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– El martes por la mañana, a las nueve y diez, le puse la inyección. Iba a patinar, pero en vez de eso se fue a Tensta con Aida.

Ella asiente y responde con gesto tenso:

– Hoy es domingo. El martes tiene que ponerse una nueva inyección -susurra.

– Aún no hay peligro real durante unos días -dice Erik tranquilizador.

Observa su rostro cansado, los rasgos hermosos, las pecas. Los vaqueros de talle bajo, el borde de las bragas amarillas a lo largo de la cintura. Le gustaría quedarse, sólo eso, le gustaría que durmieran juntos; en realidad le gustaría hacer el amor con ella, pero sabe que es demasiado pronto para eso, demasiado pronto para intentarlo siquiera, demasiado pronto para empezar siquiera a echarlo de menos.

– Me voy -murmura.

Ella asiente.

Se miran.

– Llámame en cuanto Kennet haya rastreado la llamada.

– ¿Adonde vas? -pregunta ella.

– Tengo que trabajar.

– ¿Estás durmiendo en el hospital?

– Es práctico.

– Puedes dormir aquí -sugiere ella.

Él se sorprende, de pronto no sabe qué decir, pero el breve instante de silencio es suficiente para que ella interprete que estaba dudando.

– No era una invitación -se apresura a aclarar Simone-. No vayas a pensar otra cosa.

– Lo mismo digo -replica él.

– ¿Te has ido a vivir con Daniella?

– No.

– Ya estamos separados -dice ella en voz alta-, así que no hace falta que me mientas.

– Vale.

– ¿Qué? ¿Vale qué?

– Me he ido a vivir con Daniella -miente él.

– Bien -susurra ella.

– Sí.

– No pienso preguntarte si es joven y guapa ni…

– Lo es -la interrumpe Erik.

Camina hasta el vestíbulo, se pone los zapatos, sale del piso y cierra la puerta. Espera hasta que la oye echar la llave y poner la cadena y luego continúa hacia abajo.

Capítulo 31

Lunes 14 de diciembre, por la mañana

El timbre del teléfono despierta a Simone. Las cortinas están abiertas y la luz invernal inunda el dormitorio. Le da tiempo a pensar que quizá sea Erik y siente ganas de llorar cuando comprende que él no la va a llamar, que esa mañana se despertará junto a Daniella, que ahora está completamente sola.

Coge el teléfono de la mesilla y contesta:

– ¿Sí?

– ¿Simone? Soy Ylva. He intentado localizarte varias veces.

Su ayudante parece agobiada. Son las diez de la mañana.

– He tenido otras cosas en mente -responde Simone, tensa.

– ¿No lo han encontrado?

– No.

Se hace el silencio. Unas sombras se deslizan en el exterior y Simone ve que cae pintura del tejado de enfrente. Unos operarios con ropa de trabajo de color naranja están retirando unas placas desconchadas.

– Perdona -dice Ylva-. No quiero molestarte.

– ¿Ha pasado algo?

– El auditor volverá mañana, las cuentas no cuadran y no puedo ni pensar cuando Norén está aquí dando golpes.

– ¿Golpes?

Ylva hace un ruido extraño con la boca.

– Volvió con un mazo de goma, afirmaba que él hacía arte moderno… -explica Ylva con voz cansada-. Dice que ha acabado con las acuarelas, que en lugar de eso ahora busca espacios huecos en el arte.

– Pues que los busque en otra parte.

– Rompió el cuenco de Peter Dahl.

– ¿Llamaste a la policía?

– Sí, vinieron, pero Norén no hacía más que parlotear sobre su libertad artística. Le advirtieron que se mantuviera alejado de la galería, así que ahora se queda fuera y da golpes.

Simone se levanta y se ve en el espejo ahumado del vestidor. Está delgada y tiene un aspecto cansado. Es como si le hubieran roto la cara en muchos pedazos pequeños y luego hubieran vuelto a juntarlos.

– ¿Y Shulman? -pregunta entonces-. ¿Cómo va su exposición?

Ylva parece ansiosa.

– Dice que tiene que hablar contigo.

– Lo llamaré.

– Hay algún problema con la iluminación. -Baja la voz y luego añade-: No tengo ni idea de cómo van las cosas entre Erik y tú pero…

– Nos hemos separado -dice Simone secamente.

– Realmente creo que… -Ylva se interrumpe.

– ¿Qué crees? -pregunta Simone pacientemente.

– Creo que Shulman está enamorado de ti.

Simone se encuentra con su mirada en el espejo y de repente siente que el estómago le da vueltas.

– Tendré que ir -dice.

– ¿Puedes?

– Antes haré una llamada.

Simone cuelga el auricular y luego se sienta durante un rato en el borde de la cama. Benjamín está vivo, se dice, eso es lo más importante. Está vivo aunque ya han pasado varios días desde que lo secuestraron. Es una muy buena señal, significa que la persona que se lo llevó, de entrada, no tiene interés en matarlo. Sus intenciones son otras, quizá quiera pedir un rescate. Simone repasa brevemente sus bienes. ¿Qué posee en realidad? La vivienda, el coche, algunas obras de arte. Y la galería, por supuesto. Podría pedir un préstamo, eso se podría arreglar. No es rica, pero su padre podría vender la casa de veraneo y también su piso. Luego irían a vivir todos juntos a un piso de alquiler en cualquier parte, eso no supondría ningún problema. Lo único importante ahora es recuperar a Benjamín, recuperar a su niño.

Simone llama a su padre, pero no contesta, así que le deja un breve mensaje diciéndole que va a la galería. Luego se ducha rápidamente, se lava los dientes, se cambia de ropa y sale del piso sin apagar las luces.

Fuera hace frío y viento; están a algunos grados bajo cero. La oscuridad de la mañana de diciembre es sorda, somnolienta, las calles tienen un aire de cementerio. Un perro corre por encima de los charcos con la correa colgando del cuello.

En cuanto Simone llega frente a la galería se encuentra con la mirada de Ylva a través de la puerta de cristal. No se ve a Norén por ninguna parte, pero en el suelo, junto a la pared, hay un periódico doblado en forma de capirote. Una luz verdosa emana de una serie de cuadros pintados por Shulman. Óleos relucientes, verde acuario. Nada más entrar, Ylva se apresura a abrazarla. Simone se da cuenta de que su ayudante ha olvidado teñirse el pelo de negro: las raíces canosas se adivinan en la recta raya al medio. No obstante, su tez se ve tersa, bien maquillada, los labios de rojo intenso, como de costumbre. Lleva puesto un traje de falda pantalón con unas medias negras con rayas blancas y unos voluminosos zapatos marrones.

– Qué bien está quedando -dice Simone echando un vistazo a su alrededor-. Has hecho un gran trabajo.

– Gracias -susurra Ylva.

Simone se aproxima a las pinturas.

– No las había visto así, todas juntas -dice-, sólo por separado.

Da otro paso adelante.

– Es como si se derritieran en los costados.

Continúa hacia la otra sala. Ahí están los bloques de piedra con las pinturas de las cavernas de Shulman, montados sobre soportes de madera.

– Quiere iluminar esta sala con lámparas de aceite -informa Ylva-. Le he dicho que no podía ser, que la gente quiere ver lo que compra.

– No, en realidad no quieren eso.

Ylva se ríe.

– ¿Así que Shulman se saldrá con la suya?

– Sí -contesta Simone-. Se saldrá con la suya.

– Puedes decírselo tú misma.

– ¿Qué? -pregunta Simone.

– Está en el despacho.

– ¿Shulman?

– Ha dicho que tenía que hacer unas llamadas.

Simone mira en dirección al despacho mientras Ylva se aclara la garganta y dice:

– Voy a comprar un bocadillo para almorzar…

– ¿Tan pronto?

– Eso había pensado -responde Ylva con la mirada baja.

– Está bien -dice Simone.

Es tanta la tristeza que la embarga que tiene que detenerse a secarse las lágrimas que empiezan a rodar por sus mejillas antes de llamar a la puerta del despacho y entrar. Shulman está sentado en la silla tras el escritorio, mordisqueando un bolígrafo.