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– ¿Qué tal estás?

– No muy bien.

– Me lo imagino.

Se hace el silencio entre ellos. Ella baja la mirada, la invade una sensación de desprotección, como si la hubieran desgastado hasta llegar a la parte más frágil. Los labios le tiemblan cuando dice:

– Benjamín está vivo. No sabemos dónde está ni quién se lo ha llevado, pero está vivo.

– Ésas son buenas noticias -responde Shulman en voz baja.

– Joder -susurra ella, se vuelve y se enjuga con una mano temblorosa las lágrimas del rostro.

Shulman camina hasta ella y le acaricia suavemente el pelo. Ella se aparta sin saber muy bien por qué, ya que en realidad quiere que siga. Él baja la mano. Se miran. Va vestido con un traje negro, suave, una capucha sobresale del cuello de su chaqueta.

– Llevas puesto el traje de ninja -dice ella, y sonríe involuntariamente.

– Shinobi, la palabra correcta para ninja, tiene dos significados -explica él-. Significa «persona oculta», pero también «el que resiste».

– ¿Resistir?

– Es quizá el arte más difícil que existe.

– A solas no se puede, al menos yo no soy capaz.

– Nadie está solo.

– No puedo con esto -susurra Simone-. Me estoy desmoronando, tengo que dejar de darle vueltas, no tengo adonde ir. Pienso que podría golpearme fuertemente en la cabeza o arrojarme en tus brazos sólo para desprenderme de este pánico… -Se interrumpe de pronto-. Eso -trata de buscar las palabras apropiadas-…, eso ha sonado… Te pido disculpas, Sim.

– En ese caso, ¿qué eliges? ¿Arrojarte en mis brazos o golpearte en la cabeza? -pregunta él sonriente.

– Ninguna de las dos cosas -se apresura a contestar ella, pero al oír lo brusca que ha sonado su frase intenta suavizarla-: Quiero decir que… me gustaría…

Vuelve a guardar silencio y nota que el corazón le late rápidamente en el pecho.

– ¿Qué? -pregunta él.

Ella lo mira directamente a los ojos.

– No soy yo -dice-. Por eso me comporto así. Tienes que saber que me siento terriblemente estúpida.

Luego baja la mirada, siente que las mejillas le arden, carraspea:

– Tengo…

– Espera -dice él, y entonces saca un bote de vidrio de su bolsa.

Algo que parecen mariposas rechonchas y oscuras trepa por el interior. Tras el cristal empañado se oye un ruido seco.

– ¿Sim?

– Sólo quiero enseñarte una cosa, es fantástico.

Sujeta el bote en alto. Ella observa los cuerpos marrones, el polvo de las alas que mancha el cristal, los desechos de la metamorfosis. Las mariposas apoyan sus gruesas patas contra el cristal, se pasan febril y mutuamente las trompas por las alas y las antenas.

– De pequeña siempre pensé que eran hermosas -comenta ella-. Pero eso fue hasta que las vi de cerca.

– No son hermosas, son crueles. -Sonríe Shulman, y luego se pone serio-. Creo que es a causa de la metamorfosis.

Ella toca el cristal y roza sus manos, que sujetan el bote.

– ¿Su crueldad es debida a la transformación?

– Quizá -contesta él.

Se miran y ya no son capaces de centrarse en la conversación.

– Las tragedias nos cambian -dice ella, pensativa.

Él le acaricia las manos.

– Y así tiene que ser.

– Pero yo no quiero ser cruel -susurra ella.

Están muy cerca el uno del otro. Shulman deja el bote sobre la mesa con cuidado.

– Tú… -dice, se inclina hacia adelante y la besa brevemente en la boca.

Ella siente que le tiemblan las piernas, las rodillas. Su voz suave y el calor de su cuerpo… El olor de la suave tela de la chaqueta, un aroma a sueño y a ropa de cama, a hierbas aromáticas. Es como si Simone se hubiera olvidado de la maravillosa suavidad de una caricia cuando la mano de él le recorre la mejilla y el cuello. Shulman la observa con una sonrisa en los ojos. Ella no piensa ya en salir corriendo de la galería. Sabe que quizá sea sólo una manera de evitar durante un breve instante la angustia que le martillea el pecho, pero no importa, se dice. Sólo quiere que eso continúe un rato más, únicamente desea poder olvidarse de las cosas terribles que están sucediendo. Los labios de él se acercan de nuevo a los suyos y esta vez ella le devuelve el beso. Su pulso se acelera y Simone respira rápidamente por la nariz. Nota las manos de él en la parte baja de la espalda, en las caderas. Las emociones se disparan en su cabeza, siente que le arde el vientre: un deseo repentino y ciego de acogerlo. Se asusta de la intensidad del impulso y retrocede con la esperanza de que él no note lo excitada que está. Se pasa la mano por la boca y se aclara la garganta mientras él se vuelve y rápidamente se acomoda la ropa.

– Podría entrar alguien -dice ella.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta Shulman, y Simone percibe un temblor en su voz.

Ella no contesta, sólo da un paso hacia él y lo besa de nuevo. Ya no piensa, busca su piel bajo la ropa y siente sus cálidas manos por todo el cuerpo. Él la acaricia en el medio de la espalda, se abre camino hasta su ropa interior, desciende hasta sus braguitas y, cuando nota lo mojada que está, gime y presiona su pene erecto contra su pubis. Ella piensa que quiere hacerlo así, de pie, contra la pared, sobre el escritorio, en el suelo, como si nada más en el mundo importara, sólo para conseguir olvidar el pánico durante unos minutos. El corazón le late a toda prisa y las piernas le tiemblan. Tira de él hacia la pared y, cuando él agarra sus piernas para penetrarla, ella le susurra que lo haga, que se dé prisa. En ese mismo instante se oye el tintineo de la campanilla de la puerta. Alguien ha entrado en la galería. El suelo de parquet cruje.

– Vayamos a mi casa -propone Shulman.

Ella asiente y nota que está ruborizada. Él se pasa la mano por la boca y sale del despacho. Simone permanece donde está un momento y luego se apoya en el escritorio temblando de pies a cabeza. Se arregla la ropa y, cuando sale de la galería, Shulman ya está en la puerta de la calle.

– Que disfrutes de tu almuerzo -dice Ylva.

Simone se arrepiente cuando están sentados en silencio en el taxi camino de Mariagränd. «Voy a llamar a papá», piensa, «y luego le diré que tengo que irme». Sólo de pensar en lo que está haciendo siente una oleada de náusea causada por la culpabilidad, el pánico y la excitación.

Tras subir por la estrecha escalera hasta el quinto piso, él abre la puerta y ella rebusca el teléfono en su bolso.

– Tengo que llamar a mi padre -dice, esquiva.

Él no contesta, entra delante de ella en el recibidor con las paredes pintadas de color terracota y desaparece por el pasillo.

Ella se queda de pie con el abrigo puesto, mirando a su alrededor en el vestíbulo a oscuras. Las fotografías cubren las paredes y a lo largo del techo hay una hornacina con pájaros disecados. Shulman regresa antes de que a ella le haya dado tiempo de marcar el número de Kennet.

– Simone -susurra-, ¿no quieres entrar?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Sólo un momento? -pregunta él.

– Vale.

Ella lo sigue hasta el salón con el abrigo aún puesto.

– Somos adultos, tomamos nuestras propias decisiones -dice él mientras sirve un par de copas de coñac.

Brindan y beben.

– Está bueno -comenta ella en voz baja.

En una de las paredes hay unos grandes ventanales. Simone camina hasta allí y contempla los tejados de cobre de Södermalm y la parte trasera de un cartel luminoso que representa un tubo de pasta de dientes.

Shulman se aproxima a ella, se sitúa a su espalda y la rodea con los brazos.

– ¿Sabes que estoy loco por ti? -susurra-. Desde el primer momento en que te vi.

– Sim, no sé…, no sé muy bien qué estoy haciendo -dice Simone con voz ronca.

– ¿Y por qué tienes que saberlo? -pregunta él sonriente al tiempo que empieza a tirar de ella en dirección al dormitorio.