamente.

– Está en casa -susurra, y les tiende la carta.

Erik alisa el papel y él y Joona leen juntos:

Soy tu único dueño, eres sólo mía. Mataré a los demás, es culpa tuya. Voy a matar a ese cabrón de hipnotista y tú me vas a ayudar, te lo aseguro. Me mostrarás dónde vive, dónde soléis follar e ir de fiesta, y entonces lo mataré mientras tú miras cómo lo hago. Luego te lavarás el cono con jabón y te follaré cien veces seguidas, y entonces estaremos en paz y podremos empezar de nuevo los dos solos.

Evelyn baja las persianas y luego se queda de pie rodeándose el cuerpo con los brazos. Erik deja la carta sobre la mesa y se incorpora. Josef está en el adosado, se dice, no puede ser de otro modo. Si ha logrado meter el álbum de fotos con la carta en la caja, debe de estar allí.

– Josef ha vuelto al adosado -dice.

– ¿Dónde iba a vivir si no? -replica ella en voz baja.

Joona ya está en la cocina, hablando por teléfono con la central de comunicaciones.

– Evelyn, ¿sabes cómo ha podido ocultarse Josef de la policía? -pregunta Erik-. Hace varios días que la casa está llena de agentes.

– El sótano -dice ella levantando la mirada.

– ¿Qué pasa con el sótano?

– Hay una habitación extraña allí abajo.

– ¡Está en el sótano! -grita Erik en dirección a la cocina.

A través del teléfono, Joona oye cómo su interlocutor teclea lentamente en un ordenador.

– Se cree que el sospechoso está en el sótano -le informa.

– Espere -dice el oficial de guardia al teléfono-. Tengo que…

– Es urgente -lo interrumpe Joona.

Tras hacer una pausa, el oficial prosigue diciendo tranquilamente al teléfono:

– Hace un par de minutos se ha dado otro aviso para esa misma dirección.

– ¿Qué dice? ¿Para el número 8 de Gärdesvägen, en Tumba? -inquiere Joona.

– Sí. Los vecinos han llamado asegurando que había alguien en el interior de la casa.

Capítulo 27

Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía

Kennet Sträng se detiene a escuchar antes de avanzar lentamente por la escalera. Lleva la pistola apuntando al suelo, pegada al cuerpo. La luz del día entra en el pasillo desde la cocina. Simone sigue a su padre y piensa que el adosado de la familia asesinada le recuerda a la casa en la que Erik y ella vivían cuando Benjamín era pequeño.

Se oyen crujidos en algún lugar…, en el suelo, en el interior de las paredes.

– ¿Es Josef? -susurra Simone.

Carga con la linterna, los planos y la palanca, lo que hace que sienta las manos dormidas. El peso de la herramienta para forzar puertas es casi insoportable.

De pronto reina el silencio en la casa; los ruidos que han oído antes, los crujidos y los golpes amortiguados, han cesado repentinamente.

Kennet le dirige un gesto rápido con la cabeza, quiere que bajen al sótano. Ella asiente, aunque cada músculo de su cuerpo se lo desaconseja.

Según los planos, sin duda el mejor sitio para esconderse en la casa es el sótano. Kennet ha hecho algunas marcas en ellos con un bolígrafo. Ha señalado el espacio que ocupa la vieja caldera de combustible, donde podría levantarse un tabique y crear un habitáculo que resultara prácticamente inencontrable. El otro punto que Kennet ha señalado se encuentra inmeditamente debajo del tejado abuhardillado.

Junto a la escalera de madera de pino que conduce al piso superior hay una abertura, estrecha y sin puerta. En la pared aún pueden verse unas pequeñas bisagras de la antigua barrera de protección para los niños. La baranda de la escalera de hierro que baja al sótano casi parece de fabricación casera, las soldaduras son grandes y toscas, y los escalones están enmoquetados con un basto fieltro de color gris.

Kennet pulsa el interruptor de la luz un par de veces pero ésta no se enciende; la bombilla debe de estar fundida.

– Quédate aquí -dice en voz baja.

Simone siente una breve oleada de pánico. Del sótano asciende un olor denso, polvoriento, que le hace pensar en vehículos pesados.

– Dame la linterna -dice él, y alarga la mano.

Ella se la tiende despacio. Él sonríe brevemente, la coge, la enciende y sigue bajando con cuidado.

– ¿Hola? -grita Kennet secamente-. ¿Josef? Tengo que hablar contigo.

En el sótano no se oye nada. Ni un tintineo, ni una respiración.

Simone agarra la palanca y espera.

El haz de la linterna ilumina únicamente las paredes y el techo de la escalera, mientras que la oscuridad del sótano mantiene su densidad. Kennet continúa bajando y la luz comienza a enfocar entonces algunos objetos sueltos: una bolsa de plástico blanco, la tira reflectante de un viejo cochecito de bebé, el cristal de un cartel de cine enmarcado.

– Creo que puedo ayudarte, Josef -dice Kennet en un tono de voz más bajo.

Cuando por fin alcanza el sótano, hace un barrido a su alrededor con la linterna para asegurarse de que nadie se aproxima corriendo desde su escondite. El estrecho haz de luz se desliza por el suelo y las paredes, ilumina objetos cercanos y proyecta sombras sesgadas y oscilantes. Luego Kennet vuelve a empezar y revisa la estancia tranquila y sistemáticamente con el haz de la linterna.

Simone empieza a descender por la escalera. Bajo sus pies, la estructura metálica produce un sonido sordo.

– Aquí no hay nadie -dice Kennet.

– ¿Y qué es lo que hemos oído, entonces? Algo ha tenido que producir el ruido -replica ella.

La luz del día se filtra en el sótano a través de una pequeña claraboya en el techo. Los ojos de ambos se acostumbran poco a poco al débil resplandor. El lugar está lleno de bicicletas de distintos tamaños, un cochecito de bebé, trineos, esquís y un horno portátil, adornos navideños, diversos rollos de papel pintado y una escalera de mano con manchas de pintura blanca. En una caja alguien ha escrito con un grueso rotulador: «Cómics de Josef.»

De pronto Simone oye un repiqueteo en el techo, se vuelve hacia la escalera y luego hacia su padre, que camina lentamente hacia una puerta en el otro extremo de la estancia y no parece haberse percatado del ruido. Simone choca con un caballo balancín al tiempo que Kennet abre la puerta y echa un vistazo al lavadero, donde hay una lavadora vieja, una secadora y una antigua plancha de rodillo. Junto a una bomba de calor puede verse un armario grande cubierto por una vieja cortina.

– Aquí no hay nadie -dice él volviéndose hacia Simone.

Ella lo mira y al mismo tiempo advierte a su espalda la sucia cortina. La tela no se mueve en absoluto, pero sin embargo se hace notar.

– ¿Simone?

Hay una mancha de humedad en la tela, un pequeño óvalo, como el que formaría una boca que exhalara el aliento.

– Saca el plano -pide Kennet.

De repente a ella le parece ver que el óvalo húmedo se hunde hacia adentro.

– Papá… -susurra.

– ¿Sí? -contesta él al tiempo que se apoya contra el marco de la puerta; luego enfunda su pistola y se rasca la cabeza.

Entonces se oye un nuevo crujido, Simone se vuelve y ve que el caballo aún se balancea.

– ¿Qué pasa, Sixan?

Kennet camina hacia ella, le coge el plano de la mano, lo coloca sobre un colchón que está enrollado en el suelo, lo enfoca con la linterna y lo voltea. Luego levanta la mirada, la dirige de nuevo al plano y va hasta una pared de ladrillo junto a la que hay una vieja litera desmontada y un armario con chalecos salvavidas de color naranja. En un panel de herramientas hay colgados escoplos, diferentes sierras y sargentos. El espacio junto al martillo está vacío: falta el hacha de mayor tamaño.