Выбрать главу

– «Vale, pero ¿en el mar, dónde?»

– «Casi en cualquier sitio, siempre que uses una supercaña.»

– ¿Encuentras algo? -pregunta Kennet.

– Puede llevar tiempo…

– Repasa todos los correos, mira en la papelera e intenta rastrear a ese Wailord.

Ella levanta la mirada y ve que su padre se ha puesto la chaqueta de piel.

– ¿Qué haces?

– Me voy -contesta él con brevedad.

– ¿Adonde? ¿A casa?

– Tengo que hablar con Nicke y Aida.

– ¿Te acompaño? -pregunta ella.

Su padre niega con la cabeza.

– Es mejor que revises el ordenador.

Kennet intenta sonreír mientras ella lo acompaña a la entrada; parece muy cansado. Ella lo abraza antes de que se vaya, cierra la puerta con llave y lo oye pulsar el botón de llamada del ascensor. El motor se pone en marcha. De repente Simone recuerda cómo una vez se pasó un día entero de pie frente a la puerta de entrada esperando a que su padre volviera a casa. Debía de tener unos nueve años, se había dado cuenta de que su madre pensaba abandonarlos y no confiaba del todo en que su padre fuera a quedarse.

Cuando entra en la cocina, ve que Kennet ha cortado un bizcocho encima del envoltorio que lo contenía. La cafetera está encendida y se ve un poso oscuro en la jarra. El olor a café quemado se mezcla con la sensación de pánico que ella siente porque posiblemente se encuentre en los límites del período feliz de su vida, ya que ésta ha quedado dividida en dos actos. El primero, el acto feliz, acaba de terminar, y Simone no tiene fuerzas para pensar en el que le seguirá. Va hasta el lugar donde ha dejado su bolso y saca su teléfono móvil. Como era de esperar, Ylva ha llamado varias veces desde la galería. Shulman también está en la lista de llamadas perdidas. Simone recupera su número y pulsa la tecla de llamada, pero se arrepiente antes de que el teléfono empiece a sonar y cuelga. Luego deja nuevamente el móvil, regresa a la habitación de Benjamín y vuelve a sentarse frente al ordenador.

Afuera reina la oscuridad de diciembre. Parece que hace viento, pues las farolas colgantes se zarandean de un lado a otro, y el aguanieve cae a contraluz.

En la carpeta de elementos eliminados, Simone encuentra un mail de Aida. El texto dice: «Siento pena por ti; vives en un hogar repleto de mentiras.» El correo lleva un archivo adjunto de gran tamaño. Simone siente el pulso acelerado en las sienes mientras coloca el cursor encima. Justo cuando se dispone a elegir el programa con el que abrir el archivo, llaman con suavidad a la puerta. Es casi como si la arañaran. Contiene el aliento, oye que vuelven a llamar y se levanta. Nota las piernas débiles cuando echa a andar por el largo pasillo que conduce hasta la puerta de entrada.

Capítulo 29

Domingo 13 de diciembre, por la tarde, festividad de Santa Lucía

Kennet está sentado en su coche frente al portal de Aída, en Sundbyberg, mientras piensa en la extraña amenaza que ha leído en el ordenador de Benjamín: «Nicke dice que Wailord está enfadado, que ha dicho cosas malas sobre ti.» «No dejes que vaya al mar.» Piensa en todas las veces que ha visto u oído el miedo en su vida. Él mismo sabe cómo es porque no hay ninguna persona que viva sin miedo.

El edificio en el que vive Aida sólo consta de tres plantas. Tiene un aspecto inesperadamente idílico, antiguo, e inspira confianza. Mira la fotografía que le ha dado Simone. Una chica con piercings y los ojos pintados de negro. Kennet se pregunta por qué le cuesta imaginársela en esa casa, junto a la mesa de la cocina, en una habitación donde los pósters de caballos han sido sustituidos por los de Marilyn Manson.

Sale del coche para ir a observar el balcón que cree que pertenece a la familia de Aida, pero se detiene cuando ve una robusta figura que camina arriba y abajo por el sendero que hay tras la casa.

De repente se abre el portal. Es Aida, que sale. Parece tener prisa, mira a su alrededor por encima del hombro y saca un paquete de cigarrillos del bolsillo. Extrae uno de la cajetilla aprisionándolo directamente con los labios, lo enciende y fuma sin aminorar el paso. Kennet la sigue en dirección a la estación de metro. Decide hablar con ella cuando sepa adonde va. Un autobús pasa zumbando por su lado y en algún lugar un perro empieza a ladrar. Kennet ve de pronto que la figura voluminosa que se ocultaba tras la casa se abalanza hacia Aida. Ella debe de haber oído cómo él se le acerca a la carrera, porque vuelve la cabeza. Parece contenta y sonríe ampliamente: las mejillas empolvadas de blanco y los ojos pintados de negro adquieren de pronto un aspecto infantil.

El chico grandullón salta con los pies juntos frente a ella. Aida le acaricia la mejilla y él le corresponde con un abrazo. Se dan sendos besos en la punta de la nariz y luego ella se aleja despidiéndose con la mano. Mientras Kennet se aproxima al chico piensa que debe de tratarse de su hermano. Está inmóvil, siguiendo a Aida con la mirada, se despide de ella con la mano y luego se da media vuelta. Kennet ve entonces su rostro, tierno y franco, y observa que bizquea mucho de un ojo. Se detiene debajo de una farola y espera. El chico camina en su dirección con pasos grandes y pesados.

– Hola, Nicke -dice Kennet.

Él se detiene y lo mira asustado. Tiene saliva en las comisuras de la boca.

– No puedo -dice despacio, a la defensiva.

– Me llamo Kennet y soy policía. Bueno, mejor dicho, ahora ya soy viejo y estoy jubilado, pero eso no cambia nada: sigo siendo un policía.

El chico sonríe dubitativo.

– ¿Y tienes pistola?

Kennet niega con la cabeza.

– No -miente-. Y tampoco tengo ya coche de policía.

Nicke se pone serio.

– ¿Te los quitaron cuando te hiciste viejo?

– Sí -asiente Kennet.

– ¿Estás aquí para coger a los ladrones? -pregunta Nicke.

– ¿Qué ladrones?

Nicke se agarra la cremallera de su chaqueta.

– A veces me quitan cosas -dice al tiempo que patea el suelo.

– ¿Quién?

Nicke lo mira impaciente.

– Los ladrones.

– Ah, claro.

– Mi gorro, mi reloj y una bonita piedra con una franja brillante.

– ¿Tienes miedo de alguien?

El chico niega con la cabeza.

– ¿Así que aquí todo el mundo es bueno? -pregunta Kennet, dubitativo.

Nicke resopla y busca a Aida con la mirada.

– Mi hermana está buscando al monstruo más malo de todos.

Kennet hace un gesto en dirección al quiosco que hay junto al metro.

– ¿Te apetece un refresco?

El chico lo sigue mientras le cuenta:

– Los sábados trabajo en la biblioteca. Cuelgo la ropa de la gente en el guardarropa y les doy papelitos con números; hay mil números diferentes.

– Qué bien -dice Kennet mientras pide dos botellas de Coca-Cola.

Nicke lo observa complacido y pide otra pajita. Luego bebe, eructa, bebe y eructa de nuevo.

– ¿Qué has querido decir con eso de tu hermana? -pregunta Kennet en un tono informal.

El muchacho arruga la nariz.

– Es ese chico. El novio de Aida, Benjamín. Nicke no lo ha visto hoy. Pero antes estaba muy enfadado, mucho. Aida ha llorado.

– ¿Benjamín estaba enfadado?

Nicke mira a Kennet sorprendido.

– Benjamín no está enfadado, él es bueno. Cuando está con él, Aida se pone contenta y se ríe.

Kennet mira al chico grandullón.

– ¿Entonces quién está enfadado, Nicke? ¿Quién es el que está enfadado?

De repente el muchacho parece preocupado mientras mira la botella y luego observa a su alrededor.

– No me dejan que acepte cosas de personas…

– Por una vez no pasa nada, te lo aseguro -dice Kennet-. ¿Quién estaba enfadado?

Nicke se rasca la cabeza y se limpia la saliva de las comisuras.

– Es Wailord, tiene una boca así de grande -dice abriendo mucho los brazos.