– Ha sido sólo un ajuste de cuentas -continúa Petter-. Préstamos, deudas, juego… El hombre era conocido en el hipódromo de Solvalla.
– Un ludópata -confirma Benny.
– Le habían prestado dinero en círculos delictivos locales y tuvo que pagar por ello -concluye Petter.
Se hace el silencio. Joona bebe un poco de agua, coge algunas migas de la tostada y se las lleva a la boca.
– Tengo un presentimiento acerca de este caso -dice luego a media voz.
– Entonces pide el traslado. -Sonríe Petter-. Esto no es para la judicial.
– Yo creo que sí.
– Tendrás que trasladarte a Seguridad Ciudadana de Tumba si quieres el caso -dice Petter.
– Pienso investigar esos asesinatos -insiste Joona, obstinado.
– Soy yo el que decide esas cosas -replica Petter.
Yngve Svensson entra entonces y se sienta. Lleva el pelo engominado y peinado hacia atrás, luce unas grandes ojeras de color azulado, barba rojiza de dos días y, como de costumbre, viste un traje negro arrugado.
– Yngwie -dice Benny con satisfacción.
Yngve Svensson es uno de los principales expertos en crimen organizado del país, es responsable de la sección de análisis y pertenece a la unidad internacional de cooperación policial.
– Yngve, ¿qué opinas tú de lo de Tumba? -pregunta Petter-. Lo acabas de ver, ¿verdad?
– Sí, y parece ser algo local. El cobrador va a la casa. El padre debería haber estado allí a esas horas, pero resulta que está haciendo una sustitución como arbitro en un partido de fútbol. El cobrador probablemente se ha metido speed y Rohypnol, está desequilibrado, nervioso, y algo lo provoca. Entonces ataca a la familia con un cuchillo de caza para que le digan donde está el hombre; seguramente le cuentan la verdad, pero se le cruzan los cables y los mata a todos antes de marcharse al polideportivo.
Petter sonríe con desdén, bebe un par de tragos largos de agua, eructa tapándose la boca con la mano, mira a Joona y pregunta:
– ¿Qué dices a esa explicación?
– Que sería buena si no estuviera totalmente equivocada -contesta él.
– ¿Qué es lo que está equivocado? -inquiere Yngve.
– El asesino mató primero al hombre en el campo de fútbol -contesta Joona tranquilamente-. Luego fue a la casa y mató a los demás.
– Entonces, difícilmente podría ser un ajuste de cuentas -interviene Magdalena Ronander.
– Ya veremos qué dice la autopsia -masculla Yngve.
– Dirá que tengo razón -replica Joona.
– Idiota -le espeta Yngve, y se mete un par de pastillas de tabaco bajo la lengua.
– Joona, no voy a darte este caso -dice Petter.
– Lo comprendo -suspira él, y se levanta de la mesa.
– ¿Adonde vas? Estamos en una reunión -dice Petter.
– Tengo que hablar con Carlos.
– No sobre esto.
– Sí -contesta Joona, y sale de la habitación.
– Quédate -lo llama Petter-. De lo contrario tendré que…
Joona no oye con qué lo amenaza, tan sólo cierra la puerta tranquilamente tras de sí, continúa por el pasillo y saluda a Anja, que lo mira con gesto inquisitivo por encima de la pantalla del ordenador.
– ¿No estabas reunido? -preguntó ella.
– Sí -contesta él, y continúa hasta el ascensor.
En la quinta planta están la sala de juntas de la Dirección General de Policía y la secretaría, y allí se encuentra también Carlos Eliasson, jefe de la Dirección Nacional de Policía Judicial. La puerta está entreabierta, pero como de costumbre está más cerrada que abierta.
– Pasa, pasa -dice Carlos.
Cuando Joona entra, el rostro de Carlos muestra una expresión tanto de preocupación como de alegría.
– Iba a dar de comer a mis chiquitines -dice, y da unos golpecitos en el borde del acuario.
Mira sonriente los peces que nadan hacia la superficie y luego espolvorea un poco de comida sobre el agua.
– Ahí tienes un poquito -murmura.
Carlos señala la comida al pez más pequeño, Nikita, y luego se vuelve y dice amablemente:
– El Departamento de Homicidios ha preguntado si podías echar un vistazo al asesinato de Dalarna.
– Eso pueden resolverlo ellos solos -dice Joona.
– Pues ellos no parecen pensar lo mismo: Tommy Kofoed ha estado aquí para intentarlo…
– No tengo tiempo -lo interrumpe Joona.
Se sienta enfrente de Carlos. El despacho huele bien, a cuero y madera. El sol entra jugueteando a través del acuario.
– Quiero encargarme del caso de Tumba -dice Joona sin rodeos.
Una expresión preocupada domina por un instante el rostro arrugado y cálido de Carlos.
– Petter Näslund me ha llamado hace un segundo; tiene razón, esto no es asunto de la policía judicial -dice con precaución.
– Yo creo que sí -se empeña Joona.
– Sólo si el ajuste de cuentas tiene relación con el crimen organizado, Joona.
– No ha sido un ajuste de cuentas.
– ¿No?
– El asesino atacó primero al padre -afirma Joona-. A continuación fue a la casa para seguir con la familia.
Quería matarlos a todos. Encontrará a la hija mayor y encontrará también al chico, si es que sobrevive.
Carlos dirige una rápida mirada a su acuario, como si tuviera miedo de que los peces hayan podido oír algo desagradable.
– Ah -dice, escéptico-. ¿Cómo lo sabes?
– Porque las pisadas sobre la sangre eran más cortas en la casa.
– ¿Qué quieres decir?
Joona se inclina hacia adelante.
– Había huellas de pisadas por todos los lados -dice-, no las medí, pero tuve la sensación de que los pasos del vestuario eran…, bueno, más ágiles, y los de la casa, más cansados.
– Ya estamos… -dice Carlos, agotado-. Ya la estás liando otra vez.
– Pero tengo razón -contesta Joona.
Carlos niega con la cabeza.
– No creo que la tengas esta vez.
– Sí que la tengo.
Carlos se vuelve de nuevo hacia los peces.
– Este Joona Linna es la persona más testaruda que he conocido nunca -dice.
– ¿Por qué debo echarme atrás cuando sé que tengo razón?
– No puedo pasar por encima de Petter y asignarte el caso sobre la base de un presentimiento -explica Carlos.
– Sí puedes.
– Todos creen que se trata de un ajuste de cuentas por deudas de juego.
– ¿Tú también? -pregunta Joona.
– La verdad es que sí.
– Las huellas eran más ágiles en el vestuario porque el asesino mató primero al hombre -insiste Joona.
– No te rindes nunca, ¿verdad?
Joona se encoge de hombros y sonríe.
– Es mejor que llame directamente al instituto forense -masculla Carlos, y coge el teléfono.
– Dirán que tengo razón -replica el comisario con la mirada baja.
Joona Linna es consciente de que es una persona testaruda, y sabe que necesita de su testarudez para avanzar. Quizá todo empezó con el padre de Joona, Yrjö Linna, que era patrullero en el distrito policial de Märsta. En una ocasión se encontraba en el camino antiguo de Uppsala, al norte del hospital Löwenströmska, cuando la central recibió un aviso y lo mandaron a la calle Hammarbyvägen, en Upplands Väsby. Al parecer, un vecino había llamado a la policía para denunciar que estaban pegando otra vez a los hijos de Olsson. Suecia había sido el primer país del mundo en prohibir el castigo físico a los niños, en el año 1979, y la policía había recibido instrucciones de que se tomaran en serio la nueva ley. Yrjö Linna entró en el patio del bloque de pisos con el coche y estacionó delante del portal. Esperó a su compañero, Jonny Andersen, pero al ver que no aparecía lo llamó pasados unos minutos. Resultó que Jonny estaba en la cola del puesto de salchichas De Mamá, y le dijo que, en su opinión, un hombre debía mostrar a veces quién mandaba en casa. Yrjö Linna era un tipo callado. Sabía que el reglamento exigía que acudieran dos agentes a las intervenciones de ese tipo, pero no insistió; no dijo nada pese a ser consciente de que tenía derecho a solicitar refuerzos. No quería dar la lata, no quería parecer cobarde y no podía esperar, así que subió la escalera hasta el tercer piso y llamó a la puerta. Le abrió una niña de ojos asustados. Él le pidió que se quedara en el rellano, pero ella negó con la cabeza y corrió hacia el interior del piso. El policía la siguió, entró en el salón y vio que la pequeña golpeaba la puerta del balcón. Yrjö descubrió entonces que fuera había un niñito que sólo llevaba puesto un pañal; aparentaba dos años. Se apresuró a cruzar la habitación para socorrer al pequeño, pero se percató demasiado tarde de la presencia del borracho. Estaba tranquilamente sentado en el sofá, tras la puerta, con la cara vuelta hacia el balcón. Yrjö tenía que usar las dos manos para quitar el pestillo y girar el picaporte, pero se detuvo al oír el clic de la escopeta de postas. Treinta y seis perdigones de plomo le atravesaron la columna vertebral y lo mataron casi instantáneamente.