– Eh, chaval -lo llama.
El muchacho no se da por aludido y Kennet va hasta él, lo agarra por la chaqueta y lo obliga a volverse.
– Suélteme, vejestorio -dice el chico mirándolo fijamente a los ojos.
– ¿Sabes que es delito quitar dinero por la fuerza a la gente?
Kennet observa sus ojos huidizos y sorprendentemente tranquilos.
– Te apellidas Johansson -dice después de echar un vistazo a la placa de la puerta.
– Sí -dice él-. ¿Cómo se llama usted?
– Kennet Sträng, y soy comisario de la policía judicial.
El chico se queda de pie sin más mientras lo observa impasible.
– ¿Cuánto dinero le has quitado a Nicke?
– Yo no quito dinero, a veces él me lo da, pero yo no le quito nada. Todo el mundo está contento, nadie está triste.
– Pienso hablar con tus padres.
– Ah.
– ¿Quieres que lo haga?
– Por favor, no -bromea el chico.
Kennet llama a la puerta y tras un momento abre una mujer gorda, bronceada.
– Hola -dice él-. Soy comisario de la policía judicial y me temo que su hijo se ha metido en problemas.
– ¿Mi hijo? Yo no tengo hijos -replica ella.
Kennet ve que el chico sonríe mirando al suelo.
– ¿No reconoce a este chico?
– ¿Puedo ver su placa? -dice la mujer gorda.
– Este muchacho…
– No tiene placa -interviene el chico.
– Claro que sí -miente Kennet.
– No es policía. -Sonríe el chico sacando su billetera-. Éste es mi abono de autobús, yo soy más policía que…
Kennet se la arrebata de las manos.
– Devuélvamela.
– Sólo voy a echarle un vistazo.
– Me ha dicho que quería besarme el pito -dice el chico entonces.
– Voy a llamar a la policía -declara la mujer, asustada.
Kennet pulsa el botón de llamada del ascensor mientras ella mira a su alrededor y empieza a golpear las otras puertas del rellano.
– Me ha dado dinero -dice el chico dirigiéndose a la mujer-. Pero yo no quería acompañarlo.
Las puertas del ascensor se deslizan a los lados. Un vecino abre con la cadena puesta.
– Deja en paz a Nicke a partir de ahora -amenaza Kennet en voz baja.
– Es mío -contesta el chico.
La mujer grita «¡policía!». Kennet entra en el ascensor, pulsa el botón verde y ve que las puertas se cierran. El sudor le resbala por la espalda. Comprende que el chico debe de haberse dado cuenta de que lo seguía desde la fuente, tan sólo lo ha engañado, se ha metido en un portal y ha ido hasta una puerta totalmente ajena. El ascensor baja despacio, la luz parpadea, los cables de acero resuenan en lo alto. Kennet mira la billetera del chico: lleva casi mil coronas, la tarjeta de un videoclub, un abono de autobús y una tarjeta de visita arrugada en la que puede leerse: «El Mar. Louddsvägen, 18.»
Capítulo 30
Domingo 13 de diciembre, por la tarde, día de Santa Lucía
Sobre el tejado de la hamburguesería han colocado una enorme salchicha con una boca sonriente que se echa ketchup por encima con una mano mientras mantiene el pulgar de la otra levantado. Erik pide una hamburguesa con patatas fritas, se sienta en uno de los taburetes altos que hay frente a la estrecha barra junto a la ventana y mira por el cristal empañado. Al otro lado de la calle hay una cerrajería. Han decorado el escaparate para la Navidad con Papás Noel que llegan a la altura de la rodilla colocados junto a diferentes cajas de seguridad, llaves y otros artículos.
Erik abre la lata de agua mineral, da un sorbo y luego telefonea a casa. Oye su propia voz en el contestador, que le dice que deje un mensaje. En vez de eso, decide colgar y llamar al móvil de Simone. Ella no contesta, pero cuando su buzón da la señal, Erik dice:
– Hola, Simone… Sólo llamaba para decirte que deberías aceptar la protección policial. Josef Ek parece estar muy enfadado conmigo… Bueno, sólo era eso.
El estómago vacío le duele cuando da un mordisco a su hamburguesa. El cansancio lo envuelve. Pincha las patatas fritas con el tenedor de plástico y piensa en el rostro de Joona Linna cuando leyó la carta que Josef le escribió a Evelyn: empalideció de repente y sus ojos gris claro se volvieron como de hielo.
El comisario lo ha llamado hace cuatro horas para contarle que han vuelto a perder a Josef. Se encontraba en el sótano pero huyó. No obstante, nada indica que Benjamín haya estado allí. Al contrario, los resultados preliminares de ADN indican que Josef estuvo solo en el cuarto todo el tiempo.
Erik intenta recordar entonces la expresión en el rostro de Evelyn y sus palabras exactas cuando de repente comprendió que Josef había vuelto al adosado. No cree que la chica ocultara deliberadamente la existencia del cuarto secreto, sino que simplemente lo olvidó. Fue cuando entendió que su hermano había vuelto a la casa y que debía de estar escondido allí cuando recordó que existía aquella habitación.
«Josef Ek quiere hacerme daño», piensa Erik. «Está celoso y me odia, se le ha metido en la cabeza que Evelyn y yo mantenernos una relación y está empeñado en vengarse de mí. Sin embargo, no sabe dónde vivo. En la carta le exige a su hermana que se lo diga. "Me mostrarás dónde vive", escribió.»
– No sabe dónde vivo -murmura para sí-. Si Josef no sabe dónde vivo, entonces no fue él quien entró en casa y se llevó a Benjamín a rastras.
Erik da otro bocado a su hamburguesa, se limpia las manos con la servilleta y hace un nuevo intento de localizar a Simone. Tiene que saber que no ha sido Josef Ek quien se ha llevado a Benjamín. Repentinamente lo envuelve una sensación de alivio, pese a que tiene que volver a empezar, volver a pensarlo todo desde el principio. Saca una hoja de papel y escribe «Aida», pero luego se arrepiente y lo arruga. «Simone debe acordarse de algo más», se dice, «seguro que vio algo».
Joona Linna la ha interrogado pero no recordaba más. Habían estado muy centrados en Josef, en la coincidencia de que escapara del hospital justo antes de que se llevaran a Benjamín. Ahora resulta casi extraño. Ni siquiera encaja, él lleva todo el tiempo repitiéndolo. La primera intrusión tuvo lugar antes de que Josef huyera. El chico es un asesino en serie, ha probado lo que es matar; secuestrar a alguien no encaja con su modus operandi. A la única que quiere llevarse es a su hermana, está obsesionado con Evelyn, ella es su motivación en todo.
En ese instante su teléfono suena y Erik suelta la hamburguesa, se limpia de nuevo las manos y contesta sin mirar la pantalla.
– Sí, Erik Maria Bark.
El auricular cruje y se oyen unos ruidos sordos de fondo.
– ¿Hola? -dice Erik más alto.
De repente oye una voz débil.
– ¿Papá?
El aceite hirviendo de la freidora crepita cuando sumergen el cestillo en su interior.
– ¿Benjamín?
Dan media vuelta a una hamburguesa en la plancha. Algo retumba en el teléfono.
– Espera, no te oigo.
Erik se abre paso a empujones entre los clientes que entran en el local y sale al aparcamiento. La nieve se arremolina frente a la luz amarilla de la pared.
– ¡Benjamin!
– ¿Me oyes? -pregunta él; su voz suena extrañamente cerca.
– ¿Dónde estás? ¡Dime dónde estás!
– No lo sé, papá, no entiendo nada, estoy tumbado en el maletero de un coche que corre y corre…
– ¿Quién se te ha llevado?
– Me he despertado aquí, no he visto nada. Tengo sed…
– ¿Estás herido?
– Papá… -llora.
– Estoy aquí, Benjamin.
– ¿Qué está pasando?
Parece un niño pequeño y asustado.
– Te encontraré -promete Erik-. ¿Sabes hacia adonde os dirigís?
– He oído una voz, como si hablaran desde debajo de una manta, justo cuando me he despertado. ¿Qué era? Era algo de… una casa, creo…
– ¡Di algo más! ¿Qué casa?
– No, una casa no…, un caserón en ruinas.