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Ella lo sigue como si todo el tiempo hubiera sabido que pasaría eso. Sabía que Shulman y ella entrarían juntos en un dormitorio. Lo deseaba, y lo único que la ha retenido ha sido la idea de que no quería ser como su madre, como Erik, una mentirosa que hace llamadas telefónicas y manda sms a hurtadillas. Siempre ha pensado sobre sí misma que no es una traidora, que no se permite la infidelidad, pero ahora no alberga sentimiento alguno de traición. El dormitorio de Shulman es oscuro, las paredes están forradas con algo que parece seda de un azul intenso, la misma tela de las largas cortinas que cuelgan frente a las ventanas. La invernal luz oblicua, escasa, se filtra a través del tejido como una leve sombra.

Con manos temblorosas, se quita el abrigo y lo deja caer al suelo. Shulman se desnuda y ella ve sus hombros torneados, su piel cubierta de suave vello negro. Una línea de pelo rizado, más grueso y espeso, asciende desde el pubis hasta el ombligo.

Él la observa tranquilamente con sus ojos oscuros, delicados. Ella empieza a quitarse la ropa pero, al encontrarse con su mirada, se siente de inmediato atrapada por una mareante y terrible sensación de soledad. Él lo nota y baja la mirada, se acerca, se inclina ante ella y se arrodilla. Ella ve cómo el pelo le cae sobre los hombros. Shulman traza entonces con el dedo una línea descendente desde su ombligo y luego baja por la cadera. Simone intenta sonreír pero no lo consigue del todo.

Él la empuja suavemente sobre la cama y comienza a bajarle las braguitas al tiempo que ella levanta las nalgas con las piernas juntas, y nota que se le enganchan en un pie. Simone se echa hacia atrás, cierra los ojos y permite que él le separe los muslos, siente sus besos cálidos en el vientre, en las caderas, en las ingles. Jadea y le pasa las manos por el cabello espeso y largo. Quiere que le haga el amor, lo desea tan ardientemente que nota cómo vibra en su interior.

Campos de oscuridad se extienden por su sangre, oleadas de calor anhelantes y hormigueantes le atraviesan los muslos en dirección al vientre. Él se tumba sobre ella, Simone abre las piernas y se oye gemir cuando él la penetra. Shulman le susurra algo que no consigue entender. Tira de él hacia sí y cuando nota todo el peso de su cuerpo encima de ella es como si se hundiera en el agua caliente y burbujean te del olvido.

Capítulo 32

Limes 14 de diciembre, por la tarde

Al atardecer hace un frío helador y el cielo está despejado y azul. La gente camina taciturna por la calle. Kennet observa a los niños cansados camino de casa de vuelta del colegio. Se detiene frente al Seven-Eleven de la esquina, donde ve que tienen una promoción de café con bollo de azafrán de San La Lucía. Entra y se pone a la cola cuando oye que suena un teléfono. En la pantalla ve que es Simone, pulsa el botón verde y contesta.

– ¿Has salido, Sixan?

– He tenido que ir a la galería. Luego me surgió un asunto que… -dice ella, y luego se interrumpe-. He escuchado tu mensaje, papá.

– ¿Has dormido? Pareces…

– Sí, sí, he dormido un poco.

– Bien -dice Kennet.

Cruza la mirada con los ojos cansados de la dependienta y señala el cartel de la promoción.

– ¿Han rastreado la llamada que hizo Benjamín? -pregunta Simone.

– Aún no tengo respuesta. Me dijeron que como muy pronto sabrían algo esta tarde. Pensaba llamarlos ahora.

La dependienta mira a Kennet para que elija el bollo que quiera y él se apresura a señalar el más grande. La chica lo mete en una bolsa, coge su billete arrugado de veinte y hace gestos con la mano en dirección a la máquina de café y los vasos. Él asiente, pasa por delante del expositor donde dan vueltas las salchichas y coge un vaso del montón mientras continúa la conversación con Simone.

– ¿Hablaste ayer con Nicke? -pregunta ella.

– Es un buen chico.

Kennet pulsa la tecla del café solo.

– ¿Averiguaste algo acerca de Wailord?

– Bastante.

– Cuéntame.

– Espera un segundo -dice él.

Saca el vaso de café humeante de la máquina, lo cubre con una tapa de plástico y se encamina hacia una de las pequeñas mesas redondas.

– ¿Sigues ahí? -pregunta mientras se sienta en un taburete con una pata coja.

– Sí.

– Creo que se trata de unos chicos que le sacan dinero a Nicke y dicen que son personajes de Pokémon.

Kennet ve a un hombre con el pelo revuelto que empuja un moderno cochecito de bebé. Una niña bastante mayor con un buzo de color rosa y un chupete va tumbada en él y sonríe cansada.

– ¿Tiene algo que ver con Benjamín?

– ¿Los chicos Pokémon? No lo sé. Quizá él tratara de frenarlos -sugiere Kennet.

– Tenemos que hablar con Aida -dice Simone, resuelta.

– Había pensado hacerlo más tarde.

– ¿Qué hacemos ahora?

– De hecho, tengo una dirección -dice Kennet.

– ¿De qué?

– Del mar.

– ¿Del mar? -pregunta Simone.

– Es todo lo que sé.

Kennet saca los labios hacia afuera y da un sorbo a su café. Parte un pedazo del bollo de Santa Lucía y se lo mete rápidamente en la boca.

– ¿Dónde está el mar?

– Cerca de Frihamnen -dice Kennet masticando-, en Loudden.

– ¿Puedo acompañarte?

– ¿Estás lista?

– Lo estaré dentro de diez minutos.

– Iré a coger el coche, está junto al hospital.

– Llámame cuando llegues y bajo.

– Vale, hasta ahora -dice él.

Coge el vaso y el resto del bollo y sale del establecimiento. El aire es seco y hace mucho frío. Ve a unos escolares que caminan cogidos de la mano. Un ciclista atraviesa el cruce entre los coches. Kennet se detiene junto al paso de peatones y pulsa el botón del semáforo. Tiene la sensación de que ha pasado por alto algo importante, de que ha visto algo decisivo pero no ha sabido interpretarlo. El tráfico pasa zumbando por su lado a toda velocidad. A lo lejos se oye una sirena de un vehículo de emergencias. Toma un sorbo de café por la abertura en la tapa de plástico y mira a la mujer que espera al otro lado de la calzada con un perro tembloroso a su lado. Un camión de gran tonelaje pasa en ese instante haciendo temblar el suelo. De pronto Kennet oye una risita y le da tiempo a pensar que suena artificial antes de que le propinen un fuerte empujón por la espalda. Da varios pasos en la calzada tratando de no perder el equilibrio, se vuelve y ve a una niña de unos diez años que lo mira con los ojos muy abiertos. Kennet deduce que ha sido ella quien lo ha empujado, ya que allí no hay nadie más. En ese mismo momento oye el estridente frenazo de un coche y nota una fuerza descomunal que se abalanza sobre él. Un mazo gigante lo golpea en las piernas. Su cuello cruje y al instante siente su propio cuerpo blando y distante y se encuentra en caída libre rodeado de una repentina oscuridad.

Capítulo 33

Lunes 14 de diciembre, por la tarde

Erik Maria Bark está sentado frente al escritorio de su despacho. Una luz pálida se abre paso a través de la ventana que da al patio interior, vacío, del hospital. En una bolsa de plástico cerrada quedan los restos de una ensalada. Junto a la lámpara de sobremesa con la pantalla de color rosa hay una botella de plástico de dos litros de Coca-Cola. Erik observa la imagen impresa que Aida le envió a Benjamin: en la oscuridad, un rayo de luz forma un claro en el pasto amarillento, el seto y la parte trasera de la valla. A pesar de que se acerca mucho la fotografía a los ojos, resulta difícil entender qué es lo que ésta pretende mostrar, cuál es su objeto. Sostiene la fotografía cerca de su rostro y trata de adivinar algo en la cesta de plástico verde.

Erik piensa entonces en llamar a Simone para pedirle que le lea el correo electrónico al pie de la letra, para así saber exactamente qué fue lo que Aida le escribió a Benjamin y qué fue lo que él le contestó. Pero luego se dice que Simone no necesita hablar con él; no entiende por qué se comportó de un modo tan estúpido y reconoció, aun sin ser cierto, que tenía un lío con Daniella. Quizá sólo lo hizo porque anhelaba ser perdonado por Simone y porque ella desconfiaba constantemente de él.